La nevera sin imanes

“Antes se heredaban muebles; hoy se heredan hipotecas y cuentas de Netflix.”

Durante décadas, hablar de vivienda era hablar de ladrillo, de metros cuadrados y de esa épica modesta que consistía en tener un techo propio, aunque fuera con goteras. La familia nuclear, con su sofá de tres plazas, su mesa extensible para visitas y un televisor que presidía como tótem la vida cotidiana, marcaba el estándar. Hoy, en cambio, el modelo de habitar ya no es unívoco: la casa se ha convertido en escenario de múltiples biografías fragmentadas, con contratos de alquiler temporales y decoraciones que oscilan entre el minimalismo escandinavo y el maximalismo kitsch. Hay que reconocerlo: Ikea lo vio venir.

El viejo ideal del hogar como patrimonio familiar ha mutado en la lógica del “espacio como servicio”. Plataformas que alquilan habitaciones por días con cajitas con cerradura con combinación en la puerta para albergar la llave, pisos que se transforman en coworkings por la mañana y en local para fiestas privadas por la noche o urbanizaciones que parecen resorts con gimnasio comunitario. La vivienda se ha convertido en un híbrido entre hotel, oficina y plató para influencers amateur.

La paradoja es que, en plena era de la hiperconexión, la intimidad se diluye. Donde antes había fotos familiares clavadas con chinchetas en el corcho, hoy hay luces LED programables que cambian de color según el estado de ánimo que tenga Alexa, que es quien en el fondo gobierna el espacio. Los salones ya no se diseñan para recibir visitas físicas, sino para tener un ángulo decente de cámara y un fondo que no arruine la videollamada. La cocina, antaño espacio de encuentro, se ha convertido en escenario para tutoriales de recetas con pretensiones de ser trending topic.

El cambio no es solo espacial, sino vital. La clásica pareja con hijos y perro ha dejado paso a una constelación de modelos familiares: hogares monoparentales, pisos compartidos entre treintañeros que no pueden (o no quieren) comprar, mayores que rehúyen la soledad en cooperativas de cohousing, y hasta nómadas digitales con pinganillo que convierten el salón en una terminal aeroportuaria permanente. Series como Friends o Aquí no hay quien viva ya anticiparon, a su manera, esa convivencia improbable de gente unida más por la renta que por la sangre.

Las estadísticas de mercado lo confirman: los metros cuadrados se encarecen, pero lo que de verdad sube es la lista de extras. Piscina comunitaria infinity, sala gamer 7G, gimnasio conectado y en algunos países, hasta dog parks integrados en la urbanización. Lo irónico es que muchas de estas comodidades se pagan a precio de oro sin que nadie tenga tiempo real de disfrutarlas.

Y, sin embargo, entre tanta mutación, la vivienda sigue siendo el espejo de nuestras aspiraciones y miedos. El auge de los micro apartamentos, esas cápsulas donde cabe una cama, una pantalla y poco más, revela una generación resignada a habitar más en lo digital que en lo físico. Mientras tanto, las casas suburbanas con jardín, modelo de éxito de los años 80, sobreviven como escenario de series nostálgicas más que como aspiración real para muchos jóvenes.

Quizá lo más inquietante es que, al sofisticar la vivienda, corremos el riesgo de perder lo esencial. La casa convertida en algoritmo de confort (termostato inteligente, persianas automáticas o altavoz que escucha tus secretos) es también una máquina de control que mide consumos, hábitos y rutinas. Hemos pasado del refugio al panel de macrodatos. Y en esa transición, el azar, la imperfección y hasta el desorden han quedado relegados a fallos del sistema… con lo bonito que era encontrase una nevera tapizada de imanes de viajes y facturas de compra.

Tal vez por eso, lo más valioso de una casa siga siendo lo mismo de siempre: un sofá gastado donde echar la siesta, una mesa que acumula migas, una ventana que deja entrar una corriente inesperada de aire. Lo que resiste, incluso entre tanta innovación, es la experiencia mínima de habitar: sentir que un lugar, por precario, provisional o incómodo que sea, es ese espacio donde poder cerrar la puerta, bajar el filtro y, aunque solo sea por un rato, habitar sin espectadores.

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