La Cuarta Pared

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Dormir tapado

Dormir tapado

“Un refugio dentro del refugio, como el cuarto dentro de la casa, como la cama dentro de ese cuarto.”

Existe un gesto que prácticamente todos repetimos cada noche, casi sin pensar: el de arroparnos. Nos cubrimos con una sábana, con una manta, con lo que haya a mano, aunque sea pleno agosto, vivas en Almería y el calor sea insoportable. Porque dormir destapado, por algún motivo que no es solo térmico, nos inquieta. Es como si el cuerpo necesitara no solo reposo, sino también un refugio simbólico, una piel extra que lo aísle del mundo.

Esa piel que nos acompaña cada noche no está tan lejos de las pieles arquitectónicas que envuelven nuestros edificios. Fachadas ventiladas, celosías o falsas fachadas que no solo nos protegen del clima, sino que también añaden profundidad, textura y significado. Así como una sábana no es solo un tejido, sino una promesa de cobijo, muchas paredes no son solo elementos constructivos, sino emocionales. Ambas construyen intimidad y abrigo; ambas median entre un interior vulnerable y un exterior imprevisible. 

Observo a mi hijo, aún incapaz de pronunciar palabras, y que no sabes si llora porque tiene un eructo o porque le pica la pierna pero, al acostarle, uno siente la necesidad casi instintiva de taparlo. No por frío, sino como un acto reflejo de empatía. Como si ese fino saco contuviera cierto grado de protección que te gustaría que él también sintiera. Porque muchas veces, el acto de tapar o de proteger no se dirige al cuerpo, sino al alma. Y es precisamente esa misma pulsión la que invita a la arquitectura a envolver, a cuidar, a generar condiciones de sosiego.

Dormir tapado es una forma de ensayar cada noche nuestra relación con el espacio íntimo. Envolvernos para descansar es como delimitar un pequeño refugio dentro del refugio. Como el cuarto dentro de la casa, como la cama dentro de ese cuarto. Podríamos afirmar que algunas casas favorecen más el descanso que otras. Algunas te invitan a bajar la guardia, mientras que otras te mantienen alerta sin saber muy bien por qué. El material de sus muros nos transmite emociones como lo hacen las fibras de tu manta de Ikea. Las texturas no solo se perciben por la piel, también las sentimos con su mera presencia.

Dormir tapado es, en el fondo, un acto profundamente humano. Un ritual sencillo, cotidiano, casi invisible, pero cargado de sentido. Una arquitectura sin medidas que repetimos cada noche y que, tal vez sin saberlo, nos enseña lo que de verdad significa habitar.

El curioso caso de Benjamin Button

El curioso caso de Benjamin Button

“Madurar un proyecto es aceptar que entre la idea y la obra hay una historia de renuncias, burocracia, ocurrencias y, a veces, cierta belleza imprevista»

“El proyecto ha madurado”, dicen. Como si se tratara de un queso. Y puede que lo sea. Uno empieza con una idea fresca, vibrante… casi inocente. Un croquis que flota en las páginas de un cuaderno o en la brillante pantalla de una tablet. Pura intención, pura magia. Pero ¡ay, amigo!, luego viene la bofetada de realidad. La vida tiene normativas, informes sectoriales, aviación civil, comisión de cultura, técnicos municipales que subrayan en rojo y promotores que descubren súbitamente que les apasiona la cerámica beige; y si es en porcelánico de gran formato como el de la página 83 del catálogo de saldos, mejor.

El proyecto entra entonces en su particular adolescencia: rebelde, contradictorio y plagado de revisiones que torpedean la inocencia. El que una vez soñó con volar, ahora aprende a justificar radios de rampas de accesibilidad y retranqueos de tres metros. Aparece la primera memoria justificativa. Ese género literario que podría competir con la novela negra por la cantidad de muertos conceptuales que arrastra, pero que, con digna valentía, se coloca como primer documento del proyecto, a la espera de aguantar estocadas.

Pero lo más curioso es que uno se acostumbra, se adapta y aprende a querer a esa versión de su criatura que ya no es suya del todo. Porque hay una belleza extraña en ver cómo el proyecto se mancha de realidad: con hormigón, con dudas, con imprevistos. En obra, el plano sufre, pero también respira. La geometría se ajusta a una zanja mal excavada o a una idea feliz de última hora que nadie se atreve a discutir.

Y cuando por fin se termina, cuando las llaves tintinean y el cliente sonríe, o al menos no frunce el ceño, uno mira el resultado y se pregunta: ¿es esto lo que pensé? ¿es peor? ¿es… otra cosa?

Pero esto no siempre es así. A veces suceden los milagros y ocurre lo contrario: que el proyecto, en lugar de madurar, rejuvenece. Como Benjamin Button. Nace viejo, serio, sobrio, lleno de justificaciones normativas y cálculos, pero termina ligero, limpio y amable. Más sencillo de lo que uno imaginó. Como si la obra supiera quitarse años de encima conforme avanza. O como si los arquitectos, ya agotados, fuéramos soltando peso.

Y entonces ocurre el milagro: un proyecto que parecía vencido por la burocracia acaba siendo algo vivo. No como lo soñamos, sino como lo permite el tiempo. Un auténtico cisne negro. Y cuando ese día llega, se es consciente de que el proyecto, a veces,  puede ser solo el inicio de un camino emocionante.

Internalities

Internalities

“Internalities pone el foco en el origen del material, desde el impacto de su extracción hasta el oficio que lo transforma.

Cuando se habla de sostenibilidad en arquitectura, se suele pensar en paneles solares, etiquetas verdes y certificaciones que justifican la conciencia. Sin embargo, bajo el título Internalities, el Pabellón de España en la Bienal de Venecia de 2025, comisariado por Roi Salgueiro y Manuel Bouzas, propone una mirada algo más profunda. Hacia lo que está antes de la forma, antes del gesto y por supuesto, antes de los sistemas activos de eficiencia energética. Internalities pone el foco en el origen del material, desde el impacto de su extracción hasta el oficio que lo transforma.

La utilización de materiales como la madera, la tierra, la piedra o cualquier tipo de material reciclado exigen tiempo, técnica y confianza mutua entre arquitecto, promotor y constructor para poder llevar cualquier proyecto de arquitectura a buen puerto. Quienes trabajamos en estudios pequeños sabemos que cada obra es una lucha entre lo que uno quiere hacer y lo que uno puede hacer. Entre la sostenibilidad que se proclama y la que se llega a ejecutar en obra realmente. Entre lo deseable y lo posible.

Lo que termina abundando al final suele ser el ladrillo, el hormigón armado y el acero, es decir, materiales con los que el constructor de turno siempre se siente cómodo trabajando, rápido y eficaz. Los presupuestos ajustados, el poco interés de innovación, la falta de implicación o los plazos de obra, acaban imponiendo un camino aparentemente más fácil y cómodo. Lo conocido, lo rápido y lo barato, acaba siendo lo más contaminante. Al igual que en la alimentación, comer bien es complicado y caro, mientras que el menú ahorro del Burger King está al alcance de cualquiera.

Internalities pone el foco donde más duele: en la contradicción entre nuestros discursos como arquitectos y nuestras acciones. No se trata solo de reducir las emisiones, sino de desenterrar saberes, oficios y formas de habitar que fueron descartadas en nombre del progreso, pero que en realidad, serán las que nos permitan seguir creciendo de forma sostenible durante más tiempo. Los muros encalados en blanco en el mediterráneo o las estructuras tectónicas de madera en el norte de España, son el pasado e inevitablemente tendrán que ser el futuro. Porque al final, descarbonizar la arquitectura no será una cuestión de estilos, sino de valores. Un hacer consciente que nos permita seguir viviendo de forma racional.

Dune 2.0

Dune 2.0

“En pleno siglo XXI, el futuro se diseña con espejos, algoritmos y aire acondicionado. Sin embargo, algo no encaja en esta postal del porvenir.

Hubo un tiempo en que los desiertos eran lugares de retiro espiritual, de iluminación ascética y silencio sagrado. Hoy, el desierto se ha convertido en un render. Un render en 8K, con música épica de fondo y drones sobrevolando maquetas de cristal imposibles. Arabia Saudita, otrora reino de la arena y el petróleo, ha decidido reescribir su relato con tipografías futuristas y arquitecturas verticales que desafían el sentido común, la física y, de paso, la sombra. El proyecto Neom, por ejemplo, al que ya dediqué un artículo. Un nombre que suena a medicamento experimental o a nuevo Dios digital. La ciudad lineal a modo de serpiente de acero y espejos de 170 kilómetros, que se desliza por el desierto como una promesa sin arrugas. Se vende como una utopía ecológica, aunque para construirla haya que arrancarle las entrañas a una geografía milenaria. En Neom no habrá coches, ni calles, ni historia. Solo algoritmos, velocidad y paredes reflectantes.

También me fascina el proyecto The Mukaab. Un cubo titánico de 400 metros de arista que aspira a contener dentro de sí mismo un mundo entero. Si la arquitectura es reflejo de sus promotores, entonces este cubo es una declaración de intenciones: grande, cerrado y brillante por fuera; hermético por dentro. Se dice que contendrá un “universo inmersivo” completo. La distopía ya no llega disfrazada de ruinas, sino de centro comercial.

No se trata de negar la ambición. El mundo necesita visión, necesita impulso, necesita arquitectura que mire hacia adelante. Pero también necesita memoria, escala humana, complejidad y contradicción. Lo que preocupa no es la magnitud de los proyectos, sino esa simplificación brutal del futuro: una mezcla de Disneylandia, Silicon Valley y catálogo de mobiliario brillante.

Tal vez la mayor ironía sea que, en su intento por huir del desierto, estos megaproyectos lo reproducen. Son desiertos verticales, desiertos climáticos, desiertos sin grietas, sin errores, sin azar. Y ya sabemos que donde no hay azar, no hay ciudad.

¿Y si el verdadero milagro saudí fuera construir algo imperfecto? Algo que envejezca, que se deteriore con gracia, que permita la vida sin programarla. Algo que no aspire a parecer un futuro de ciencia ficción, sino un presente digno de ser habitado. Un zoco con wifi, quizá. Una plaza con sombra de verdad.

Podemos seguir proyectando utopías de espejo, o empezar a construir lugares donde quedarse sin tener esa sensación de estorbar o de estropear el decorado.

El Eternauta

El Eternauta

“La casa de los protagonistas se convierte en trinchera. Se precintan puertas y ventanas. En el exterior solo espera la muerte.

Un extraño manto blanco cubre Buenos Aires por completo. No es nieve: es una bruma tóxica que te mata al instante. El mundo exterior se ha vuelto inhabitable y la única salvación posible parece encontrarse en cualquier espacio cubierto. Así comienza El Eternauta, el mítico cómic de Oesterheld y Solano López, y también la reciente serie de Netflix que lo adapta. Desde un primer momento se presenta una fuerte tensión entre la dualidad del adentro y el afuera, entre lo doméstico y lo desconocido, lo seguro y lo hostil. Se trata de una de las cuestiones que atraviesa toda la historia de la humanidad y, por lo tanto, toda la historia de la arquitectura.

La casa de los protagonistas se convierte en trinchera. Se precintan puertas y ventanas. En el exterior solo espera la muerte, así que la arquitectura deja de ser el fondo de la historia para volverse protagonista. La vivienda ya no es solo un escenario neutro, sino un sistema vital de defensa: el escudo que protege de los ataques de los enemigos, cada cerramiento es sinónimo, no solo de cobijo, sino también de resistencia.

En un mundo dominado por lo desconocido, lo doméstico adquiere multiplicidad de significados. Habitar no es simplemente ocupar un espacio, sino dotarlo de significado. Una mesa puede ser el punto de encuentro y los sofás del salón, una asamblea improvisada. En ese sentido, El Eternauta no solo nos expone el refugio como defensa, sino el hogar como posibilidad de reconstrucción. Nuestro hábitat se convierte en el corazón de nuestra existencia, como ya nos tocó vivir fuera de la ficción en la pandemia del 2020. Estar encerrado en un espacio concreto te obliga a repensarlo, valorando aún más lo cotidiano y entendiendo la ciudad como una sumatoria de interiores, no como un decorado con luces navideñas.

Lo interesante de la premisa de la serie es que, la arquitectura no hay por qué medirla en metros cuadrados, ni por la calidad de sus acabados, sino mediante sus grados de protección. Los filtros o capas que separan el interior del exterior aportan la seguridad que todos necesitamos, bien sea frente al repartidor de Amazon o frente a una nevada tóxica asesina. Tal vez, en un mundo cada vez más hostil, necesitemos volver a mirar nuestras casas, no como bienes inmuebles de rentabilidad variable, sino como envolventes de humanidad. Como la última frontera ante la tormenta, que nos permite sobrevivir mientras seguimos tirados en el sofá viendo series de ficción.

Cónclave

Cónclave

“la arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres.

Mira que me propuse cuando empezamos esta aventura de la cuarta pared, alejarme de la actualidad, y tratar temas atemporales. Sin oportunismos.  pero hoy voy a pecar… ¡mea culpa!

Por motivos evidentes, la semana pasada revisité la película Cónclave, y no pude evitar pensar en que pocas instituciones manejan tan bien el simbolismo espacial como la Iglesia católica. El Vaticano no solo es sede del poder eclesiástico; es un gran escenario abierto al mundo. Una coreografía de mármol, columnas, órdenes, bóvedas y frescos diseñada para que todo huela a eternidad. Pero cuando un papa muere, envuelto en un aura de dignidad de quien sabe que ya lo ha dicho todo, la escenografía adquiere su máximo protagonismo, eclipsando la efímera humanidad del representante de Dios en la tierra. Y la película lo refleja muy bien.

La arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Su barroco no es decoro, es dogma. Cada espacio, desde la Capilla Sixtina hasta los pasillos donde se cruzan cardenales y secretos, está construido para recordarnos que el tiempo del mundo es irrelevante frente al tiempo de Dios. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres. Por eso impresiona tanto ver ese decorado enfrentarse al vacío. Un trono sin figura. Una mitra sin cabeza. El humo que no se decide entre negro o blanco.

En Cónclave, el Vaticano no es fondo. Es forma. Es la caja cerrada donde se destila el poder, y también su prisión. Porque si algo revela la película es, que bajo el oro también hay soledad. Que esos muros sagrados pensados para encerrar misterio también encierran miedo. La fe, por momentos, parece suspendida en un techo de Miguel Ángel, pero los hombres que la sostienen pisan un suelo de dudas, mármol frío y liturgias que pesan como armaduras.

Mientras el papa Francisco —el real, el de carne frágil y mirada lúcida— se ha retirado a su eterno descanso, da la sensación de que esa arquitectura también se prepara para el silencio. Como si el Vaticano supiera que su siguiente acto no dependerá solo de dogmas ni de cardenales. Quizás, también, de cuán humano quiera ser ese lugar que siempre se ha creído eterno.

Porque al final, ni la bóveda más imponente ni el altar más solemne pueden ocultar una verdad simple: la de que toda piedra, por divina que se proclame, está habitada por hombres. Y cuando un hombre se va, incluso en Roma, el eco es tan largo como los pasillos que deja atrás.

El juego del lujo

El juego del lujo

“vivir una experiencia que logre arañarles una chispa de emoción en una vida anestesiada por la abundancia

Estos días he vuelto a revisar la primera temporada de El juego del calamar, y sus escenarios y planteamientos arquitectónicos me han parecido especialmente reveladores. Y no me refiero a las enrevesadas escaleras coloridas, inspiradas en la Muralla Roja de Ricardo Bofill, que ha terminado por convertirse en un símbolo, no solo de Instagram, sino también de la propia serie de televisión. Si no a sus antagonistas, su cara B.

Me refiero a esas habitaciones oscuras, revestidas de lujo decadente, donde los millonarios de la serie deambulan antes de cada juego, o a las salas de visionado, en las que disfrutan de todo tipo de lujos y manjares con el espectáculo de gente muriendo como protagonista, o mejor dicho, como telón de fondo.

Porque para estas personas lo importante no es el juego ni el drama humano, sino el lujo. No les importa el resultado; lo único relevante es vivir una experiencia que logre arañarles una chispa de emoción en una vida anestesiada por la abundancia.

La serie maneja con precisión ese contraste: los espacios de los jugadores se recorren entre colores vivos, luces casi infantiles y escaleras imposibles que recuerdan a un mundo de fantasía. Frente a ello, los espacios de los VIPs apuestan por la oscuridad, los reflejos dorados, la opacidad del mármol y el brillo del metal. 

Más allá de su eficacia narrativa, esta elección estética nos invita a una reflexión incómoda sobre el lujo en el diseño contemporáneo, siempre asociado a materiales nobles, fríos y monocolor. Desde los reservados de las discotecas, hasta los hall de los hoteles de cinco estrellas, la arquitectura del lujo parece regirse por un manual no escrito que repite, una y otra vez, las mismas soluciones. 

Y aquí surge la paradoja: si el lujo pretende ser sinónimo de exclusividad, ¿por qué todos los espacios parecen iguales? ¿Por qué seguimos diseñando interiores que, en lugar de sorprender, solo reafirman estereotipos gastados? La búsqueda de una experiencia única ha sido reemplazada por la obsesión por aparentar. Un lujo que ya no emociona, ni conmueve, ni provoca, solo demuestra.

En El juego del calamar, los VIPs buscan una forma de emocionarse a través del sufrimiento humano. Quizá deberían empezar por habitar espacios que realmente fueran capaces de conmoverles. Lugares que les recuerden que el verdadero lujo no es lo que brilla, sino lo que emociona. Que ataquen a sus sentidos de manera singular y no como una copia barata del salón de juegos de tu barrio.

Severance

Severance

“Su brutalismo es puro, casi clínico. Aquí hay más de Orwell que Le Corbusier

Hubo un tiempo en el que la oficina era un lugar con plantas de plástico, moqueta gris y café recalentado. Un lugar anodino, sí, pero al menos, un lugar reconocible. En Severance, la oficina es otra cosa. Un laberinto de pasillos idénticos, sin ventanas, sin contexto, sin salida. Es un paisaje mental… una distopía corporativa vestida de arquitectura.

El universo de Lumon Industries está hecho de líneas rectas, ángulos muertos y volúmenes que no explican nada. Es la arquitectura del aislamiento, del control y de la desconexión emocional. No hay ornamento, porque no hay lugar para la belleza. No hay luz natural, porque no hay tiempo que contar. Los espacios se repliegan sobre sí mismos y en el centro, una coreografía de cubículos blancos donde los empleados son apenas extensiones de sus terminales y teclados.

Más que un decorado, el edificio de Severance es un personaje que no habla, pero que observa. Que no se mueve, pero encierra. Su brutalismo es puro, casi clínico. Aquí hay más Orwell que Le Corbusier, y cada detalle, desde los pasillos eternos hasta la sala de descanso con iluminación aséptica, está diseñado no para albergar personas, sino para desactivarlas.

Hay algo perversamente brillante en esa representación. Porque mientras muchos edificios reales se esfuerzan por parecer “amables”, con sus fachadas vegetales y sus fotogénicas zonas comunes, en Severance se opta por lo contrario. Se nos recuerda que la arquitectura también puede ser una herramienta de alienación. Que un espacio puede ser tan opresivo como un jefe tóxico, pero más silencioso, y que la estética del control no necesita barrotes, solo moqueta beige y luces fluorescentes sin alma.

Lo irónico es que esta arquitectura de la despersonalización se ha vuelto icónica. Se estudia, se comparte y se celebra en revistas especializadas. Como si estuviéramos fascinados con nuestra propia cárcel. Como si el vacío emocional, cuando se viste de diseño, nos pareciera digno de admiración. Tal vez porque nos resulta familiar. Tal vez porque, en el fondo, todos hemos trabajado alguna vez en un lugar que se le parece demasiado.

Severance no solo propone una crítica a la cultura corporativa. Propone una crítica espacial. Nos recuerda que los lugares que habitamos moldean nuestra mente. Que un entorno puede deshumanizar tanto como una mala política de empresa. Cuando la arquitectura olvida al ser humano, no importa lo bien ejecutada que esté. Solo será un contenedor del olvido.

Olor a coche nuevo

Olor a coche nuevo

“La vista es rápida, pero el olfato es íntimo. No razona: emociona.

Dicen que la arquitectura nació alrededor del fuego. Antes que el muro, antes que el techo y antes que las paredes, fue la lumbre la que ordenó el espacio. A su alrededor se tejieron los primeros gestos domésticos que, con la premisa de protegerse del frío, empezaron a surgir todo tipo de acciones relacionadas. La más evidente de ellas es, sin duda, el acto de cocinar, quizás se deba que, después de intentar no morirse de frio, es la segunda necesidad básica de cualquiera de nosotros para subsistir. Así que, no es casual que, miles de años después, la cocina siga siendo el corazón de la casa. No solo por lo funcional, sino porque es el lugar donde se cocina la vida.

La cocina es memoria sensorial. Es el olor a cebolla pochándose, a pan caliente, a café de media tarde. Hay casas que huelen a infancia y otras que huelen a domingo. Y no hace falta un plano para reconocerlas. Basta una bocanada de aire. El olor, más que ningún otro sentido, es capaz de atravesar el tiempo. Nos lleva a lugares que ya no existen, a mesas que ya no están puestas, a voces que ya no oímos. Pero que en nuestra memoria resuenan apegadas como una lapa atrapada en una piedra.

Quizás por eso, hablar del olor en arquitectura es hablar de una nostalgia activa. De una forma de habitar más allá del diseño. Porque hay arquitecturas que se reconocen no por su imagen, sino por lo que huelen. El perfume de un portal antiguo con buzones metálicos. La mezcla inconfundible de serrín y humedad en un taller. El aroma punzante del cemento fresco en una obra, como promesa de algo nuevo. E incluso la rareza sintética del «olor a coche nuevo», que no es otra cosa que la emoción del estreno encapsulada en forma de química.

Los espacios, como las personas, también tienen su olor. Y ese olor nos marca. Nos hace sentirnos cómodos o incómodos, nos acoge o nos rechaza. La vista es rápida, pero el olfato es íntimo. No razona: emociona. Y tal vez por eso lo hemos dejado fuera del discurso arquitectónico, más preocupado por lo fotogénico que por lo sensitivo.

Habitamos con los ojos, sí, pero también con la nariz, con la piel, con la memoria. Los olores nos sitúan en el mundo, nos enraízan en los espacios y nos devuelven a nosotros mismos. Por eso, cuando los arqutuitectos proyectamos, deberíamos pensar también en los ambientes generados. Porque quizás, más allá de la forma, sea ese rastro invisible el que verdaderamente nos conecte con los escenarios de nuestra vida.

La ciudad que no necesita montaje

La ciudad que no necesita montaje

“Mientras otras ciudades se reinventan para gustar, Oporto permanece fiel a su alma.

Hay ciudades que se reinventan y pierden su alma en el proceso. Y hay otras, que logran transformarse sin traicionarse. Oporto no ha tenido que disfrazarse para gustar. No ha tenido que alisarse la piel, ni iluminar sus arrugas. Su belleza, como la de ciertas arquitecturas, reside precisamente en las huellas del tiempo, en la materia que no oculta su edad, en esa mezcla extraña de decadencia y dignidad que tan pocas ciudades saben llevar con elegancia.

Durante años, Oporto fue una ciudad discreta. A la sombra de Lisboa, se mantuvo ajena al ruido turístico y al frenesí inmobiliario. Pero llegó un momento en que fue descubierta —o redescubierta— y, como todo lo que de pronto se vuelve visible, corrió el riesgo de perder su autenticidad. Sin embargo, Oporto ha sabido transformar su tejido urbano sin destruirlo. Ha añadido capas sin borrar las anteriores. Ha crecido sin olvidar de dónde viene.

La Casa da Música, ese cubo irregular que firmó Rem Koolhaas y que irrumpió en la ciudad como un meteorito, es un buen ejemplo de ello. Su geometría fracturada podría haber resultado estridente en otro contexto, pero en Oporto encuentra su sitio como una anomalía coherente. Porque aquí la arquitectura nunca ha sido una cuestión de formas vacías, sino de presencia. Y la Casa da Música, con su brutalismo escenográfico y su interior casi barroco, no compite con la ciudad, la amplifica.

Y luego está Álvaro Siza. El arquitecto que entendió a Oporto no desde el espectáculo, sino desde el silencio. Sus obras no buscan protagonismo, sino pertenencia. El conjunto de viviendas en Bouça, o la escuela de Arquitectura, no se imponen: se integran, se infiltran, casi se disculpan por existir. Siza no dibuja edificios, dibuja pausas. Espacios donde la ciudad puede respirar.

Lo más notable de Oporto es que ha sabido mantener su escala humana en un tiempo donde todo tiende a la hipertrofia. Mientras otras ciudades se obsesionan con la verticalidad o con el “efecto wow”, Oporto sigue confiando en lo cotidiano: en sus callejones empinados, en sus fachadas desconchadas que miran al Duero, en su forma de resistirse al olvido sin caer en el folclore.

Claro que también hay cicatrices. Algunas rehabilitaciones son más fotogénicas que fieles. Algunos hoteles de lujo han sustituido a antiguas casas con alma. Pero incluso en esos casos, la ciudad parece tolerarlo con un cierto escepticismo irónico.

Oporto no necesita parecerse a nada. Ya es. Y eso en el mundo de hoy, es una rareza.

Los patios crean recuerdos

Los patios crean recuerdos

“No se trata solo de una escuela, es una ciudad en miniatura, un laberinto de patios y sombras donde cada rincón parece contar una historia.

“Creemos que esta Universidad haría un gran servicio si fuera capaz de presentar con novedad y atractivo, y en línea creadora y de progreso, valores auténticos de la arquitectura y urbanismo de la región, que ahora se ven como testimonio de un pasado muerto. Ayudar a ver con ojos nuevos lo que hay de permanente y vivo en la tradición de una gran cultura arquitectónica”.

Estas evocadoras palabras forman parte de la Memoria original del proyecto de la antigua Universidad Laboral de Almería (1973), hoy Instituto Portocarrero. Se trata de una de esas obras que se descubren con el tiempo. Proyectada por Cano Lasso, Campo Baeza, Martín Escanciano y Más-Guindal, esta construcción se ha convertido en un referente que sigue resonando con muchos de los retos actuales que afronta la arquitectura.

El edificio se define por su composición clara y ordenada, la luz y la sombra dibujan los espacios con una precisión casi matemática. Sus patios no son solo vacíos entre volúmenes, sino mecanismos de control climático y los escenarios de la vida cotidiana. Recorrerlos es una lección implícita de cómo el espacio se adapta al clima y a sus usuarios, permitiendo transiciones constantes entre interior y exterior, entre lo privado y lo colectivo.

En su diseño hay una búsqueda de lo esencial. Los patios, con su proporción precisa, generan un juego de luces y sombras que varía a lo largo del día, otorgando dinamismo a los espacios sin necesidad de artificios. El edificio nos muestra que la luz puede esculpir el espacio, que el vacío es tan importante como el lleno y que el orden puede ser libertad. También nos enseña a medir el tiempo en la inclinación de las sombras y a entender el ritmo del día a través de los cambios de color de los muros.

s allá de su valor arquitectónico, la Universidad Laboral es un espacio cargado de memoria. Aquellos afortunados que estudiaron entre sus blancas paredes se llevan a sus espaldas una mochila de recuerdos de esos que terminan siendo incluso escenarios de sueños nocturnos, aunque hayan pasado 20 años desde entonces. Las conversaciones bajo los pórticos y la sensación de amplitud que les brindaban aquellos corredores no se olvidan fácilmente. La arquitectura, en su mejor versión, es capaz de trascender su materialidad y convertirse en una experiencia. No se trata solo de una escuela, es una ciudad en miniatura, un laberinto de patios y sombras donde cada rincón parece contar una historia.

La (sin)sustancia

La (sin)suntancia

“La modernidad cuando envejece, tiene dos caminos. O bien se asume con dignidad, o bien se disfraza con retoques que buscan la complacencia fácil.

Hubo un tiempo en el que las Torres de Colón eran un manifiesto estructural. Una proeza técnica que, con su característico coronamiento, desafiaba la gravedad y la lógica constructiva convencional. Diseñadas por el ilustre don Antonio Lamela, estas torres invertidas se sostenían desde arriba. Una idea que, más que una solución arquitectónica, era una declaración de principios. Pero en la eterna lucha entre la arquitectura y la complacencia, la segunda suele llevar las de ganar. Y así hoy, las Torres de Colón han sido ampliadas, despojadas de su esencia y coronadas con una suerte de tiara corporativa que transforma la audacia en obviedad.

El nuevo remate, presentado como una reinterpretación contemporánea, en realidad no es más que una domesticación de lo que antaño fue un ícono de la ingeniería y de la arquitectura made in Spain. Lo que antes era un gesto radical y puro se ha convertido en un volumen anodino; en una suerte de sobrepeso decorativo que, en lugar de dialogar con la estructura original, la silencia. En lugar de reforzar la lógica de las torres, la contradice y las devuelve a un convencionalismo que las hace indistinguibles de cualquier otro edificio de oficinas.

Hay algo trágicamente irónico en el destino de las Torres de Colón. Nacieron como un desafío a la norma y como un ejercicio de audacia estructural que liberaba de soportes su basamento soterrado destinado a garajes, y han acabado con una ampliación que diluye su razón de ser. La arquitectura, cuando se hace con convicción, habla con claridad. Pero cuando se somete a la dictadura del mercado y de la imagen, balbucea formas sin sentido. El resultado: unas torres que antes levitaban con orgullo y que ahora parecen cargar con el peso de su propia renuncia.

Es un destino que han sufrido muchas otras obras del siglo XX. La modernidad, cuando envejece, tiene dos caminos. O bien se asume con dignidad, o bien se disfraza con retoques que intentan hacerla más “actual”. Y en este caso, el disfraz no solo despoja al edificio de su identidad, sino que lo convierte en un pastiche sin sustancia. ¿Se ganó algo con esta intervención? Quizás algunos metros cuadrados más de oficinas y una estética más digerible para el gran público. Pero lo que se perdió es irrecuperable: la coherencia, la osadía y la esencia misma de un edificio que ya no es lo que era. Y lo peor es que, cuando se maquilla la historia, se corre el riesgo de olvidar por qué un día fue lo que hoy ya no es.

El primer hábitat

El primer hábitat

“No quiero saber si fuera llueve, nieva o un meteorito amenaza con el fin de la humanidad

Al principio todo es tibio. Mi mundo es una cúpula perfecta donde la luz se filtra en destellos difusos, pero no me importa, tampoco necesito demasiada claridad. Todo lo termino haciendo por pura intuición. Estoy tan cómodo que no sé donde acaba mi cuerpo y donde empieza mi entorno. Mi piel se funde con todo lo que me rodea de tal manera que me siento parte de algo más grande. Todo lo que necesito llega a mí sin apenas esfuerzo: no tengo que bajar al Mercadona a por queso en lonchas, no me hace falta. Y, aun así, siempre termino disfrutando de los mejores nutrientes.

Vivo tumbado, agazapado y cómodamente acurrucado en la posición más confortable del mundo. No necesito grandes distracciones para pasar el día y estoy tan ensimismado que ni me entero si el móvil se queda sin batería. Es cierto que soy feliz con poco, pero es que tengo todo para ser feliz. Mi espacio vital se adapta a mi propio cuerpo como el agua adquiere la forma de un jarrón. Estoy tan cómodo que puedo dormir durante un par de horas, despertarme, estirarme un poco, comer algo sano y volver a dormirme. Esta penumbra a veces me hace perder la noción del tiempo, no sé si son las doce de la mañana o las siete de la tarde y, la verdad, ni me importa. No quiero saber si fuera llueve, nieva o un meteorito amenaza acabar con el fin de la humanidad. Este letargo me hace ignorante, pero feliz.

A pesar de sentirme como dueño y señor de mi propio entorno (aunque no haya pagado ni un duro de la hipoteca), no me importa no poder gozar de algunas de las ventajas de la arquitectura moderna, como la maravillosa ventilación cruzada o la infinidad de plataformas de entretenimiento de una Smart TV. Sin embargo, en ciertos momentos experimento algunas sensaciones que me advierten de que quizás no soy el amo de mi propio destino. Creo que tiene que haber algo superior a mí, que se escapa a mi entendimiento y que es propietario de mi suerte. Y no solo desde el punto de vista metafórico o espiritual, sino de una forma tangible, a veces llega a ser tan intrusivo que termina decidiendo si me tumbo de lado o boca arriba. No lo percibo como una forma de dominación, ni mucho menos. Todo lo contrario, confió en que se trate de una protección tan pura que nace de manera orgánica. Sin lugar a dudas, soy parte de algo mayor, algo que me protege y me cuida como una madre cuida a su bebé por encima de todas las cosas.

The Brutalist

The Brutalist

“En un mundo obsesionado con lo superficial, el brutalismo se yergue como una verdad desnuda

Hay arquitecturas que piden ser admiradas, otras exigen ser entendidas. Y luego está
el brutalismo, que se impone con la misma imperturbabilidad con la que un monolito
desafía la erosión del tiempo. Su hormigón desnudo, sus volúmenes rotundos y su
rechazo a lo ornamental no buscan la complacencia del espectador, sino la reverencia.
Y como todo aquello que desafía lo convencional, ha dado lugar a un culto. Un culto
que, entre la ironía y la devoción, ha encontrado su divinidad en el hormigón: el
movimiento ‘Satán es mi señor’.
Lo que comenzó como una broma en foros y redes sociales terminó por convertirse en
un emblema de resistencia estética. Sus seguidores, autodenominados adoradores del
brutalismo, proclaman la magnificencia de estructuras que para muchos no son más
que vestigios de una era hostil. Ven en los ministerios soviéticos, en las bibliotecas
monolíticas y en las torres de viviendas de posguerra la manifestación de una
arquitectura pura, incorruptible. Si la mayoría de la gente ve en estos edificios la
frialdad de un régimen o el peso de la burocracia, ellos ven templos de hormigón
donde la función y la forma no se doblegan ante la moda ni la complacencia.
La estética brutalista, tantas veces tildada de inhumana, es para este movimiento una
forma de honestidad radical. El hormigón no oculta su naturaleza, no necesita
decoraciones ni concesiones. En un mundo obsesionado con lo superficial, el
brutalismo se yergue como una verdad desnuda. Y si esa verdad incomoda, mejor. De
ahí la figura de Satán: no como una entidad maligna, sino como un símbolo de desafío
a los cánones establecidos, de ruptura con la arquitectura edulcorada y vacía de
significado.
Los apóstoles de este culto se agrupan en comunidades digitales donde comparten
imágenes de sus templos: el Barbican en Londres, el edificio Habitat 67 en Montreal o
el Santuario de Aranzantzazu en Oñate. No es una admiración ingenua, sino una
celebración cargada de ironía. 'Satán es mi señor' es tanto una reivindicación como un
juego, una parodia que se convierte en dogma cuando se dice con la suficiente
convicción. No veneran un diablo, sino la incomprensión que rodea al brutalismo y su
eterna lucha contra el mal gusto.
Porque cada año, en algún rincón del mundo, un edificio brutalista cae bajo la piqueta,
víctima de una sociedad que no ha sabido mirarlo más allá de su apariencia. Pero
donde otros ven ruina, el culto ve martirio. Gloria al maligno ¡SEMS!

White Lotus

White Lotus

“La historia demuestra que el refugio físico no garantiza la tranquilidad emocional

Tras meses y meses de arduo trabajo y rutina que nos machaca hasta los pensamientos creativos, las vacaciones de verano se vislumbran siempre en el horizonte como una oportunidad para desconectar y volver a conectar. Los hoteles de White Lotus, la aclamada serie de HBO que retrata la tensión latente bajo la apariencia de unas vacaciones idílicas, se muestran al mundo bajo una cortina de lujo, evasión y descanso absoluto. En teoría, el ser humano no debería necesitar más que un entorno paradisíaco, un servicio impecable y la ausencia de responsabilidades para alcanzar la calma. Sin embargo, la serie demuestra que ni el mejor diseño puede garantizar la paz y que el conflicto emerge incluso en los espacios diseñados para la desconexión.

Esta paradoja nos lleva a preguntarnos sobre la relación entre arquitectura y descanso. Los hoteles, desde los grandes resorts hasta los pequeños alojamientos de autor, intentan construir escenarios de confort absoluto. El diseño de estos espacios se articulan siempre ante premisas para hacer sentir bien a los visitantes: unas vistas perfectas, iluminación cuidadosamente calculada, materiales que evocan serenidad, recorridos que evitan cualquier tipo de estrés… Pero, ¿es suficiente? En White Lotus, la arquitectura no consigue contener los conflictos personales, sino que, en algunos casos, incluso los amplifica.

Este fenómeno no es exclusivo del ámbito hotelero. Cualquier tipo de arquitectura aspira, en última instancia, a proporcionar refugio. Desde las primeras cuevas habitadas hasta las viviendas contemporáneas, el objetivo fundamental de la arquitectura ha sido siempre el cobijo: proteger del clima, de los peligros externos y, en cierto modo, de la incertidumbre. Sin embargo, la historia demuestra que el refugio físico no garantiza la tranquilidad emocional. Las casas se convierten en campos de batalla familiares, los templos en espacios de confrontación ideológica y las ciudades en escenarios de lucha social.

La arquitectura del descanso es, por tanto, una promesa frágil. Podemos diseñar el spa perfecto, la mejor habitación insonorizada, una villa con vistas al mar, pero el descanso no es solo un asunto de paredes y techos. Es una cuestión de tiempo, de relaciones y de equilibrio interior. White Lotus nos recuerda que, por más que la arquitectura intente diseñar la paz, los conflictos humanos siempre encuentran la forma de colarse por debajo de la puerta.

El ojo de roma

El ojo de Roma

“Si Roma es la ciudad eterna, el Panteón es su latido inmutable. Santuario de luz y piedra destinado tanto a los dioses como a los hombres.

El Panteón de Agripa es más que un edificio. Es una epifanía de piedra, un desafío al tiempo que se alza en el corazón de Roma con la misma serenidad con la que ha observado pasar los siglos. Su cúpula, una de las mayores proezas de la antigüedad, no es solo un alarde técnico, sino una metáfora de lo eterno. Como un ojo abierto al infinito, el óculo en su cima deja entrar la luz con la misma solemnidad con la que un templo griego invitaba a sus dioses.

Si Roma es la ciudad eterna, el Panteón es su latido inmutable. No ha sucumbido a los estragos de la historia ni a la voracidad de la modernidad. Su portón de bronce sigue abriéndose con el mismo peso con el que lo hacía hace dos milenios, y sus columnas monolíticas de granito egipcio continúan sosteniendo no solo su frontón, sino la memoria de una civilización. Allí, donde antaño se rendía culto a los dioses paganos, ahora la arquitectura es la única deidad indiscutible.

Construido sobre las ruinas del templo original de Agripa y reconstruido bajo el mandato de Adriano, el Panteón representa la culminación de un ideal arquitectónico: la fusión perfecta entre forma y función, entre armonía y monumentalidad. No hay en su diseño una grieta de indecisión. Cada proporción, cada material, cada vacío y cada lleno parecen responder a un orden superior, como si la geometría tuviera un propósito místico.

Algunas teorías sugieren que, en su origen, el Panteón pudo haber formado parte de un complejo termal. Si bien su función religiosa es indiscutible, la posibilidad de que también sirviera como un espacio de reunión y contemplación dentro de un conjunto más amplio añade una nueva dimensión a su misterio. Tal vez, más que un templo al uso fue un santuario de luz y piedra destinado tanto a los dioses como a los hombres.

Sin embargo, lo que realmente conmueve del Panteón no es solo su perfección, sino su capacidad para dialogar con el presente. La lluvia que atraviesa su óculo cae sobre el mismo suelo que pisaron emperadores y peregrinos. El sol que baña su interior enciende los mismos tonos ocres que deslumbraron a los artistas del Renacimiento. Quien cruza su umbral no solo entra en un edificio, sino en una continuidad, en una respiración profunda que une lo que fue con lo que será.

En un mundo donde la arquitectura a menudo se pliega a la urgencia de lo efímero, el Panteón se alza como un recordatorio de que la verdadera grandeza no reside en lo nuevo, sino en lo atemporal.

El pueblo que atrapa

El pueblo que atrapa

“En este microcosmos forzado, la arquitectura no es un lujo, sino una herramienta de resistencia psicológica.

Imagínate viajar por carretera y, de repente, encontrarte atrapado en un pueblo del que no hay escapatoria. Un lugar donde cualquier intento de salir conduce siempre al mismo punto de partida y, cuando cae la noche, monstruos acechan entre los árboles. Esa es la premisa de From, una serie que convierte el concepto de hábitat en una cuestión de supervivencia.

Este pueblo parece estar anclado en el tiempo. Calles polvorientas, casas de madera, y una cafetería como punto neurálgico. Su estructura recuerda a los antiguos asentamientos de frontera, donde la comunidad debe funcionar como un organismo colectivo para sobrevivir. No hay grandes edificios, ni trazas de modernidad, solo una arquitectura funcional y austera, pensada para resistir y servir como refugio.

Cada espacio dentro del pueblo tiene un propósito que va más allá de su función aparente. La cafetería no es solo un lugar donde conseguir comida, sino un punto de encuentro donde la convivencia se refuerza y se negocian las normas sociales, las casas son refugios temporales que brindan seguridad cuando cae la noche y la iglesia es un espacio donde debatir.

La arquitectura del pueblo condiciona las emociones y las acciones de sus habitantes. Al estar rodeado por un bosque denso e inexplorado, la sensación de claustrofobia no proviene solo de los límites físicos del asentamiento, sino de la certeza de que más allá solo hay peligro. Este ambiguo límite, entre lo habitable y lo inhóspito, refuerza la idea de que el hogar no es solo un espacio, sino una construcción mental. En este microcosmos forzado, la arquitectura no es un lujo, sino una herramienta de resistencia psicológica, ya que la organización de la comunidad, las reglas impuestas para garantizar la supervivencia y la forma en la que cada espacio es utilizado son respuestas directas a la amenaza exterior. El pueblo no solo los retiene físicamente, sino que también moldea sus miedos, sus relaciones y su manera de entender el hogar.

From nos recuerda que la arquitectura, incluso en su forma más sencilla, tiene el poder de definir nuestra manera de vivir y de percibir el mundo. En este caso, un pueblo que parece sacado de otra época se convierte en el escenario de una lucha existencial, donde los espacios no solo albergan individuos, sino que también contienen miedos, estrategias de supervivencia y la esperanza de encontrar una salida que tal vez no exista.

Tramas torcidas

Tramas torcidas

“Dentro del orden aparente de cada planificación urbana, persiste la imperfección.

Desde las primeras civilizaciones hasta las metrópolis contemporáneas, el trazado de la ciudad ha sido una manifestación del pensamiento humano y un reflejo de nuestras aspiraciones y necesidades. La trama urbana es algo más que orden, calles y plazas; es la matriz que da forma a la vida cotidiana, al movimiento y a las relaciones humanas. Cada sociedad ha impreso su propia huella en el diseño de sus asentamientos, desde las rígidas cuadrículas de las colonias romanas hasta los laberintos irregulares de las medinas árabes.

Algunas de las tramas urbanas más icónicas han respondido tanto a ideales como a desafíos prácticos. En el siglo XIX, Ildefonso Cerdá concibió su famoso plan para Barcelona con un enfoque casi utópico. Su cuadrícula ortogonal, con manzanas achaflanadas y grandes avenidas, no solo facilitaba la movilidad y la ventilación, sino que también preveía una sociedad más igualitaria, donde el espacio público tenía un papel fundamental.

París, se reinventó bajo la visión de Haussmann. La ciudad medieval de calles estrechas y sinuosas, fue reemplazada por amplios bulevares, plazas majestuosas y una red de ejes que buscaban no solo embellecer la ciudad, sino también modernizarla y facilitar la circulación. Esta intervención supuso la demolición de barrios enteros, pero dio lugar a un París monumental, ordenado y visualmente armonioso.

Al otro lado del Atlántico, el urbanismo tomó un rumbo diferente. En Estados Unidos, el sistema de «acre y lot» organizó las ciudades sobre la base de parcelas individuales con patios y espacios abiertos, en contraste con la compacidad de las urbes europeas. Esta planificación, ligada a la expansión colonizadora, moldeó el carácter de ciudades como Chicago o Los Ángeles, donde la movilidad dependía del automóvil y la trama urbana se expandía sin los límites físicos de los antiguos centros históricos.

Sin embargo, dentro del orden aparente de cada planificación urbana, persiste la imperfección. Las ciudades, como organismos vivos evolucionan de manera impredecible, generando espacios caóticos dentro de la estructura pensada. Calles que se ensanchan o se estrechan sin razón aparente, plazas que nacen del encuentro espontáneo de caminos, barrios que se desarrollan de formas imprevistas. Esta irregularidad es lo que otorga carácter y humanidad a las ciudades, recordándonos que, más allá de la rígida geometría la arruga también puede ser bella.

Vivir en horizontal

Vivir en horizontal

“Estamos diseñados para vivir desde la verticalidad, con la cabeza alta, la mirada al frente y los pies en la tierra.

Han sido necesarios años y años de evolución para distanciarnos de los lagartos gigantes, levantar nuestras extremidades delanteras y erguirnos poco a poco hasta despegarnos casi por completo del suelo. Solo un par de pies son las únicas piezas de nuestro cuerpo encargadas de transmitir todas las cargas y esfuerzos desde nuestra estructura ósea al terreno. Estamos diseñados para vivir desde la verticalidad, con la cabeza alta, la mirada al frente y los pies en la tierra. Nuestra arquitectura corporal nos empuja inexorablemente a la bipedestación.

Sin embargo, pasamos casi un tercio de nuestra existencia tumbados, entregados al descanso necesario que nos permite seguir en pie día tras día sin morir de agotamiento. Pero no siempre esta horizontalidad es una elección placentera. En muchas ocasiones se vuelve una necesidad imperiosa por cuestiones de salud y, como tal, en un fuerte impedimento para el desarrollo normal de nuestras vidas. Las ciudades, los medios de transporte o nuestras propias viviendas no están diseñadas para la horizontalidad, por lo que tener que vivir acostado se vuelve un verdadero dolor de cabeza, o de espalda… 

Desde esta posición, el mundo se percibe de manera distinta, desde lo horizontal, el techo se vuelve el protagonista. La mirada no fija el horizonte, sino que se pierde a través del cielo. No se trata simplemente de una cuestión física, la obligación de permanecer en una postura que nos resta movilidad nos obliga a replantearnos muchas cuestiones personales y sociales. Quizás por eso las grandes ideas suelen surgir tumbados, cuando la mente se libera de la obligación de sostener conscientemente el cuerpo y permite que los pensamientos fluyan con más ligereza.

Es curioso pensar cómo la cama puede ser un refugio o una prisión, un espacio de confort o un territorio de limitaciones capaz de afectar antes a nuestra mente que a nuestro propio cuerpo. Frida Kahlo, por ejemplo, tras varias operaciones de espalda y meses postrada en su cama, decidió instalar un espejo en el techo de su dormitorio para poder pintarse a sí misma. Es fundamental seguir realizando todas aquellas acciones que nos mantienen activos y tener la mente despierta para no acabar desquiciados con nuestro entorno. Porque al final, la arquitectura no solo debe responder a la forma en que nos movemos, sino que también a la forma en que habitamos nuestro propio cuerpo.

Espejo del mar

Espejo del mar

“Un deseo innato por superar los límites, por habitar lo inhóspito y convertirlo en hogar.

Encaramado sobre un acantilado que parece desafiar la gravedad, un edificio se asoma al abismo. Con más de 50 años a sus espaldas, este valiente de 14 plantas escalonadas y de desarrollo invertido, se descuelga desde una posición privilegiada, abierto a la bahía de Almería con todo el arco diurno desde el orto hasta el ocaso a su merced.

Obra del arquitecto José María García-Valdecasas Salgado, este edificio formaba parte de un macroproyecto más ambicioso que contaba con un edificio casi gemelo a su derecha y otro trasero mucho más grande y de desarrollo lineal. Finalmente, no fue desarrollado el conjunto completo, quedando este Espejo del Mar en una posición de solitario privilegio singular.

Las viviendas que lo conforman son 68 apartamentos tipo dúplex de desarrollo invertido, pues se accede a ellos por su planta superior destinada a dormitorio y baño, contando con el estar comedor-cocina en su nivel inferior abierto a una gran terraza. Asomarse a un ventanal en uno de estos refugios es contemplar el horizonte en su forma más pura, donde el mar y el cielo se funden en una línea etérea.

Todos los apartamentos cuentan con una única fachada acristalada al mar, accediéndose por la trasera a través de pasillos-galería ventilados a través de celosías cerámicas al espacio escalonado que queda entre el edificio y el acantilado. La sensación al caminar por estos angostos e intrincados pasajes, distintos en cada nivel pues se adaptan a la irregular topografía, con la estructura metálica y los cimientos vistos anclados a la roca es ciertamente sobrecogedor.

Y a pesar de sus más de 50 años, de lo agresivo y hostil del entorno, y de las inevitables transformaciones que se le han ido haciendo a los apartamentos, no siempre acertadas, el estado de conservación del edificio es sorprendente. Resiste con estoicismo la erosión, los terremotos y la corrosión que el ambiente salino propicia, gracias al trabajo de mantenimiento que sus propietarios le brindan. Habitar este edificio supone enfrentarse a retos diarios que son también un acto de compromiso con el lugar.

Hay algo profundamente simbólico en esta construcción. Representa ese deseo innato tan humano por superar los límites, por habitar lo inhóspito y convertirlo en hogar. Al mismo tiempo, nos recuerdan nuestra fragilidad ante la fuerza de la naturaleza. Cada edificio suspendido en un acantilado es un acto de equilibro, no solo en términos de física, sino también en la relación que establecemos con el mundo que nos rodea.

Las pestañas del hogar

Las pestañas del hogar

“Pueden ser la capa perfecta para escondernos mientras espiamos al vecino por la ventana.

Los materiales de cualquier edificación, al igual que sucede con las palabras en una novela, son catalizadores de emociones. Los materiales nos transmiten a través de sus texturas, sus colores, su temperatura o incluso mediante el propio olor que desprenden. La sensación que ofrece un muro de hormigón en nuestro comedor es totalmente opuesta a lo que transmite una pared blanca de gotelé. Y una mesa de madera natural resulta tan cálida que invita a acariciarla como si fuera un pequeño cachorro de labrador, mientras que, por el contrario, una mesa de acero parece pedirnos a gritos que terminemos de comer y llevemos el plato rápidamente a la cocina.

En algunas ocasiones, la mera presencia del material, sin necesidad de tocarlo ni olerlo, ya nos provoca grandes emociones. Podríamos llamarlo prejuicios, aunque tal vez sea simplemente una asociación involuntaria derivada de experiencias pasadas. Los textiles, por ejemplo, suelen generar una percepción muy fuerte de intimidad. Una casa sin cortinas es como un americano sin canela. Tal vez porque nos recuerdan a cuando éramos bebés, arropados por nuestra madre con un arrullo mientras nos sostenía entre sus brazos. Solo con verlas, las cortinas ya nos sentimos como en casa.

Da igual que sean unas cortinas de nueve metros de altura en un edificio de gran escala como las de la Escuela de diseño de Sanaa en Zollverein, o unas cortinas con visillo en el salón de la casa de nuestros abuelos, todas ellas nos evocan cercanía e intimidad. 

No solo se trata de uno de los sistemas de protección solar más antiguos del mundo, ni tampoco de simples elementos decorativos que tienen que combinar a la perfección con el color del sofá. Las cortinas son paz, son un velo que convierte la luz en cómplice de nuestros actos diarios. Son las pestañas de la vivienda que nos permiten entreabrir la mirada al exterior pero que siempre están ahí, incluso recogidas. Nunca desaparecen. Siempre forman parte de la mirada.

Tienen la doble condición de protegernos y exponernos, según cómo las utilicemos. Pueden ser la capa perfecta para escondernos mientras espiamos al vecino por la ventana, pero también son lo primero que abrimos por la mañana, mostrándonos tal y como somos. Las cortinas ejemplifican de forma magistral esta conexión íntima entre lo material y lo emocional. Puede que se atasquen de vez en cuando, pero son tan indispensables como el mando de la tele.

(Fotografía: Laurian Guinitoiu)

Tic, tac, tic, tac

Tic, tac, tic, tac

“Cada reparación es un acto de resistencia, una declaración de amor a un espacio que, a pesar de todo, sigue siendo vivible.

En las ciudades, el paso del tiempo no se mide solo en años, sino en las marcas que este deja en ellas. Los edificios envejecen como lo hacen sus habitantes, con una dignidad propia que transforma cada grieta y cada desconchón en un testimonio de lo vivido. Las fachadas que alguna vez brillaron con colores vivos ahora muestran un cromatismo tenue y desgastado, mientras los patios interiores silenciosos, conservan ecos de voces lejanas de niños jugando y de discretas confidencias .

Los barrios cambian, aunque de manera imperceptible para quienes los recorren a diario. Lo que antes era una ortopedia hoy es un abovedado gastrobar de moda, y las esquinas donde se reunían los vecinos ahora alojan a nuevas generaciones con otros ritmos mirando al suelo sin verlo. Sin embargo, hay algo que permanece: una esencia que se filtra entre ladrillos y aceras, recordando que cada transformación suma capas a la historia colectiva.

El paso del tiempo otorga una pátina de autenticidad cuyo derecho las nuevas construcciones tendrán que ganarse… y no todas lo conseguirán. Perdurar y envejecer no está al alcance de todos. Es en la madera desgastada de una puerta centenaria o en el suelo de baldosas que cruje bajo nuestros pies, donde encontramos una belleza silenciosa que no necesita artificios. Y es en esta huella donde surgen los retos: la necesidad de rehabilitar sin borrar el alma de los lugares, de equilibrar la modernidad con el respeto por el pasado.

Hay algo profundamente humano en la arquitectura que envejece. Nos invita a reflexionar sobre nuestra propia fugacidad y a reconocer que, así como las casas albergan nuestras vidas, también ellas tienen una vida propia. Una vida que se moldea con las manos que las cuidan y con los desafíos que enfrentan: filtraciones, fisuras, el incesante desgaste del viento y la lluvia. Cada reparación es un acto de resistencia, una declaración de amor a un espacio que a pesar de todo, sigue siendo vivible.

En este ciclo de transformación constante, la ciudad entera se convierte en un organismo vivo. Sus barrios respiran al compás de quienes los habitan, y sus edificios, aunque a veces olvidados, sostienen la memoria de generaciones. No se trata solo de preservar lo antiguo por nostalgia, sino de reconocer que en cada piedra hay un pedazo de quienes la colocaron y en cada calle un reflejo de quienes la caminaron. La ciudad, con sus cicatrices y su encanto imperfecto, nos recuerda que el tiempo no solo erosiona, también construye.

Reflejo en el baño rosa

Reflejo en el baño rosa

“La realidad escupida a la cara, sin tapujos, sin trampa ni cartón

Después de una visita completa al Museo del Realismo Español Contemporáneo (MuReC) de Almería, tras más de dos horas de pie y un inevitable dolor de riñones propios de la edad, me encontré de frente con la exposición temporal de Eduardo Millán. El cansancio desapareció al instante. Nada más entrar en la amplia sala rectangular se podían vislumbrar unos enormes cuadros que parecían representar, a escala real, un apartamento algo viejo y desordenado. Como si de un flechazo de Cupido se tratase, sentí una conexión directa con estas pinturas que no había llegado a percibir con el resto de obras del museo. Los cuadros no solo eran realistas, eran reales. Con solo mirarlos de reojo desde el umbral de la entrada ya se podía percibir la crudeza de lo representado, lo cual hacía conectar de manera instantánea con mi ser más puro, racional e irracional al mismo tiempo. 

Al principio, intuí cierta relación con la magnífica obra del pintor y acuarelista Joaquín Ureña, quizás por la temática o por el tamaño y la escala de los cuadros. Ambos artistas representan su realidad más inmediata, plasmando en un gran lienzo su propio entorno, su vivienda y su taller. Consiguen reflejar de manera majestuosa cómo es su día a día y, por lo tanto, logran que el receptor empatice directamente con el autor. Sin embargo, los cuadros de Eduardo Millán, donde aparece un retrato de sí mismo poseen un aura un tanto melancólica. Ver asomado a través de un pequeño espejo la cara del pintor mirando con semblante serio directamente al espectador, hace que se te erice el vello.

Los puntos de vista y las perspectivas son realmente singulares y anodinas. Podemos ver el exterior del estudio a través de un gran ventanal mediante un encuadre de ojo de pez un tanto forzado, o un bodegón de frutas encima de la mesa con un espejo en segundo plano donde vemos al artista reflejado. Sin embargo, ningún cuadro me impactó más que la obra “Reflejo en el baño rosa”, una representación de lo que parece una pared de un viejo cuarto de baño, compuesta por pequeños azulejos cerámicos satinados, donde se puede llegar a intuir el reflejo, un tanto difuminado, de una silueta humana. Seguramente se trate del autor, de pie en su propio baño. Una situación tan coloquial como mundana pero que, al verla pintada con tanta maestría, consigue transmitir un gran impacto emocional. La realidad escupida a la cara, sin tapujos, sin trampa ni cartón.

La piedra líquida

La piedra líquida

“Lo llamaban opus caementicium, y era esa piedra líquida de la que hablaban los sabios en sus sueños.

¡Ay, si los egipcios hubieran conocido el poder de las cenizas! Si tan solo, en lugar de tallar y arrastrar gigantescas piedras de un lado a otro, hubieran podido ver cómo el polvo, la tierra y el agua se transforman en roca gracias al poder del fuego para dar forma a un material tan sólido como eterno. Si hubieran entendido que, como los romanos siglos después, podían hacer de la piedra un líquido capaz de adaptarse a cualquier molde, el mundo habría sido otro.

En la antigüedad, la piedra era el corazón de la arquitectura. Aunque las pirámides de Egipto siguen siendo un hito de la humanidad y de su fuerza bruta, fueron los romanos quienes realmente transformaron la construcción con el hormigón. Lo llamaban opus caementicium, y era esa piedra líquida de la que hablaban los sabios en sus sueños. Con él, construyeron puentes y edificios que, como el Panteón de Roma, siguen resistiendo el paso de los siglos.

Lo fascinante de la invención romana fue que no solo hicieron de la roca un material flexible, sino que lo mezclaron con un deseo casi místico de crear lo inquebrantable. La mezcla de cal, agua y puzolana, una ceniza volcánica, les permitió levantar estructuras tan complejas como bellas, que no solo eran funcionales, sino que desbordaban de simbolismo.

En el apogeo del imperio romano, la presencia del hormigón era omnipresente. Desde las columnas que se elevaban como árboles en un bosque urbano, hasta los imponentes puentes que cruzaban ríos, uniendo territorios y culturas. Si los romanos pudieron hacer esto con una receta tan simple, uno no puede evitar pensar qué habrían logrado si hubieran tenido las herramientas y los conocimientos de hoy.

Y aquí estamos, siglos después, con una piedra líquida más moderna que nunca. El hormigón sigue dando forma a nuestras ciudades, pero también a nuestras contradicciones. Aunque hemos aprendido a perfeccionarlo, su producción a gran escala es muy dañina para el medio ambiente. Nos enfrentamos al mismo dilema que los romanos, solo que hoy sus daños ya no se notan con el paso de los siglos, sino con la rapidez de los ciclos ecológicos.

Al final, el poder de la roca nunca estuvo en su dureza, sino en su capacidad para transformarse. Quizás, si miramos bien, estamos más cerca de los romanos de lo que creemos. Solo necesitamos recordar que, cuando el agua y el polvo se encuentran, lo efímero se convierte en eterno.

La Virgen Roja

La Virgen Roja

“Los niños dibujan despreocupados, de manera genuina y sin prejuicios.

Siempre me ha parecido fascinante la facilidad que tienen la mayoría de los niños para producir un sinfín de dibujos de manera desenfadada. Pueden crear tantos como folios encuentren en casa o como paredes blancas tengan a su alcance. Desde la fiel representación de su familia, esbozando unos pequeños monigotes que componen su unidad familiar y por supuesto, la clásica casita con el humo saliendo por la chimenea, hasta abstracciones coloridas de garabatos combinados con circunferencias no muy regulares, queda claro que la espontaneidad es una parte inalienable de su forma de actuar. No solo en cualquier acción creativa como bailar o dibujar, sino en prácticamente cualquier faceta de su vida.

Esas pequeñas mentes todavía no han podido ser condicionadas por la vorágine de dogmas que luego gobernarán sus vidas. Así que, la infancia se convierte en una de las pocas etapas en las que, a pesar del riguroso control parental — tan necesario para que el niño no meta los dedos en el enchufe—, somos más libres como individuos. Los niños dibujan despreocupados, de manera genuina y sin prejuicios, lo que les termina conduciendo a elaborar de un dibujo tras otro y, normalmente, sin llegar a sentir mucho apego por sus creaciones. Tan rápido como terminan su última y favorita obra de arte, son capaces de regalársela al primero que pase, hacerla una bola de papel y tirarla a la papelera o intentar pincharla con una chincheta en la pared. Son igual de libres para crear algo como para destruirlo. Y esto los hace verdaderamente aventurados y valientes. 

La espontaneidad y el desapego a nuestras creaciones es fundamental para poder llegar a producir obras sin obsesionarnos con el resultado y, por lo tanto, apreciando más el proceso, que sin duda se trata de la verdadera clave del aprendizaje. Es necesario errar y corregir, romper y reparar para seguir formando nuestras mentes a través de la experiencia. Aunque parezca evidente, es importante recordar que solo experimentando conseguiremos crecer y mejorar cualquier producción artística. 

Picasso lo entendió mejor que nadie. A lo largo de su carrera tuvo que dibujar y pintar una ingente cantidad de obras para comprender la dificultad que supone saber pintar como un niño: transmitir más emociones con menos trazos, con la soltura propia de alguien libre que solo intenta crear aquello que le marca su intuición.

Fast and Furious

Fast and Furious

“Hay una infinita cantidad de información al alcance. Tanta que ya no somos capaces ni de distinguir cuál es la que queremos.

Vivimos tiempos convulsos y efervescentes. Y no lo digo en el sentido más negativo de la manida expresión. Tal vez estemos en uno de esos raros periodos de la historia de la humanidad que destacan por ser, en términos globales, especialmente pacíficos. Aunque nos pueda parecer a veces lo contrario sobre estimulados por las imágenes de las guerras de Ucrania o Palestina, lo cierto es que nunca tanta gente ha vivido tan bien en el mundo. Ya nos resultan tan lejanas y ajenas las grandes guerras en las que los muertos se contaban por decenas de millones, que apenas somos capaces de distinguir emociones entre una escena del desembarco de Normandía o la de una batalla entre Orcos y Elfos en la gran pantalla. 

Cuando me refiero a convulso, lo hago en el sentido de dinámico, o agitado en grado extremo, y cuando digo efervescente, lo hago en relación a lo efímero, inmediato y rápido. Estoy leyendo ahora un libro, el cual recomiendo por su lectura asequible y entretenida, que me hace reflexionar sobre esto. Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. En el fondo, es uno de tantos libros de divulgación, que se aproxima a la historia de la ciencia, y que pasa por los grandes hitos de la astronomía, la geología, la física o la biología, lleno de anécdotas y curiosidades de los protagonistas que marcaron un hito en sus respectivas disciplinas y que por ende, cimentaron el avance de los que les siguieron.

En todas estas historias, encuentro un factor común. Por muy productivas que llegasen a ser estas privilegiadas mentes, pasaban años madurando y reflexionando sus ideas. Su conocimiento original e imaginativo requirió de un estudio previo concienzudo y pausado de disciplinas y técnicas ancestrales no siempre fácilmente asequible. Bien fuese para apoyarse en ello, bien para ponerlo en cuestión, el tiempo ocupaba su lugar en el emocionante proceso creativo.

Hoy en cambio, todo es inmediatez y vorágine. Hay una infinita cantidad de información al alcance. Tanta que ya no somos capaces ni de distinguir cual es la que queremos en cada momento. Sentimos la necesidad de satisfacer nuestra curiosidad en segundos, y cuando esto no sucede, perdemos rápido el interés con la frustrante sensación de estar perdiendo el tiempo. Si por algo pasará a la historia nuestra generación, será por la hiperbólica capacidad de hacer scroll con el dedo en la pantalla del teléfono.

Unir la cocina con el salón

Unir la cocina con el salón

“¡He tenido una gran idea! Ya que tenemos una casa muy pequeña, unamos la cocina con el salón.

¡He tenido una gran idea! Ahora que tenemos una casa lo suficientemente grande, separemos la zona para cocinar del resto de la casa. Así podremos ganar algo de independencia y los humos y olores de los alimentos no se mezclarán con las demás estancias del hogar.” Parece una idea genial, de hecho, fue una de las panaceas del diseño residencial a principios del siglo XIX, junto con otras preocupaciones relacionadas con la salubridad y la mejora en la calidad de vida de la población en las grandes ciudades. Poco a poco, esta idea de desvincular el fuego del centro de los hogares fue ganando notoriedad, especialmente con la invención e implementación de multitud de herramientas, cachivaches y electrodomésticos propios de la cocina, que han ido reivindicando su lugar en casa y llenando encimeras, cajones y muebles altos, extendiéndose como una auténtica enredadera por cualquier espacio de almacenaje que quedara libre.

Pero, curiosamente, hoy en día hemos llegado al punto contrario: “¡He tenido una gran idea! Ya que tenemos una casa muy pequeña, unamos la cocina con el salón. De esta forma, podremos disfrutar de un espacio más diáfano que se adapte a nuestra forma de vida y, así, esta caja de cerillas a la que llamamos hogar, podrá gozar de algo más de luz natural.”

Lo que antes era un lujo, ahora se ha convertido en un estorbo. Lo que antes era sinónimo de modernidad, ahora es sinónimo de vivir en la casa de tus abuelos. 

Da la impresión de que solo existen dos magníficas ideas super innovadoras a la hora de afrontar la reforma de cualquier vivienda: tirar el tabique que separa la cocina del salón y cambiar la bañera por un plato de ducha. A decir verdad, prácticamente todo nuestro parque inmobiliario de obra nueva ya recoge estas demandas del mercado y aprovecha la coyuntura para seguir produciendo viviendas cada vez más pequeñas, pero… ¡ojo! donde podrás cocinar lentejas mientras tu hijo juega a la consola tirado en el sofá. 

Es cierto que nuestras viviendas deben resolver eficientemente nuestras necesidades, pero la gran mayoría de ellas se crean y se destruyen tan rápido como sale al mercado una nueva invención como la Airfryer o la televisión con inteligencia artificial. Me pregunto si dentro de 70 años todas las reformas que se lleven a cabo en nuestras actuales construcciones volverán a levantar ese tabique que parece subir y bajar en función de las supuestas necesidades propias de la vida moderna.

La gran evasión

La gran evasión

“Las ciudades subterráneas despiertan una fascinación especial. Nos recuerdan que, bajo la superficie de nuestras modernas urbes, yacen historias ocultas»

Las ciudades subterráneas son un viaje al corazón de la tierra, donde la arquitectura se entrelaza con el instinto de supervivencia y la necesidad de adaptarse a lo imposible. Estos espacios ocultos bajo nuestros pies no son solo cavidades en el suelo, son verdaderos laberintos que cuentan historias de resistencia, ingenio y misterios por desvelar.

En la Anatolia turca, la ciudad subterránea de Derinkuyu emerge como un prodigio de la ingeniería antigua. Excavada en roca volcánica hace miles de años, esta ciudad fue un refugio para miles de personas. Sus niveles descendentes, conectados por angostos pasillos, albergaban viviendas, almacenes, establos, pozos de agua e incluso iglesias. Su diseño no solo protegía contra las invasiones, sino que también garantizaba la autosuficiencia durante largos periodos. En su penumbra, uno puede imaginar el bullicio de una vida que transcurría oculta al calor de las antorchas iluminando muros y galerías.

En contraste, pero con un espíritu similar de protección, los refugios subterráneos de la Guerra Civil en Almería nos remiten a un pasado más reciente. Estas galerías, excavadas a toda prisa bajo la dirección del arquitecto Langle, eran un escudo contra el terror que caía desde el cielo. Allí, en la oscuridad, se mezclaban el miedo y la esperanza. Las paredes, toscas y marcadas por el esfuerzo de manos apresuradas, eran testigos de historias de supervivencia: madres que acunaban a sus hijos, vecinos que compartían el espacio estrecho, silencios rotos solo por el retumbar de las explosiones en la superficie.

Ambos ejemplos nos hablan de la capacidad del ser humano para adaptarse. Derinkuyu, con su complejidad y sofisticación, muestra una planificación que trasciende generaciones, mientras que los refugios almerienses nos enfrentan a la urgencia de construir bajo la amenaza inmediata. En ambos casos, la arquitectura se convierte en un éxodo hacia el interior de la tierra, una vuelta a las entrañas del planeta como último recurso.

Hoy, las ciudades subterráneas despiertan una fascinación especial. Nos recuerdan que, bajo la superficie de nuestras modernas urbes, yacen historias ocultas capaces de cambiar nuestra percepción del tiempo y del espacio. Monumentos de la memoria, espacios donde la historia respira en el eco de sus pasadizos. Estos monumentos ocultos nos invitan a reflexionar sobre la naturaleza humana: siempre buscando luz, incluso en las profundidades más recónditas de la tierra.

Paredes de gotelé

Paredes de gotelé

“Solo consiguen distinguirse de la del vecino en las pulgadas de la televisión.

Aunque ciertamente parezca que cada vez hay menos oferta de vivienda debido a la desproporcionada demanda habitacional que la sociedad reclama, lo que sí es cierto es que existe una gran diversidad de hogares que colman nuestro mercado inmobiliario. Lo portales de venta de nuestro país están inundados de viviendas de todo tipo, pero en gran medida, esto solo se debe a la heterogeneidad en la fecha de construcción de los inmuebles. Como el caso de los antiguos pisos de cuatro dormitorios, con grandes salones, salitas de estar y una pequeña habitación de servicio dentro de la cocina que compiten con la predominante tipología de viviendas de tres dormitorios, dos cuartos de baño y salón-comedor-cocina diáfano.

Es cierto que cada generación parece tener sus propias preferencias desde el punto de vista programático, funcional o estético. Se antoja natural y lógico que las familias evolucionen en paralelo con las nuevas formas de vida, pero sin embargo, en muy contadas ocasiones, estas transformaciones terminan influyendo realmente en los diseños de nuestros hogares. Existen una gran cantidad de intereses subyacentes de todo tipo que son los que, en realidad, terminan definiendo cómo son nuestras casas, incluso estableciendo cuestiones tan invasivas para nuestro día a día cómo por ejemplo, donde se coloca la vitrocerámica en nuestra cocina o si nuestro cuarto de baño tiene bidé o plato de ducha.

El sector de la construcción, como sucede en otros tantos sectores productivos, es víctima de incontables factores que acaban definiendo hacia donde deriva el mercado. Desde los intereses económicos a la hora del desarrollo del suelo, el aprovechamiento máximo de una parcela, hasta la normativa municipal que establece la relación entre las estancias, nuestras casas terminan siendo un producto uniforme que solo consiguen distinguirse de la del vecino en las pulgadas de la televisión. Así que, uno de los pocos factores que terminan marcando una diferencia sustancial es el año en el que fueron levantados.

Da la sensación de que la arquitectura residencial, sobre todo la colectiva, funciona por tongadas, y que ahora simplemente estamos viviendo el momento de las cocinas abiertas y las carpinterías de PVC en color gris antracita. Queda ya muy lejos aquella época de las paredes con gotelé y los suelos de terrazo. ¿Me pregunto qué será lo siguiente?

El patito feo

El patito feo

“Manzanas de edificios que, aunque diseñados sin grandes pretensiones, crean continuidad.

En el vasto panorama urbano, es fácil dejarse llevar por la grandilocuencia de los iconos arquitectónicos. Monumentos, rascacielos de autor y edificios estrella que buscan ser retratados en miles de selfies y postales. Sin embargo, en ese constante juego de luces y sombras que define nuestras ciudades, hay una arquitectura que se mueve en silencio, casi invisible. No llena portadas de revistas ni protagoniza premios internacionales, pero sin ella, las ciudades serían un mero escaparate vacío. Es la arquitectura modesta y anónima, la que no presume, pero construye ciudad.

Esta arquitectura pasa desapercibida precisamente porque no busca destacar. Es la vivienda de toda la vida en la esquina de tu calle, la fachada descascarillada que resiste al tiempo, el portal que tantas veces cruzaste sin prestar atención. No lleva firmas famosas ni necesita justificaciones teóricas de alto calibre. Su mayor mérito es su capacidad de formar parte de un todo mayor, de aportar sin reclamar protagonismo.

Pensemos en esas manzanas de edificios que, aunque diseñados sin grandes pretensiones, crean continuidad. En sus ritmos de ventanas, balcones y tejados se entreteje la trama urbana, un lenguaje común que da identidad a los barrios. Frente a la obsesión contemporánea por el espectáculo, estas obras anónimas nos recuerdan que el verdadero lujo es la coherencia, la armonía cotidiana. Porque no todo debe ser un Guggenheim; a veces, lo que necesitamos es una buena plaza donde sentarnos al sol.

Lo paradójico es que, pese a su modestia, esta arquitectura soporta el peso del tiempo mejor que muchos de esos flamantes hitos que envejecen mal. Hay algo profundamente honesto en su sencillez, una lógica funcional que huye del artificio. Cuando los materiales son nobles, las proporciones acertadas y los detalles bien pensados, el resultado es una belleza silenciosa que se mantiene viva, al margen de modas pasajeras o revoluciones tecnológicas.

En un mundo donde la arquitectura tiende a dividirse entre lo espectacular y lo precario, la modesta se alza como un recordatorio de lo que realmente importa. No se trata de impresionar, sino de acoger. De ser el telón de fondo de nuestras vidas, de permitir que la ciudad sea un lugar habitable antes que un escaparate. Porque al final, lo que hace ciudad no es el edificio que todos señalan, sino aquellos que, sin darnos cuenta, habitamos todos los días.

El suelo mojado

El suelo mojado

“El suelo se convierte en un espejo gris que robota la luz y refleja el ritmo de los arcos de las fachadas

La Plaza de San Marcos de Venecia se sitúa en una posición muy concreta al sur de la ciudad y dando la bienvenida a diario a toda la gente que entra y sale con los famosos Vaporretos del Gran Canal, durante todo el año. Sin embargo, cuando se accede a ella a pie a través de las angostas calles que conforman el barrio de San Marcos, se presenta como una gran apertura, a modo de grieta, que ensancha el espacio urbano de forma espectacular. La plaza parece estar cerrada por dos largas fachadas de los edificios de las Procuradurías, que se extienden aparentemente en paralelo hasta la coronación de la plaza con la Basílica de San Marcos y la Torre del Reloj, dejando el descubrimiento del precioso Palacio Ducal para el final del recorrido, al tiempo que se revela de la gran apertura espacial a la inmersa y horizontal presencia del agua.

Y justo este elemento, el agua, que parece estar presente solo en los perímetros de las islas que conforman la ciudad, en realidad atraviesa, a modo de venas y arterías, la gran mayoría de callejones que quedan repletos de puentes de piedra comunicando todo este laberinto urbano tan singular. Venecia es una isla artificial construida a base de compactar una serie de grandes troncos de madera hincados en una gran laguna al norte de Italia, aparentemente protegida de las grandes mareas por su posición geográfica. Sin embargo, las inundaciones han sido más que recurrentes a lo largo de los siglos, tanto que la ciudad lleva años desarrollando un sistema de diques móviles, llamado proyecto Moisés, para protegerla de la ya famosa Aqcua Alta.

Estas inundaciones afectan casi siempre, en primer lugar, a la expuesta Plaza de San Marcos, bañando todo su pavimento y cubriéndolo con una lámina de agua que transforma el espacio en algo más dramático, si cabe. El suelo se convierte en un espejo gris que rebota la luz y refleja el ritmo de los arcos de las fachadas circundantes. El agua democratiza el espacio, unificándolo y eliminando cualquier distorsión visual que pueda haber. La humedad es abrumadora y omnipresente; el olor a piedra mojada y ver cómo se funde la arquitectura con la naturaleza es un espectáculo que nos deja absortos. El agua, al igual que el fuego, tiene un componente hipnotizador que ataca a lo más profundo de nuestro cerebro y nos impide apartar la mirada. Por eso, cuando la plaza está inundada, los ojos se nos van al suelo y no al cielo.

Todos al desván

Todos al desván

“Viejas cajas de cartón, cofres cerrados con candados oxidados y muebles cubiertos con sábanas blancas.

Los sótanos y desvanes abandonados son cápsulas del tiempo, envueltas en polvo y misterio. No son simplemente espacios olvidados; testigos mudos de épocas pasadas, de vidas que se deslizan entre las sombras. Bastan unos pasos en la penumbra para que ese olor a humedad y madera vieja nos envuelva, transportándonos a recuerdos difusos, que emergen como espectros en el silencio. Ahí, en cada rincón oscuro, habitan memorias atrapadas, fragmentos de historias que aún esperan ser contadas.

En esos lugares, la curiosidad siempre se mezcla con un ligero temor. Las escaleras, empinadas y crujientes, llevan a sitios donde la luz parece temer entrar. Allí, se amontonan viejas cajas de cartón, cofres cerrados con candados oxidados, y muebles cubiertos con sábanas blancas, como fantasmas de tiempos mejores. Cada objeto, por insignificante que parezca, encierra secretos: cartas amarillentas, fotografías de desconocidos y herramientas olvidadas que ahora son piezas de un rompecabezas sin solución.

Son espacios que alguna vez tuvieron un propósito; en el sótano se almacenaban las provisiones, en el desván se guardaban las reliquias familiares. Pero, con el tiempo, se transformaron en lugares de sombra y olvido relegados a la soledad. Y sin embargo, hay una especie de ritual al recorrerlos. Abrir un arcón olvidado, descubrir un juguete roto, hojear un cuaderno de anotaciones. En esos momentos, uno se convierte en explorador de una arqueología doméstica, desenterrando fragmentos de vidas anteriores, cual reliquias de un pasado que se resiste a desaparecer.

Observar el contenido de un desván abandonado es también asomarse a una historia familiar detenida. Allí, las huellas de quienes lo ocuparon permanecen: las marcas en el suelo de antiguos baúles que alguna vez guardaron sueños, viejos periódicos que sirvieron de envoltorio, ropa olvidada… vestigios de épocas de modas lejanas. El silencio en estos lugares es distinto, profundo y denso, solo perturbado por el ocasional crujido de la madera o el viento que se cuela por una ventana rota.

Y al final, uno se da cuenta de que estos lugares abandonados guardan no solo objetos, sino también los secretos, miedos y esperanzas que fueron dejando sus habitantes. Son monumentos humildes, casi invisibles, de la memoria, lugares donde el tiempo se ha detenido, y que, como nuestros recuerdos más lejanos, van desmoronándose poco a poco, hasta que un día, tal vez, se conviertan en polvo.

El cuentacuentos

El cuentacuentos

“Una fotografía puede transformar un simple bar en una reinterpretación de una capilla

Una de las principales razones por las que siempre terminamos viendo, en las carteleras de los cines o en cualquier plataforma digital, una gran cantidad de conceptos refritos, remakes o simplemente nuevas versiones del mismo cuento, es, además del afán de las productoras por crear productos que vendan incluso antes de estrenarse, la gran facilidad que tienen algunos artistas para reinterpretar historias y contarlas de tal manera que logre emocionar al espectador una y otra vez, aunque ya conozca el final.

Muchos guionistas o directores de cine buscan inspiración para su próxima película en novelas, cómics o incluso otras cintas, no solo como referencia para crear algo nuevo, sino para repetir la historia contándola desde su propia perspectiva. Eso sí, se vuelve fundamental saber leer adecuadamente el cuento para poder entenderlo, interiorizarlo y poder explicarlo de nuevo. Cualquier historia, desde “Los tres cerditos” hasta “Blancanieves” puede ser una aventura épica o un gran drama. Así que, el cuentacuentos puede llegar a ser casi tan importante como el propio cuento. Saber narrar es imprescindible para conseguir transmitir emociones y, por supuesto, siempre se trata de eso: de hacer sentir algo al espectador.

La visión del narrador puede transformar drásticamente cualquier obra artística. Los fotógrafos, por ejemplo, son expertos en plasmar una visión propia de la realidad y en contar, a través de instantáneas muy precisas, una infinidad de interpretaciones de una misma verdad. Una fotografía puede transformar un simple bar en la reinterpretación de una capilla y un parking de caravanas en una auténtica feria del color. Todo depende de los ojos de quien lo mire y de la habilidad para transmitir su arte utilizando las herramientas que tenga a su disposición, como podrían ser: la escala, el color, la composición, el tiempo, el espacio o incluso la mismísima luz.

Por lo tanto, a priori parece que construir buena arquitectura puede ser tan importante como saber contarla. Sin embargo, no todo se puede expresar con palabras o imágenes. La sensación que produce estar debajo del óculo del Panteón de Roma no puede revelarse a través de ningún grabado; solo se consigue viajando a la capital italiana, haciendo la esperada cola de turistas y entrando en esa enorme masa hueca de hormigón para mirar al cielo con tus propios ojos.

El Celia

El Celia

“Ha superado Repúblicas, guerras, dictaduras, transiciones y hasta la llegada de la fibra óptica, oculto tras dos inmensos ficus que protegen su fachada Sur.

Ayer me tocó visitar uno de esos edificios con solera, poso y peso. Peso no solo en el sentido figurado, pues se trata de un edificio masivo, de gruesos muros y esbeltos huecos como rendijas que perforan sus fachadas siguiendo un ritmo regular y repetitivo, solo alterado por su pórtico de acceso con capiteles dóricos.

Es un edificio clásico en su composición, de estilo neo-academicista de orden gigante, con un solemne basamento de sillares almohadillados y cuatro niveles horizontales, contando con su semisótano y coronado por una cornisa de pilastras y balaustres.

El edificio alinea sus cuatro fachadas con la forma trapezoidal de su solar, resolviéndose mediante naves de una crujía y galería corredor en torno a un patio central y una escalera monumental coronada por una linterna.

Ya en el interior, altos techos, carpinterías verdes, sobrias paredes descarnadas y solerías de baldosa hidráulica y tarimas por las que han pasado durante décadas miles de almas crean un ambiente ciertamente sobrecogedor. Esconde además una pequeña joya, pues su salón de actos reversible conserva sus vidrieras originales, en una de las pocas concesiones al ornato en todo el edificio.

Empezó siendo la Escuela Superior de Artes Industriales, gestada en la década de los años 20 a partir de unos estudios iniciales de Trinidad Cuartara, y terminada en los primeros años 30 del siglo pasado. Pasó a ser Instituto Mixto de Enseñanza Secundaria en los años 50.

Y así ha llegado hasta nuestros días. Ha superado repúblicas, guerras, dictaduras, transiciones y hasta la llegada de la fibra óptica. Y ahí se mantiene, con orgullo y fuerza, erguido y oculto tras dos inmensos ficus que protegen su fachada sur.

¡Qué gran diferencia con las construcciones actuales, orgullosas de sus muros cortina y audaces voladizos! Hemos pasado de muros masivos de un solo material, que además servían de soporte estructural, a ligeras pieles que, como una cebolla, aglutinan un sinfín de capas que condensan las propiedades de 70 cm de materia en apenas 25 cm, desligadas de una estructura de finos soportes y forjados.

Hoy, el Instituto Celia Viñas, con sus aseos renovados, pizarras digitales y moderno ascensor, sigue siendo el mismo venerable edificio que quedó varado en la margen oeste de la Rambla hace casi 100 años, habiendo mantenido casi inalterada su esencia. Mientras, a su alrededor, la ciudad lo ha ido envolviendo y arropando, haciéndolo pasar casi inadvertido con su elegante y silenciosa sobriedad.

Dos pastillas

Dos pastillas

“La dualidad suele conformar y aglutinar un espectro de ideas y situaciones realmente amplias.

Dos pastillas de Ibuprofeno 400 tienen una mayor carga farmacológica que una pastilla de 600; sin embargo, se pueden conseguir fácilmente sin receta en cualquier farmacia. Dos pastillas siempre son mejor que una. Más es más. Morfeo no podría haber ejemplificado mejor esta dualidad sin ofrecer una pastilla azul o una roja a Neo para brindarle la posibilidad de salir de Matrix. 

Cualquier distribución de vivienda en L goza de dos pastillas claramente identificables. Una puede servir para acoger las zonas públicas y la otra las privadas. Una puede estar arriba y la otra abajo. O una puede abrirse al este y la otra al oeste.

La dualidad suele conformar y aglutinar un espectro de ideas y situaciones realmente amplias: la casa grande, la casa pequeña; la habitación oscura, el salón luminoso; la vivienda de lujo, la vivienda social. Prácticamente cualquier cosa que se nos ocurra puede llegar a tener su propio antagonista que la complemente. Hasta el propio cielo tuvo que ser testigo de la creación del infierno. El ángel caído convertido en demonio.

El cambio chocante y brusco de una posición a su contraria tiende a generar un fuerte impacto, y casi siempre se termina utilizando como herramienta para potenciar una idea, una experiencia o incluso una emoción. Oscar Niemeyer proyectó la entrada a su famosa Catedral de Brasilia a través de un angosto y oscuro túnel subterráneo para darle más notoriedad, si cabe, al impresionante espacio de casi 40 metros de altura rodeado por todos lados de espectaculares vidrieras de colores. Si dicho espacio es cautivador, gracias a la dualidad espacial de su entrada, consigue ser realmente emocional.

Pero, aunque parezca tentador, evidentemente no todo tiene que ser blanco o negro, en muchas ocasiones en el centro está la virtud. No es necesario ser un deportista de élite para contrarrestar tu escasa fuerza de voluntad a la hora de levantarte del sofá para hacer algo de ejercicio. Pero es cierto que no hay nada que consiga producir un gran despertar en nuestro interior como los extremos. La provocación nos hace sentirnos vivos, y no hay nada más importante en este mundo que nuestra propia vida, así que, claramente, lo mejor siempre es coger la pastilla azul y no salir de Matrix, para así seguir disfrutando de los placeres que nos ofrece esta simulación en la que vivimos.

El telón de fondo

El telón de fondo

“Lo efímero en el desierto no se siente como una pérdida, sino como un recordatorio constante de la transitoriedad de todo.

Siempre que atravieso el desierto de Tabernas por la autovía, no puedo evitar fijarme en los poblados de las películas. Los veo casi con los mismos ojos que cuando era niño. Algunos aún se mantienen en pie reconvertidos en miniparques temáticos. Otros han sucumbido al abandono, la dejadez, el expolio, o simplemente al paso del tiempo tras haber cumplido su cometido. Para los forasteros que los descubren al llegar, estos escenarios pueden parecer exóticos y pintorescos, pero para un almeriense, esta fusión arizónico-tejana forma parte de su identidad.

Hay algo casi poético en la forma en que estos decorados, creados para durar lo que dura una toma, logran capturar la esencia de una época o un lugar. En un momento, puedes pasear por un pueblo del oeste, con fachadas cuidadosamente diseñadas que esconden su naturaleza vacía y temporal. Desde la distancia, parecen auténticas, pero basta un golpe de viento —de ese que no nos falta en Almería— para recordar que todo es una ilusión, una obra destinada a desaparecer.

Esta arquitectura no busca la longevidad ni el aplauso del público. Su valor reside en lo que representa: la capacidad del ser humano para crear mundos de la nada para construir realidades imaginarias que cobran vida durante unos días, antes de ser desmontadas y almacenadas hasta la próxima aventura cinematográfica.

Lo efímero en el desierto no se siente como una pérdida, sino como un recordatorio constante de la transitoriedad de todo. Al fin y al cabo, estas tierras áridas y polvorientas han sido testigo de innumerables civilizaciones a lo largo de la historia. Que ahora sirvan como telón de fondo para relatos ficticios es solo una continuación natural de su destino.

Y sin embargo, hay algo más que pura escenografía en estos decorados. Cuando uno pasea por ellos, es fácil perderse en la ilusión. La mano del ser humano se ve en cada detalle, en cada ventana falsa, en cada puerta que no lleva a ninguna parte. Estos decorados son, en esencia, la máxima expresión de la arquitectura teatral, donde lo importante no es la estructura en sí, sino la historia que ayudan a contar.

Almería, con su paisaje duro y deslumbrante, es el lugar perfecto para esta conjunción entre lo real y lo imaginario. Aquí, en el silencio del desierto, la arquitectura de cartón piedra no solo es una herramienta sino un arte en sí mismo, una obra maestra efímera que nos recuerda que, a veces, lo más memorable no necesita perdurar para siempre.

Presentando lo presentado

Presentando lo presentado

“Ese cosquilleo en los momentos previos, antes de desvelar el pastel que solo tú sabías que se había horneado.

De la misma manera que en otras muchas profesiones creativas, en cualquier estudio de arquitectura se realizan innumerables presentaciones de proyectos a clientes mostrando por primera vez las ideas en las que se ha trabajado con ilusión. Algunas presentación resultan muy pragmáticas, otras más emocionales y emotivas, y algunas de ellas pueden llegar a ser incluso desagradables. Al igual que cada cliente, cada proyecto es único y singular, por lo que merece ser presentado según su contexto y necesidades.

Presentar un proyecto por primera vez te hace sentir vivo. Es una sensación parecida a la emoción que todos sentimos justo antes de contar una noticia importante a un ser querido: ese cosquilleo en los momentos previos, antes de desvelar el pastel que solo tú sabías que se había horneado. Se trata de un momento realmente especial y, en cierto modo, parecido a la primera vez que revelas un secreto. Te sientes tenso y aliviado al mismo tiempo, pero cauto y expectante a la hora de contemplar la reacción del otro.

Vas a comunicar una idea que solo tú y tu equipo conocéis. Un trabajo en el que llevas mucho tiempo trabajando y, por lo tanto, tienes que ordenarlo en tu mente para poder generar un discurso fácilmente entendible para cualquiera que no viva debajo de tu cerebelo. En mi caso, intento dibujar una serie de diagramas explicativos a base de colores y formas geométricas simples que, en muchas ocasiones, no terminan explicando muy bien el proyecto y suelen recibir una réplica del estilo: “¿pero el vestidor tiene cajones?” Y ahí es cuando me doy cuenta de que realmente nadie ha entendido lo que pretendía contar. Pero bueno, al menos esos esquemas me han servido para entenderme a mí mismo, que no es poco. 

Sin embargo, ahora nos enfrentamos a algo diametralmente diferente pero con el mismo nombre: la presentación del libro que acabamos de publicar. No tenemos que contar nuestras ideas a nadie; de hecho, ya están plasmadas en el propio libro. Quizás eso es lo que nos perturba porque ¿cómo presentar algo que ya está disponible para cualquiera? No hay ningún secreto que revelar, las cartas ya están sobre la mesa. Si fuera la presentación de una película sería todo mucho más sencillo, te sientas en tu butaca del cine y le das al play, pero, como todos comprenderán, no vamos a empezar a leer el libro en voz alta como dos cacatúas. Quizás lo que tendremos que hacer es proyectar diagramas de colores de cómo fuimos tecleando cada texto…

La casa del caserío

La casa del caserío

“Las casas de pueblo son monumentos de una memoria compartida, donde el pasado y el presente se entrelazan

Desde niños, las casas de pueblo se convierten en escenarios vivos de nuestra memoria, ancladas en un tiempo que parece detenerse. Son más que simples construcciones. Refugios de historias y emociones, donde cada rincón guarda secretos. Basta con cruzar el umbral de una maciza puerta de madera para que su olor a viejo y a comida casera nos envuelva, transportándonos a esos interminables veranos. El eco de risas infantiles resuena entre paredes gruesas.

En estos espacios, nuestro deseo de explorar se desataba. Jardines traseros de barro y plantas trepadoras. Escaleras crujientes siempre polvorientas, pasajes secretos hacia un mundo paralelo. Desvanes oscuros llenos de herramientas oxidadas y misteriosos baúles que se transformaban en cuevas de tesoros escondidos.

Al poco de observar a quienes habitan estas casas, encontramos una coreografía social que va más allá de las palabras. Allí vivían los abuelos, guardianes de la tradición, que sentados en sillas bajas, repiten los mismos cuentos una y otra vez mientras tejen o cascan nueces con manos gastadas pero precisas, para quienes la cocina de leña o gas no es un lugar cualquiera, sino un templo. Sus manos, con la experiencia del tiempo, amasan y remueven con ese don inimitable de quien ha aprendido a cocinar con el corazón y no libros. Y luego los niños, nosotros, los que corríamos descalzos entre habitaciones frescas en verano, con la fascinación infinita por esos techos altos y esas ventanas que miran hacia un campo inmutable. Y por supuesto, los animales, siempre presentes: el perro que dormita a la sombra de un pino o las gallinas que picotean despreocupadas ajenas al frenesí de los juegos infantiles.

Cada elemento en estas casas está en su sitio, ya que ha sido colocado ahí por generaciones de manos cuidadosas. Las mesas largas donde se sientan familias enteras a compartir el pan; las chimeneas o estufas que nunca dejan de ser un centro de reunión; repisas cargadas de recuerdos que condensan toda una vida.

Y cómo olvidar el sonido de las campanas lejanas al atardecer, anunciando el final del día, cuando, cansados de aventuras, volvíamos a casa para descansar bajo techos que como grandes testigos mudos, habían visto a tantas generaciones antes que nosotros. Las casas de pueblo son monumentos de una memoria compartida, donde el pasado y el presente se entrelazan, como si fueran eternas, aunque sabemos que con el tiempo, al igual que nuestros recuerdos, irán desmoronándose lentamente.

El espacio infantil

El espacio infantil

“Desde el bar de tapas que suele ir con sus padres hasta la parte trasera del coche de camino al pueblo.

Prácticamente desde que nacemos y nuestros sentidos empiezan a detectar información de nuestro entorno, nos convertimos en una especie de contenedores de datos que, aunque no gocemos de una pequeña pantalla LED que indique los índices de ruido exterior, la temperatura o niveles de iluminación, toda esa información es procesada por nuestro cerebro y, de una manera u otra, terminan conformando nuestra experiencia espacial. 

Desde bebés reaccionamos a ciertos estímulos, pero de una manera realmente vaga: apenas conseguimos seguir con la mirada a esa cucharilla de papilla cuando nuestra madre nos hace “el avión” para que comamos. Sin embargo, en la infancia, nuestras experiencias se multiplican exponencialmente. Ya no solo reaccionamos instintivamente al hambre llorando como un descosido, sino que empezamos a tener reacciones conscientes a los estímulos exteriores. En esta etapa comienzan los primeros momentos de entendimiento del mundo, y el espacio que nos rodea se vuelve fundamental en la formación de una importante porción de nuestra personalidad.

Indudablemente, existen una infinidad de factores que determinan nuestra forma de ser, desde los componentes sociales, económicos, culturales o incluso políticos e históricos, pero el espacio, es decir, la arquitectura y urbanismo de nuestro entorno, aporta, en cierta medida, un importante granito de arena a la hora de conformarnos como personas y sobre todo, en la forma en que nos relacionamos con el mundo que nos rodea. Es curioso pensar cómo es posible que las experiencias sociales o espaciales que vivimos cuando éramos tan pequeños, que ni siquiera podemos recordarlas, puedan afectar en gran manera a nuestra forma de ser o de pensar. 

Es evidente que la arquitectura educativa de nuestros colegios e institutos, el diseño de nuestros parques, zonas de juego o el propio descampado que convertíamos en estadio de fútbol al colocar dos chanclas como portería, tienen una gran importancia en el desarrollo psicomotriz del niño, pero también en su forma de entender la realidad. No obstante, creo que no deberíamos quedarnos solo ahí, la arquitectura infantil no son los espacios diseñados exclusivamente para los niños, la arquitectura infantil abarca todo espacio en el que habita un niño, desde el bar de tapas que suele ir con sus padres hasta la parte trasera del coche en el camino al pueblo.

El destructor de planetas

El destructor de planetas

“Una geometría y arquitectura de una elegancia aterradora.

¿Por qué una esfera? En un universo donde las formas irregulares dominan el paisaje cósmico, donde lo caótico parece la norma, el Imperio Galáctico decidió encapsular su máximo poder destructivo en una forma perfecta: una esfera. La respuesta más inmediata podría ser la eficiencia y la funcionalidad, pero hay mucho más detrás de este icónico diseño.

En los orígenes de la arquitectura militar, las fortificaciones estaban lejos de ser esféricas. Los castillos medievales, con sus torres y murallas angulosas, respondían a una lógica de defensa basada en líneas rectas y ángulos estratégicos. Sin embargo, a medida que la tecnología avanzaba y las amenazas se sofisticaban, la necesidad de una defensa integral llevó a la evolución de las formas arquitectónicas.

La Estrella de la Muerte, con su superficie lisa y curvada, rompe con la tradición de la guerra angular y presenta un paradigma completamente diferente. La esfera maximiza el espacio interior, permitiendo albergar una cantidad inmensa de tropas, naves y armamento. También ofrece una ventaja defensiva única: no importa desde qué ángulo se observe, su perfil es siempre el mismo, minimizando puntos débiles y dispersando ataques.

Nuestra naturaleza humana, inclinada a buscar patrones y regularidades, podría sentirse desconcertada por la idea de habitar o trabajar dentro de una estructura esférica. Después de todo, nuestras experiencias cotidianas están dominadas por lo plano: nuestras casas y ciudades están definidas por líneas y ángulos rectos, donde la estabilidad es fácil de concebir y medir. Pero, en el vasto y frío espacio, esas reglas cambian.

El diseño esférico de la Estrella de la Muerte puede resultar alienante, incluso claustrofóbico, pero también encierra una promesa de poder absoluto. Es una forma que no deja cabos sueltos, que domina el espacio sin necesidad de apoyarse en otras estructuras. El interior, aunque compuesto por innumerables salas y pasillos que responden a un diseño más tradicional y plano, está contenido dentro de esta imponente carcasa que desafía cualquier intento de simplificación.

Al final, aunque la Estrella de la Muerte simboliza el poder destructivo definitivo, también refleja una comprensión profunda y aterradora de la geometría y la arquitectura. Es un recordatorio de que, incluso en el caos del universo, la simplicidad de una forma puede ser la base de lo más complejo y, en este caso, de lo más mortal.

El Trampantojo

El Trampantojo

“Hicieron aparecer bóvedas donde solo había un techo plano o una ventana abierta en un muro opaco

Desde hace ya varios siglos, multitud de artistas, sobre todo pintores, han buscado siempre la manera de expresarse utilizando juegos visuales que ayuden y potencien las ideas o conceptos que buscan transmitir con sus obras. La incorporación de la perspectiva fue uno de los grandes avances a la hora de poder representar en un plano de dos dimensiones espacios tridimensionales, aunque la perspectiva sea una técnica más que extendida e interiorizada por todos nosotros, fue uno de los primeros trampantojos de la historia. Bien sea utilizando cualquiera de sus variantes, desde la visual perspectiva cónica hasta la precisa axonométrica, cualquier dibujo con cierta perspectiva consigue, de manera muy natural, engañar al ojo. No deja de ser una simple ilusión para hacerte pensar que dentro de un folio A4 puede entrar cualquier cosa que imaginemos, desde un edificio hasta una batidora.

Pues bien, como no podía ser de otra manera, sólo algunos genios consiguieron llevar estos trucos un paso más allá. Botticelli, Bellini o incluso el mismísimo Miguel Ángel explotaron el arte desde Italia en la época del Renacimiento jugando con los elementos visuales como nunca antes se había explorado. Hicieron aparecer bóvedas donde solo había un techo plano o una ventana abierta en un muro opaco, es decir, empezaron a transformar la realidad visual como auténticos ilusionistas.

El engaño empezó a formar parte del arte, pero no desde un plano desleal, sino como una forma de investigación acerca de las posibilidades que ofrece la pintura para jugar con la mente del espectador. Para intentar hacer más con menos y ahorrar recursos técnicos y económicos. 

Los trampantojos siguieron evolucionando y extendiéndose a diferentes ramas del arte como la escultura, la arquitectura, la fotografía o incluso el cine. Cada una de ellas explorando las posibilidades de su medio, pero todas ellas con el mismo fin: transmitir emociones a través del engaño. Dicen que el arte solo es puro si es sincero, honrado y veraz, pero en realidad, en este mundillo no hay verdades absolutas, así que, si una mentira consigue hacer feliz a tu corazón, ¿quienes son los críticos de arte para valorar tus emociones?

Los trampantojos han conseguido embaucar por igual a reyes y ciudadanos, a pesar de que hoy en día se han quedado como una simple anécdota, apenas reconocidos por los salmorejos esferificados y con forma de tomate raf.

El Color de la Feria

El Color de la Feria

“Los colores no son simplemente un código organizativo; son un medio para conectar emocionalmente a los feriantes con su entorno

En Almería, a finales de agosto y con 200 grados a la sombra, un año más la Feria se convierte en el hito principal del verano. Sin embargo, esta vez, nuestro recinto ferial inaugura un nuevo proyecto: la reordenación de la zona sur y su adaptación para parking de caravanas para los propios feriantes. Un espacio pensado para ser una extensión de la propia feria, diseñado con cierto cariño y donde la identidad y la pertenencia se manifiestan a través del color.

La idea del proyecto es tanto práctica como simbólica: crear un espacio que no solo satisfaga las necesidades logísticas, sino que también refleje el espíritu festivo de la feria. Los colores, tan presentes en las casetas y en las atracciones, han sido el hilo conductor para dar al aparcamiento una identidad visual propia. Un enfoque cromático que transforma lo que podría haber sido un simple espacio de esparcimiento en un lugar lleno de vida, donde cada rincón es un reflejo de la diversidad que tanto caracteriza a la feria.

El sentido de pertenencia es crucial en este proyecto. Era esencial que este nuevo espacio no se sintiera como un anexo impersonal, sino como una prolongación natural de la feria. Los colores no son simplemente un código organizativo; son un medio para conectar emocionalmente a los feriantes con su entorno.

Este aparcamiento se convierte, durante un par de semanas, en una pequeña ciudad dentro de la ciudad. Una miniciudad donde los feriantes (con sus familiares, y compañeros) viven, trabajan y se organizan en su propio microcosmos. En cierto modo, este espacio se asemeja a una especie de ciudad lineal, donde la vida se desarrolla de forma continua a lo largo de un vial central. Una franja colorida y organizada da acceso a hogares temporales, como un puerto habitado en tierra. Un lugar de descanso y convivencia, pero también de trabajo y esfuerzo.

Durante estos días, el aparcamiento deja de ser simplemente un lugar de tránsito y se convierte en un barrio en toda regla y lleno de vida. Un recordatorio de que, incluso en su vida itinerante, los feriantes encuentran formas de crear comunidad, de establecer raíces aunque sea de manera temporal. Cada año, este aparcamiento se irá transformando en una versión compacta y dinámica de lo que es la propia feria: un espacio de encuentro, de identidad y de pertenencia, donde el color no solo decora, sino que une y define a quienes lo habitan.

Cocoon

Cocoon

“Después de haberse vaciado mucho más de lo que le correspondía, son aparcados en un lugar en el que no estorbar.

En nuestra cultura, el concepto de residencia de ancianos está tiznado de una pátina de negatividad casi vergonzante. Asociamos estos lugares con una fase de la existencia de total y absoluta dependencia. Un lugar para el olvido al que muchos se ven abocados antes de llegar a la estación terminal de un largo recorrido por las distintas estaciones de la vida.

Hay otras culturas, en las que la relación con la madurez, incluso con el propio concepto de la muerte es muy distinto. Los orientales sin ir más lejos veneran a sus generaciones más longevas. A diferencia de nuestro concepto occidental, donde los ancianos a menudo enfrentan el aislamiento, en Oriente son considerados pilares de la familia y la sociedad. La sabiduría que acumulan con los años les hace ocupar los puestos más elevados de la jerarquía social.

Puede que, en los últimos tiempos de vorágine y constante cambio de los modos de vida, hayamos relegado a nuestros mayores a un lugar que no les corresponde, pues una vez que han completado su ciclo productivo, y después de haberse vaciado mucho más de lo que les correspondía, estos son aparcados en un lugar relajado en el que no estorbarán más de lo debido, eso sí, en unas condiciones higiénico-sanitarias mínimamente garantizadas. Faltaría más.

Cierto es que en nuestra cultura no están muy interiorizadas las enseñanzas de Confucio, que tienen como pilar central de su filosofía la piedad filial, que exige de los jóvenes el cuidado y el respeto a sus mayores. Y eso es algo que difícilmente se podrá imponer de manera forzada, más si cabe en una sociedad cada vez más envejecida, y en la que, sin más remedio, los ancianos habrán de procurarse sus cuidados.

Me gusta mucho el concepto anglosajón de residencia geriátrica que se muestra muy bien en la entrañable película de 1985 Cocoon. Un grupo de abueletes pasan su edad dorada en una magnífica urbanización con servicios adaptados para personas mayores en el estado de Florida. Allí vivirán una experiencia vital que les hará rejuvenecer circunstancialmente de forma sobrenatural gracias al contacto con seres de otro mundo en una piscina. La película es interesante pues reflexiona sobre el sentido de la vida, el tránsito vital o la muerte.

Tal vez, este modelo de urbanización adaptada, pueda ser una digna solución a una sociedad cada vez más despegada y hedonista, en la que ser mayor será lo normal.

Arquitectura en tapas

Arquitectura en tapas

“¿Qué mejor manera de romper la cuarta pared? Hoy me siento como Deadpool cuando habla directamente al espectador

“Si existe algo en este mundo que una a Batman, la casa de tus abuelos y el dibujo a mano alzada, eso es sin duda la Arquitectura. Disciplina, técnica y arte por excelencia que consigue trascender a lo largo del tiempo y el espacio, tan necesaria como inevitable y tan bella como compleja. Presente en todo lo que nos rodea y a la vez, ausente en la conciencia de casi todos nosotros.”

Con estas palabras da comienzo la sinopsis del libro “La Cuarta Pared. Arquitectura en Tapas”. Un proyecto editorial de la mano de Ediciones Asimétricas que reúne una selección de algunos de los artículos publicados cada jueves en este periódico y que sale a la venta este mismo mes. Así que, ¡esta semana estamos de enhorabuena! Y por lo tanto, como si de un meta-artículo se tratase, hoy me veo obligado a escribir sobre nosotros mismos. ¿Qué mejor manera de romper la cuarta pared? Hoy me siento como Deadpool cuando habla directamente al espectador comentando las disparatadas jugadas de su propia película. 

Este espacio que nos ofreció el Diario de Almería, de la mano de su director Antonio Lao, nos ha servido para vomitar pensamientos e inquietudes, enfados y alegrías, reflexionar sobre películas que nos motivan o incluso para redescubrirnos a nosotros mismos. Ha servido para que empiece a escribir como Javier Peña y para que él empiece a escribir como yo. Pero lo más importante de todo, bajo mi punto de vista, es nuestro afán por aproximar la arquitectura a la sociedad. Aunque haya sido de una manera muy tangencial, el simple hecho de que alguno de los artículos de estos años haya despertado el interés de al menos uno de nuestros lectores por este mundo es, sin duda, una victoria en toda regla.

Personalmente, comencé este proyecto como una inquietud personal, con la intención de dejar por escrito algunos pensamientos que rondaban mi cabeza. Pero, poco a poco, y con mi mente ya vacía de pensamientos, la única motivación para seguir sentándome cada semana frente a la hoja en blanco era el feedback de los lectores. En un mundo gobernado por la creación de contenido con el único objetivo de entretener y pasar el rato del almuerzo viendo un vídeo que te permita no pensar en nada, parecía un poco suicida plantear un proyecto de difusión sesudo y por escrito. Sin embargo, el tiempo y la constancia han demostrado que hay lugar para todo. Muchas gracias al Diario de Almería y a Ediciones Asimétricas por hacer posible que la Cuarta Pared llegue a la azotea de muchos curiosos.

El escenario de la vida

El escenario de la vida

“Desde el meteorito que acabó con los dinosaurios hasta los amores y desamores que vive una pareja

A finales de este año se estrenará una nueva película titulada Here” (Aquí) del director Robert Zemeckis, autor, entre otras muchas, de Regreso al Futuro o Forrest Gump, cinta con la que repite elenco de protagonistas principales con Tom Hanks y Robin Wright. En este caso, la película realmente se trata de la adaptación de una novela gráfica donde toda la acción se desarrolla en un escenario fijo, una vivienda. En ella, podemos ver cómo van sucediendo distintos acontecimientos a lo largo del tiempo y cómo la casa es la testigo silenciosa de todas ellas. La película en cuestión refleja esta intención a la perfección mediante una cámara fija a lo largo de toda la cinta enfocando un salón de una vivienda típica americana a modo de plano totalmente estático, muy parecido a la famosa serie de televisión Cámare Café que tanto nos hizo reír viendo como sus personajes vivían todo tipo de situaciones rocambolescas enfrente de la máquina de café del trabajo. 

Se trata de una idea genial para contar prácticamente cualquier tipo de historia, ya que este concepto consigue conectar rápidamente con el espectador que no tiene más remedio que empatizar con los personajes porque todos vivimos en un escenario que observa nuestra vida. A priori, parece que las viñetas y el cómic son el medio de comunicación más natural para ello, pero da la impresión, viendo simplemente el primer trailer, que esta película transmitirá a de manera magistral y con gran sensibilidad la idea del escenario como protagonista tan explotada en un sinfín de sitcom, desde Friends hasta Aquí no hay quién viva.

Desde el meteorito que acabó con los dinosaurios hasta los amores y desamores que vive una pareja a lo largo de su vida, la cámara se encuentra totalmente parada y observándolo todo, incluso el momento exacto en el que se construyó la vivienda en la que quedó encerrada para siempre. 

Y es en ese preciso instante cuando comienzan realmente los hechos interesantes porque, no es otra más que la arquitectura la encargada de dar comienzo a las historias, aunque luego se limite a ser simplemente el escenario donde se desarrollan. En realidad, la arquitectura es la responsable de dar el pistoletazo de salida a la infinidad de situaciones que tienen lugar en la vida de cualquier persona. Sin la casa, no habría discusión ni reconciliación. No habría tristeza ni felicidad, descanso o fatiga. La casa es el hábitat, generador y observador.

Cinema Paradiso

Cinema Paradiso

“Sillas de playa colocadas con esmero frente a esa mágica pared, a la luz de una farolas a las que dan ganas de silenciar a golpe de gatillo y mira telescópica.

Solo una pared. Rugosa y algo irregular, pero es perfecta. No necesitamos nada más. Todos los veranos me cuesta montar el tinglado. Alargadera, una mesa de jardín, una escalera de aluminio medio oxidada calzada con dos cascotes de ladrillo, sobre un césped irregular al que le vendría bien un buen segado, unos altavoces con subwoofer de un ordenador viejo y un proyector del año de María Castaña, que necesita dos convertidores para poder conectarse a un portátil por la salida de mini HDMI.

Sillas de playa colocadas con esmero trazando un geométrico arco de dos, y hasta tres hileras frente a esa mágica pared, que todos los años se convierte en un lienzo privilegiado a la luz de unas farolas a las que dan ganas de silenciar a golpe de gatillo y mira telescópica.

Es agotador, pero compensa con creces el esfuerzo. 3 o 4 días antes calentando a la chavalería, provocando intensos debates sobre qué ver este año. Que si una de terror y de mucho miedo de verdad, como siempre pide mi sobrina que no levanta 3 palmos del suelo, que si la última de Toy Story que solo la hemos visto 50 veces, o Resacón en las Vegas ¡que ya somos mayores!

Un auténtico dèjá vu del que uno no se cansa, a pesar de que me cuesta quedarme a recoger de madrugada el tinglado tras una agotadora sesión de palomitas de microondas y gominolas que vuelan por los aires.

Ver a toda una pandilla de pequeños (y no tan pequeños, ¿verdad abuela?) cinéfilos disfrutar de un momento como sacado de otros tiempos, mientras desde “el control técnico”, asistido por mis fieles vecinos se da cuenta de unas cervezas que saben a gloria no tiene precio. Mastercard podría hacer un anuncio con esto.

Y es que el verano acaba siendo eso. Una sucesión de pequeñas rutinas especiales. Rutinas repetitivas, pues se acaban poniendo las mismas películas una y otra vez, qué más da, y especiales porqué son momentos únicos.

Las terrazas de verano están a la baja por desgracia. En Almería al menos nos quedan las de Aguadulce, en las que ves una película mientras oyes cuatro. Y es una lástima en mi opinión. Aunque afortunadamente, algunas experiencias recientes, como el cine de verano de Wowhaus Architecture Bureau en un parque de Moscú, parecen resistirse a claudicar a estos tiempos modernos de gafas de realidad aumentada envolvente. Aún hay algo de esperanza. 

Un estilo para gobernarlos a todos

Un estilo para gobernarlos a todos

“Desde las cafeteras hasta los tostadores y pasando por nuestros smartphone…

Hace ya algo más de un siglo nacía, lo que hoy en día tenemos interiorizado como algo normal y ordinario, la producción en serie de todo tipo de productos cotidianos. Desde las cafeteras hasta los tostadores y pasando por nuestros smartphones o el ratón del ordenador, todo aparato o cachivache que nos rodea es preso de una geometría determinada. Algunos más ergonómicos, otros más bastos y simples, pero todos ellos con un diseño de producto que ha tenido que ser pensado y repensado antes de enfrentarse a la vorágine que supone la fabricación en serie de hoy en día. 

En 1907 nacía en Alemania la Deutscher Werkbund, una asociación de arquitectos, artistas e industriales con el firme propósito de revolucionar el diseño, y ya de paso, el mundo entero. Este grupo se propuso romper con el clasicismo y las oficios tradicionales de finales del siglo XIX, en favor de las técnicas industriales de producción en masa que luego serían tan necesarias tras la destrucción que asoló el planeta a causa de las Guerras Mundiales. Sus diseños y conceptos influenciaron a la mayor escuela de diseño que jamás ha existido, la Bauhaus, y por supuesto, supuso un antes y un después en la arquitectura, ya que cimentaron algunas de las bases en la que se sustenta el famoso Movimiento Moderno.

Una estética simple, el despojo de todo tipo de ornamento innecesario y una prioridad absoluta al funcionalismo son solo algunos de los pretextos de este movimiento que fue ganando adeptos y extendiéndose de región en región, dejando atrás cuestiones estéticas que ya empezaban a oler a cosas del pasado como las Arts and Crafts o el Modernismo. Se empezó a dar prioridad absoluta a la razón, la economía de medios y la lógica constructiva frente a otro tipo de cuestiones y, poco a poco, la estética de la fábrica se convirtió en un movimiento en sí mismo. Sobre todo en la arquitectura, donde empezaron a acuñarse términos como “la máquina para habitar” para definir a las grandes edificaciones plurifamiliares que fueron surgiendo en la primera mitad del siglo XX. Tanto es así que, paradójicamente y en contra del sentido primigenio de toda esta historia, se terminó convirtiendo en un estilo en sí mismo: el estilo internacional. Válido para todo, desde Chicago hasta Talavera de la Reina. Emulando diseños sin pensar y ni reflexionar sobre las necesidades de su tiempo, sino repitiendo, como si una producción en serie se tratase las ideas del pasado.

Los premios Dundies

Los premios Dundies

“Una magnñifica combinación de cotidianidad con un elenco de personajes complejos a la vez que absurdos.

Probablemente, haya que ser un poco friki, infantil y tener un toque de inmadurez para reírse con cierto tipo de chorradas. Me temo que soy culpable de estos tres «pecados». Y por ello, me toca aguantar las miradas de mis hijos adolescentes y de mi mujer cuando me pongo a ver «The Office» en esos ratos muertos en los que consigo hacerme con el mando de la tele. No lo entienden. Y me gustaría decir que los comprendo, pero me temo que no.

Para los que no conozcan esta sitcom americana, (remake de su homónima serie británica, la cual no he visto), se puede resumir en una serie que narra las desventuras de un grupo de trabajadores de oficina, a modo de falso documental, en un pueblo perdido de Pensilvania. Es un grupo anodino de personas normales, en una anodina empresa de venta de papel de oficina, situada en un anodino edificio, de un anodino extrarradio, de un anodino pueblo. Y con estos a priori poco emocionantes ingredientes, se ha construido una de las más exitosas series con más de 200 episodios a sus espaldas.

La clave, en mi opinión, está en una magnífica combinación de cotidianidad con un elenco de personajes muy complejos que generan multitud de situaciones absurdas, histriónicas y surrealistas, tal vez no aptas para todos los públicos. Hoy día, sin ir más lejos, sería impensable reproducir los gags y situaciones cómicas en las que se basa la práctica totalidad de las subtramas, pues casi todos los chistes se cimientan en el racismo, la homosexualidad o la sexualización de los personajes femeninos. El protagonista principal, Michael Scott (Steve Carell), es una suerte de zoquete, bocazas y payaso incorregible que dirige su oficina como si de un ala del frenopático se tratase. Todos los años organiza la gala de entrega de los “Premios Dundies”. Una cena en la que obliga a cada empleado a pagar su cubierto, reparte premios que abarcan desde el premio a las zapatillas más blancas, hasta el premio al mejor jefe, que recurrentemente gana él.

Como digo, todo es anodino y normal. Ni los protagonistas son especialmente guapos o atractivos, ni las localizaciones son idílicas, ni la propia oficina situada sobre el almacén de carga (auténtico personaje principal) presenta un aspecto singular o moderno.

Y siendo así, la serie te atrapa, y logra hacerte sentir como parte de ella. Tras verla, casi sientes haber estado media vida trabajando en esa oficina. 

La ciudad de la luz

La ciudad de la luz

“Pero bueno ¿qué podemos esperar de un arquitecto o urbanista al que se le dan las llaves del diseño de toda una ciudad?

Siempre llega ese momento del año en el que se vuelve complicado pasear por la calle, da igual dónde vivas, tarde o temprano ese día termina llegando. Si te encuentras en Almería será un martes de julio a las 3 de la tarde y si vives en Manhattan será un viernes de enero a las 10 de la noche. Normalmente, ese pico era el que terminaba definiendo cómo se estructuraba la ciudad. Las angostas y estrechas calles del Albaicín favorecen la sombra y el frescor en la ardiente Granada de verano, mientras que las grandes avenidas que atraviesan el centro de París fomentan la entrada de luz a todos los rincones de la ciudad, cuestión del todo necesaria si queremos dotar a la población de cierto bienestar y salubridad.

Estos pretextos socioculturales y climáticos han sido el pilar del desarrollo urbano de la mayor parte de las ciudades de nuestro planeta. Algunas se han ido construyendo poco a poco con el pasar de los años y ampliándose en función de las necesidades de los habitantes de su tiempo. Otras, han necesitado transformaciones profundas como el famoso Plan Haussman de París para conseguir evolucionar y adaptar la ciudad a las necesidades de su época. 

Sin embargo, poco a poco, las razones culturales han ido dejando paso a otras cuestiones como las económicas y políticas, que han sido las que realmente han terminado definiendo el crecimiento de las ciudades y la planificación de nuevas urbes como la futura The Line en Arabia Saudita. El factor económico, el posicionamiento geopolítico frente a otras grandes potencias o el control del desarrollo poblacional terminan definiendo el modelo de ciudad, dejando a un lado si nos encontramos en el desierto o en la montaña.

Pero bueno, ¿qué podemos esperar de un arquitecto o urbanista al que se le dan las llaves del diseño de toda una ciudad? La estructura y el orden parecen ser cuestiones que solo se les daban bien a los romanos, porque los ejemplos de ciudades planificadas en los últimos siglos parecen responder más a razonamientos utópicos y aspiraciones personales que al firme compromiso de resolver los problemas de una sociedad en un tiempo y espacio determinado. 

En 2006 surgió el proyecto para construir una nueva ciudad, ecológica y sostenible, de la firma del famoso arquitecto Norman Foster, donde los coches que se alimentan de combustibles fósiles no tenían cabida. Eso sí, financiada y promovida por la empresa energética de turno con afán de posicionar su compañía.

Donde hay materia hay geometría

Donde hay materia hay geometría

“La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno.

¡Qué sería de nosotros sin la geometría! A más de uno le dará urticaria solo de pensar en ello. Un escalofrío ascendente por el eje de simetría dorsal en sentido vertical hasta el cenit de la nuca al recordar aquellas clases en las que bisectrices, alturas, apotemas y homotecias se amontonaban en los apuntes tomados en clase mientras el profesor llenaba la pizarra de garabatos. Pero superado este trauma infantil, la geometría se torna en un gran aliado para la vida cotidiana. La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno. La utilizamos inconscientemente para andar o conducir; para calcular y estimar distancias y tamaños; para organizar y ordenar nuestros espacios.

Y lo bueno de la geometría, es que no es rígida o inalterable, sino que permite ser moldeada y adaptada bajo distintas reglas de construcción para según qué caso. Desde pequeños estamos familiarizados con la geometría euclídea y con su sistema de tres coordenadas cartesianas. Todos sabemos medir una habitación en largo por ancho y por alto. Pero existen otras geometrías, con reglas y razones específicas para resolver otro tipo de problemas. Por ejemplo, cuando nos movemos en la superficie de la tierra a grandes escalas, la geometría cartesiana no es tan práctica y recurrimos a la geometría esférica, que es la adaptación de la geometría bidimensional de un plano aplicada a la superficie de una esfera. Aquí las reglas cambian, pues la suma de los ángulos de un triángulo sobre la superficie esférica no es siempre 180º, como sucede de forma invariante en el plano cartesiano. A cambio de rompernos los esquemas, obtenemos ventajas y beneficios para trazar rutas de navegación o para hacer cálculos en astronomía.

En arquitectura, la geometría siempre está presente. Bien como herramienta de orden y construcción de espacios, bien por un sentido meramente filosófico, estético, místico o metafísico. Incluso lo está hasta cuando es el enemigo a batir. En este último grupo, arquitectos como Frank Gehry, Zaha Hadid o Alejandro Zaera fuerzan el pliegue y el alabeo de las superficies en una titánica lucha con orden rígido que la ortodoxia cartesiana y gravitatoria parece dominar en el mundo construido. A pesar de ello, tras las pieles de apariencia libre y fluida de sus obras, se esconde un orden geométrico que soporta el trampantojo.

Donde hay materia hay geometría

Donde hay materia hay geometría 

“La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno.

¡Qué sería de nosotros sin la geometría! A más de uno le dará urticaria solo de pensar en ello. Un escalofrío ascendente por el eje de simetría dorsal en sentido vertical hasta el cenit de la nuca al recordar aquellas clases en las que bisectrices, alturas, apotemas y homotecias se amontonaban en los apuntes tomados en clase mientras el profesor llenaba la pizarra de garabatos. Pero superado este trauma infantil, la geometría se torna en un gran aliado para la vida cotidiana. La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno. La utilizamos inconscientemente para andar o conducir; para calcular y estimar distancias y tamaños; para organizar y ordenar nuestros espacios.

Y lo bueno de la geometría, es que no es rígida o inalterable, sino que permite ser moldeada y adaptada bajo distintas reglas de construcción para según qué caso. Desde pequeños estamos familiarizados con la geometría euclídea y con su sistema de tres coordenadas cartesianas. Todos sabemos medir una habitación en largo por ancho y por alto. Pero existen otras geometrías, con reglas y razones específicas para resolver otro tipo de problemas. Por ejemplo, cuando nos movemos en la superficie de la tierra a grandes escalas, la geometría cartesiana no es tan práctica y recurrimos a la geometría esférica, que es la adaptación de la geometría bidimensional de un plano aplicada a la superficie de una esfera. Aquí las reglas cambian, pues la suma de los ángulos de un triángulo sobre la superficie esférica no es siempre 180º, como sucede de forma invariante en el plano cartesiano. A cambio de rompernos los esquemas, obtenemos ventajas y beneficios para trazar rutas de navegación o para hacer cálculos en astronomía.

En arquitectura, la geometría siempre está presente. Bien como herramienta de orden y construcción de espacios, bien por un sentido meramente filosófico, estético, místico o metafísico. Incluso lo está hasta cuando es el enemigo a batir. En este último grupo, arquitectos como Frank Gehry, Zaha Hadid o Alejandro Zaera fuerzan el pliegue y el alabeo de las superficies en una titánica lucha con orden rígido que la ortodoxia cartesiana y gravitatoria parece dominar en el mundo construido. A pesar de ello, tras las pieles de apariencia libre y fluida de sus obras, se esconde un orden geométrico que soporta el trampantojo.

Una plaza viva

Una plaza viva

“A veces no hace falta una bella Catedral al fondo para conformar una plaza

Hace algunos años nos llegó el encargo de hacer un proyecto de actividad de un pequeño establecimiento de pizzas para llevar en un estrecho local con fachada a la Plaza Pavía. Al principio, me sorprendió el entusiasmo y la seguridad de los clientes respecto al futuro éxito asegurado del negocio ya que, mi escepticismo frente a las nuevas aperturas era cada vez más creciente en este contexto de actual abandono que está sufriendo el centro de Almería. 

A lo largo de estos últimos años, hemos redactado, desde nuestro estudio, varios proyectos de actividad en el centro de la ciudad para una gran variedad de negocios: una carnicería, una tienda de ropa, una tiendecita de comestibles, una frutería, etc… y, desafortunadamente, la gran mayoría de ellos ya han cerrado sus puertas. Sin embargo, hoy en día, y tras 4 años desde su apertura, la pizzería de la Plaza Pavía sigue en pie. No cabe duda de que la buena llevanza de cualquier negocio depende de diversos factores que engloban desde la buena gestión del personal hasta la calidad del pepperoni pero, la ubicación estratégica del establecimiento es una de las más importantes. En esta plaza, el trajín de personas es constante, parece tener más vida que la propia Plaza del Ayuntamiento, la Puerta de Purchena o la Plaza de la Catedral, ubicadas en pleno centro de la ciudad. Se trata de una plaza de barrio, pero de un barrio vivo, donde la gente sale a la calle cada día a buscarse la vida, donde las cosas suceden y donde los vecinos viven.

Se trata de una plaza con un fuerte origen social, que sirve de esparcimiento a una zona urbana de manzanas cerradas, calles estrechas y con una gran cantidad de viviendas. En sus orígenes, se trataba de un espacio abierto y flexible donde, eventualmente se instalaba un pequeño mercado ambulante, sin embargo, hace ya muchas décadas, el Ayuntamiento decidió realizar una serie de puestos a modo de mercado permanente que realmente han conseguido incluso fortalecer la actividad de la plaza.

Su imagen, muy desvirtuada tras las múltiples operaciones inmobiliarias que han ido destrozando las tradicionales casas de puerta y ventana que rodeaban a la plaza, no es ningún escollo para que la gente siga disfrutando del espacio. A veces no se necesita una bella Catedral al fondo para conformar una plaza, a veces, los auténticos foros, las ágoras, son aquellos espacios donde la gente tiende a relacionarse, no donde los turistas pasan corriendo a echarse una foto y tomarse una paella congelada.

Cuando seas padre, comerás huevos

Cuando seas padre, comerás huevos

“Antes, y no hace tanto de ello, había que esperar para casi todo. Hoy en cambio, estamos saturados de cosas que ni sabemos que no queremos.

Grano no hace granero, pero ayuda a su compañero. Frase lapidaria del refranero español, y que a mí me retrotrae a la infancia, pues era uno de los básicos de mi madre. Frases de otras épocas en las que guardar para después y reunir poco a poco era algo grabado a fuego en las generaciones de la posguerra y de los años del desarrollismo previo a la transición. Las nuevas hornadas, más acostumbradas a la inmediatez de las cosas, al exceso de oferta en prácticamente todo tal vez no lo entiendan.

Antes, y no hace tanto de ello, había que esperar para casi todo. A hacerse mayor para empezar. A que se estrenasen las películas en el cine, a que salieran en VHS y poder alquilarlas en el videoclub si tenías la suerte de que no estuviese ya cogida, o a que la pusieran en la tele. Pasaban años entre cada uno de estos hitos. Hoy en cambio, sin entrar a valorar la abrumadora oferta de películas y series que saturan cada una de las plataformas digitales y que a golpe de botón desde el sofá puedes consumir, todo es más inmediato, fácil y accesible.

En otros tiempos, comprar un ordenador para la casa era algo excepcional. No solo había que encargar en la tienda de turno el aparato, sino que el coste era importante. En ocasiones, los hijos ahorraban poco a poco para poder comprarlo y exprimirlo durante años, sacándole todo el partido posible. Hoy, se cambia de smartphone porque la cámara no tiene el filtro del bigote de gato o se renueva el portátil porque la manzana mordida no se retroilumina. Esto último, que obviamente está irónicamente exagerado, no se aleja mucho de la realidad actual, en la que poseer para figurar y mostrar es el motor principal que mueve el mundo. Al menos el primer mundo.

¿Dónde ha quedado esa hucha de lata de las monedas de las vueltas que uno conseguía escamotear a su madre al volver de los recados? Esa cajita a la que poco a poco y como una hormiguita se iba alimentando con lo que se pescaba de un cumpleaños, de los abuelos siempre dispuestos a sacar una sonrisa o de una asignación o paga semanal, con la vista puesta en ese inalcanzable capricho que cualquier niño de la época aspiraba a conseguir.

Suena a añoranza y romantización de tiempos pasados, pero frente a la vorágine y velocidad de hoy en la que el deseo no tiene tiempo ni para gestarse antes de ser aniquilado por la saciedad, no está de más parar, tomar aire y buscar retos e ilusiones inalcanzables.

La utopía posible

La utopía posible

“Un sistema de 15.000 m2 de polivinilo dio lugar a la primera ciudad inflable del planeta.

En octubre de 1971 tuvo lugar el VII Congreso del ICSID (International Council of Societies of Industrial Design) en la pequeña isla de Ibiza. Cientos de personas  convivieron durante algunos días en uno de los mayores actos de ecologismo involuntario que ha dado lugar cualquier tipo de convivencia del ser humano. El congreso en cuestión ya se planteaba como un evento en el que confluyeran distintas formas experimentales de diseño y arquitectura, pero sin embargo, los recortes presupuestarios llevaron el ingenio al siguiente nivel.

Con apenas 10.000 pesetas como presupuesto para llevar a cabo cualquier tipo de intervención para el alojamiento temporal de todos los visitantes al congreso, el Grupo Abierto de Diseño Urquinaona encontró el encargo perfecto para poner a funcionar su creatividad e imaginación y plantear una utopía posible. El reto estaba claro, la parcela definida y el encargo cerrado, todo a expensas de idear algún sistema que permitiese alojar a tantas personas y ser montado y desmontado en tiempo récord sin necesidad de una mano de obra muy especializada.

Un sistema de unos quince mil metros cuadrados de polivinilo dio lugar a la primera ciudad inflable del planeta, un mar de plástico digno de ser ubicado entre el enjambre de invernaderos de Almería pero no, se montó en mitad de un precioso entorno natural de la isla balear. Con sus calles, sus zonas de pernoctación, sus áreas sociales e incluso sus espacios con vegetación y arbolado interior, el conjunto era una auténtica obra de arte experimental que solo fue posible en el contexto cultural en el que se fraguó, rodeado de jóvenes con grandes inquietudes e influenciados por un movimiento hippie cada vez más creciente en esa década y sobre todo, con un presupuesto ridículamente escaso.

Esta ciudad instantánea finalmente se convirtió en una realidad y, aunque con ciertas dificultades sociales propias de la convivencia de tantas personas en un principio desconocidas entre sí, todo terminó funcionando y el congreso pudo celebrarse pasando a los anales de la historia como aquel en el que unos plásticos hinchables dio cobijo a tanta gente.

Es curioso cómo, en algunas ocasiones, la falta de dinero es el único empujón que necesita el ingenio humano para desarrollar ideas que rompan con lo habitual para plantear soluciones alternativas a problemas convencionales.

Wall – e

Wall – e

“No hay mejor forma de vender soluciones que crear nuevas necesidades.

Las modas mueven el mundo. Estamos en un momento de la historia en el que el consumo es el motor de la economía y del crecimiento. Esto, analizado en términos de la edad de nuestra especie, es solo una fracción infinitesimal en términos de tiempo. Hay estudios que dicen que llevamos socializando y ocupando cuevas algo más de doscientos cincuenta mil años, y puede que más.

Pero no hace falta viajar hacia atrás tanto en el tiempo para compararnos con otras épocas en las que el motor de la evolución no se media en hitos como la presentación del último modelo de smartphone. En otros periodos, las guerras, la agricultura, la colonización, la formación de asentamientos, la explotación de recursos mineros o hasta la evangelización marcaron el rumbo y el devenir de nuestra civilización hasta lo que hoy es.

Desde que el consumo lo gobierna todo, las nuevas reglas que el sistema impone determinan el propio sentido de nuestra existencia como sociedad. Si no hay un consumo constante y creciente en todos los planos y estratos del organismo complejo que es la civilización humana, el tinglado se viene abajo y se desmorona como un castillo de naipes. Y para que esto no suceda, es necesario mantener una demanda de consumo constante y creciente. No hay mejor forma de vender soluciones que crear nuevas necesidades. De ahí la importancia de las modas y las tendencias, que por su propia definición tienen fecha de caducidad preprogramada.

Esto no solo es aplicable a los consumibles del día a día, como puedan ser la ropa, los contenidos audiovisuales, el arte o la propia comida. Abarca mucho más por no decir que lo abarca todo. La propia tecnología está más al servicio de la tendencia y la imagen que a la propia función para la que ha sido creada. Lo de menos ya es si la lavadora lava bien la ropa, al lado de lo esencial que no es otra cosa que su aspecto minimalista y que Alexa la reconozca a la primera y le actualice el firmware para poder publicarlo en Instagram.

Pues las modas y las tendencias de hoy, que lo serán por poco tiempo, son la sostenibilidad, la eficiencia y la economía circular. Resulta cuanto menos paradójico y gracioso que la tendencia de consumo de hoy se basa en una supuesta resistencia y negación de la economía de consumo. Con la excusa de que tenemos que ser eco-friendly, vamos a cambiarlo todo por nuevos aparatos A++ de cero emisiones fabricados con nuevos nanomateriales ecosostenibles. Todo con pegatina verde y etiqueta cero emisiones. Así sí.

Paredes de papel

Paredes de papel

“Las paredes, sean de papel, ladrillo o acero, separan y segmentan historias redirigiendo la mente gracias a la imposición del ojo.

La presencia de los planos horizontales en cualquier edificación o espacio urbano siempre consiguen transmitir cierta continuidad, tanto espacial como visual. Así que, una de las principales características de cualquier espacio diáfano radica en la posibilidad de ver todo el suelo de solo un vistazo, al menos, todo el que tus ojos alcanzan a ver. El pavimento continuo es sinónimo de amplitud, es decir, el plano horizontal, plano y continuo, transmite paz, serenidad e incluso estatus. Porque solo algunos privilegiados pueden permitirse el lujo de vivir en una casa tan grande que les permita recorrer metros y metros sin tener que toparse contra una pared o algún elemento vertical que termine compartimentando el espacio, separándolo por usos. Aunque, a decir verdad, esta falta de separaciones es una de las pocas cosas que tienen en común las grandes mansiones y los fantásticos apartamentos de 30m2 que tanto se alquilan ahora por 900€/mes y que tienen el wc de mesita de noche.

Por otro lado, los planos verticales, al contrario que los horizontales, no hablan de continuidad, sino de separación. Por eso, en la representación arquitectónica, los planos horizontales se aprecian en las secciones, dibujos encargados de mostrar el espacio, y los planos verticales se aprecian en las plantas, dibujos encargados de mostrar las distribuciones. Así que, cada línea negra que vemos en una planta arquitectónica nos indica una separación, un muro. Y cuanto más gruesa sea la línea, más espeso será ese muro y por lo tanto, más privado, más independiente. 

Pero, aunque un muro de carga de 60 cm de espesor nos consiga aislar mejor térmica y acústicamente de nuestros vecinos, una fina lona de plástico opaca o una cortinilla de tela medio translúcida y que ni tan siquiera llegue hasta el suelo, también puede suponer un mundo privativo entre una camilla y otra en una sala de urgencias. En las ucis podemos ver a varios parientes junto a su familiar enfermo que, por mucho que estén rodeados de camas y camas contiguas, una vez que la enfermera echa esa lona verde, el mundo se reduce a esos dos metros cuadrados. La división visual consigue nublar casi por completo el resto de nuestros sentidos marcando un paréntesis en mitad de una sala abierta, continua y con un pavimento homogéneo por todo el hospital. 

Las paredes, sean de papel, ladrillo o acero, separan y segmentan historias, redirigiendo a la mente gracias a la imposición del ojo.

La ciudad de la alegría

La ciudad de la alegría

“Muros llenos de ojos abiertos o entrecerrados que observan el paso del tiempo y el deambular de hormigas de dos patas.

¿Qué son las ciudades si no surcos, agujeros y vacíos? Solo hay que sobrevolar una urbe cualquiera, cosa que hoy se puede hacer sin levantarse de la silla y con un simple golpe de ratón, para observar que las ciudades se asemejan a la típica costra resquebrajada de barro que queda la desecarse una charca. Una miríada de polígonos irregulares y de formas orgánicas, que en la mayor parte de los casos se desparraman sobre un manto base.

A poco que uno se acerca empieza a captar matices como el espesor variable de estas cortezas, y la distinta dimensión de las heridas que arañan esta cáscara de naranja. Algunas confluyen en grandes huecos y otras se van estrechando hasta casi desaparecer. Y si bajamos de escala y nos adentramos en estos surcos, la percepción que tenemos de ello es completamente diferente. Estos surcos, ahora cañones y desfiladeros, nos ocultan la información de por donde se encuentra la salida del laberinto.

En estos espacios vacíos es en los que la ciudad ES. Porque todo lo que queda tras las pantallas y muros que conforman las manzanas pertenece a otro ámbito, más privado, oculto y misterioso. Muros llenos de ojos abiertos o entrecerrados que observan el paso del tiempo y el deambular hormigas de dos patas …

Tenemos tramas extremas, como puedan ser el hiperdensificado casco de Marrakech, con sus callejuelas por las que apenas se pueden cruzar dos sílfides sin rozarse, o abiertas y esponjadas como Copenhague, en los que las calles, plazas y avenidas serpean de plaza a plaza encerrando jardines y patios de manzana en una ciudad dominada por el aire. Y siendo tan distintas, y obedeciendo a las opuestas razones de trazado que dieron origen a su existencia, comparten el hecho existencial de ser la red por la que la vida del organismo urbano fluye y riega cada rincón.

Por más años que pasen, y esto se puede apreciar en los vestigios y ruinas urbanas que de pasadas civilizaciones nos han llegado, la urbe ha definido el carácter social y gregario de la humanidad. El ser humano necesita un refugio y un lugar privado para la tribu; un techo que lo cobije y lo proteja de los elementos… y de “los otros elementos”.  Pero sin un lugar común propio a la vez que ajeno en el que sentirse libre, a la vez que acotado, arropado y acompañado no es nadie, y ese lugar se llama, ciudad. 

La catedral de la tapa

La catedral de la tapa

“Cambiando al cura por el cocinero y la pila bautismal por un lavamanos de mármol.

A pesar de no haber sido nunca muy creyente, siempre he tenido la ilusión de poder proyectar algún día un centro religioso, a poder elegir, una iglesia cristiana. Además de tratarse de la religión más cercana a mi cultura y la que profesan muchos de mis familiares, también se trata de la tipología de edificación que más referencias acumulo a lo largo de mis años de interés por la historia de la arquitectura y de mis visitas a decenas de iglesias de todo tipo.

Pero, sin embargo, mi pasión por las catedrales subyace en el placer de poder proyectar un espacio cuya auténtica función sea la de transmitir emociones. Siempre me ha parecido que sería un verdadero regalo para un artista que le encargasen una obra cuya única finalidad sea solo eso, ser arte, transmitir algo al espectador, y en la arquitectura es bastante complicado. Siempre tenemos que lidiar con la utilidad, el fin último de cada construcción, como podrían ser cosas tan terrenales como tener un techo donde dormir, hacer talleres de cerámica o exponer ropa de la última temporada en la tienda de moda. Estamos totalmente supeditados a la famosa “utilitas” pero, si la finalidad del espacio fuese únicamente penetrar en el corazón de los fieles, todas las estrategias y mecanismos de proyecto girarían entorno a lo realmente esencial. Conseguiríamos desechar todo lo prescindible y alcanzaríamos un verdadero minimalismo conceptual, no como estilo decorativo, sino a través de la eliminación de todo lo que no sea fundamental para transmitir, es decir, el espacio como arte y el arte por el arte, que solo tiene que lidiar con la gravedad para ser construido, como el panteón de Roma.

Por lo tanto, a la espera de que alguna parroquia de barrio considere la posibilidad de confiar en un joven arquitecto ateo y sin experiencia, me basta con meter con calzador un espacio abovedado, en clara referencia a la nave principal de una iglesia románica, en un pequeño proyecto de reforma de local a restaurante. Cambiando el cura por el cocinero y la pila bautismal por un lavamanos de mármol. Esperando que los clientes consigan sentirse mínimamente abrumados al entrar por primera vez y que, sin esperar a la primera tapa, ya tengan razones suficientes para volver otro día. Como le podría suceder a cualquier agnóstico al entrar en una catedral gótica que, absorto por la grandeza y la verticalidad de sus naves, se olvida incluso de para qué ha entrado ahí.

La casita en el árbol

La casita en el árbol

“Cada tabla, tablón o viga ha sido despiezado de un tronco tras un largo proceso en el que el tiempo no puede ser comprimido.

Si hay una materia especial de entre todas las que se utilizan en la construcción, esa es la madera. No solo por sus cualidades físicas, que lo convierten en un auténtico conjunto casi inabarcable de materiales aptos para casi cualquier función. Desde la propia cimentación (los famosos pilotes sobre los que se soportan las casas venecianas), la estructura, los revestimientos y hasta para hacer conductos si hace falta. Casi que solo tiene la limitación de su escasa o nula conductividad eléctrica, lo que por otra parte lo convierte en un excelente aislante. Se utiliza en construcción como material auxiliar, para hacer encofrados, para los premarcos de las carpinterías, como mártir para reforzar o sujetar otros elementos constructivos, y hasta como andamiaje si es preciso.

Es un material fascinante, que requiere de una vida de dedicación solo para llegar a entenderlo. Materia viva, que como tal fluctúa y cambia con el paso del tiempo. Envejece, madura y es sensible a la acción del entorno.

Las hay duras como la piedra o moldeables casi como la arcilla. Flexibles y resistentes haciéndolas perfectas para resolver estructuras trianguladas o rígidas y estables como el fresno, perfectas para hacer soportes.

La madera es un material único. Cada tabla, tablón, o viga ha sido despiezado de un tronco tras un largo proceso para el que el tiempo no puede ser comprimido. Décadas para crecer, años para secar y estabilizarse y meses para procesarse, para que luego las vetas y sus nudos (que en el fondo son heridas e imperfecciones), su cambiante color y tonalidad dependiendo del ángulo del corte o de la luz que lo bañe, el olor, el tacto o el sonido al caminar sobre ella nos provoque esa indescriptible y satisfactoria sensación de calidad y calidez. Si se trabaja bien, el resultado final es una obra de arte natural que narra la historia del árbol del que proviene.

El edificio de oficinas de Tamedia en Zurich, del arquitecto japonés Shigeru Ban, es uno de esos claros ejemplos en los que la madera se utiliza para resolver el proyecto de dentro a fuera. 7 plantas de edificio de cristal a modo de invernadero, con una estructura vista de madera laminada ensamblada en seco, a modo de un gran mueble fuera de escala. Claro ejemplo en el que el material manda. Desde el proceso constructivo, hasta los acabados que apenas requieren de una mísera alfombra para vestir los espacios.

El concurso de ideas

El concurso de ideas

“Existen concursos para resolver problemas urbanísticos, concursos para encajar en precio ideas ambiciosas…

Aunque en ocasiones parezca una inventiva de los promotores actuales para obtener decenas de ideas gratuitas para la construcción de sus sueños, los concursos de arquitectura se remontan miles de años atrás. El propio proyecto de la Acrópolis de Atenas fue el resultado de uno de los concursos más importantes de su época, así como algunas de las catedrales levantadas en la Edad Media o infinidad de obras del Renacimiento. Son tan variados y números que existen algunos concursos que pasarán a la historia simplemente por sus anécdotas, como el robo de la idea de cúpula de Foster a Calatrava para el edificio del Reichtag alemán o la icónica y satírica solución de columna para el rascacielos Chicago Tribune de Adolf Loos. 

Pero, la cuestión de las ideas a veces va un poco más allá del simple hecho de resolver los problemas previamente identificados por el convocante, a veces son solo un grito al cielo de aquellos que ni tan siquiera saben lo que quieren y que necesitan un buen puñado de planteamientos acerca de sus necesidades. Precisamente algunos de los concursos de arquitectura más famosos como el Museo Guggeheim de Bilbao, se falló en favor de Frank Gehry porque supo, entre otras muchas cuestiones, prever a modo de profeta que su ubicación ideal para conseguir influir notablemente en la ciudad era a orillas de la ría de Bilbao y no en la parcela municipal prevista por el ayuntamiento.

Existen concursos para resolver problemas urbanísticos, concursos para encajar en precio ideas ambiciosas o incluso concursos para resolver técnicamente un proyecto inconstruible hasta la fecha como la cúpula de Florencia. Pero, en todos ellos, el valor distintivo recae en el pensamiento lateral. ¿Qué hay más valioso que las ideas? ¿Acaso la redacción de un proyecto debería estar mejor remunerada que la creatividad? Brunelleschi no construyó su cúpula porque resolviera los cálculos que infinidad de ingenieros previos no supieron resolver, sino por idear la geometría de un huevo aplastado contra una mesa.

Algunos concursos reciben planteamientos realmente utópicos y por eso no resultan ganadores y otros, reciben planteamientos realmente utópicos y por eso ganan. No hay una norma que regule qué idea es una locura y cuál será la que termine materializándose en la peatonalización de la plaza de tu pueblo. Solo el tiempo y el uso acabarán dándole la razón o quitándosela a ese comité de expertos llamados jurado que juegan a ser dioses recibiendo propuestas en el Olimpo.

Carros de fuego

Carros de fuego

“Una ocasión para explorar nuevas formas de hacer ciudad y de generar arquitectura

Año bisiesto otra vez. Un día más en el calendario para recuperar esas 6 horas de desfase que la tierra arrastra cada año en su revolución elíptica alrededor del astro rey y un verano más en el que una afortunada ciudad del mundo se pone sus mejores galas para reinventarse, renacer y presentarse al mundo con aires renovados. Año olímpico. Unas semanas de paréntesis en el frenético devenir de la humanidad, en el que guerras, conflictos, disputas y desequilibrios han de dejar paso a los ideales de fraternidad, concordia y humanidad que el barón de Coubertin promulgó con la reinstauración de los juegos olímpicos de la era moderna. Desde su primera edición en 1896, se han venido celebrando de forma ininterrumpida salvo por las ediciones de 1916, 1940 y 1944, a causa de las dos grandes guerras mundiales.

Apenas unas semanas de despliegue mediático total para mostrar al mundo décadas de esfuerzo y trabajo duro que en la mayor parte de las ocasiones pasarán al olvido salvo para aquellos afortunados ciudadanos anfitriones que se beneficiarán del acierto de sus gestores, si es que fueron capaces de aprovechar la ocasión con visión a largo plazo.

Obviamente lo primordial es el evento deportivo. La sana rivalidad entre naciones por copar puestos en el medallero. Ese orgullo y felicidad extrema que se siente cuando anuncian que esta tarde nos jugamos una medalla de bronce en tiro con arco. Pero unos juegos olímpicos son mucho más que eso. Son un auténtico laboratorio y campo de pruebas para poner en práctica los últimos avances en logística, comunicación audiovisual, transporte, gestión poblacional o tecnología en general. Son también una ocasión de explorar nuevas formas de hacer ciudad, y de generar arquitectura.

Y aquí nos encontramos con ejemplos en los dos extremos. Experiencias fracasadas por fallos en la gestión, errores de previsión o falta de pulmón, como pudieran ser los fiascos de las olimpiadas de Atlanta en 1996 o Atenas en 2004 o casos paradigmáticos como las mágicas Olimpiadas de Barcelona de 1992.

La transformación urbana que experimentó Barcelona, gracias al impulso eficaz del conjunto de administraciones que se volcaron en la organización del evento, sumado a la audacia y visión de futuro que tuvieron los urbanistas, arquitectos y directores del plan de la villa olímpica hicieron renacer a la ciudad que hoy en día es conocida y reconocida en todo el mundo.

Este año le toca a París, por tercera vez… Veremos qué tal le ha ido y con qué nos sorprende esta veterana. 

El estilo no concreto

El estilo no concreto

“Una evolución de sus ideales que se van refinando con el paso de los años, al igual que las arrugas de la frente o el cubismo de Picasso

Resulta relativamente sencillo identificar una obra de Picasso a simple vista, su figuración cubista ha conseguido trascender en el tiempo como una seña de identidad que, no solo consigue ser reconocida rápidamente en el mundo entero, sino que también dio comienzo, junto con su compañero Braque, a un nuevo estilo pictórico conocido hoy en día como cubismo. Por lo tanto, a pesar de la inconfundible firma del autor con su apellido subrayado en negro que actualmente da nombre incluso a un modelo de coches de la marca Citroën, podemos aventurar prácticamente a vuela pluma un cuadro de Picasso nada más verlo. 

Pero… ¿realmente el cubismo es el factor diferencial de la obra de Picasso? Indiscutiblemente existen autores o artistas que mantienen un leitmotiv en su obra que lo terminan encasillando en un modo de hacer concreto. Como el actor que se pasa toda su vida grabando comedias románticas y luego desentona en un thriller dramático por muy buena que sea la película. Pero, en muchas ocasiones, tanto en la pintura, la música o la arquitectura, no se trata más que de un proceso de investigación y desarrollo que indudablemente tiene que durar un tiempo prudencial hasta conseguir madurar las ideas.

Sanna, por ejemplo, lleva años investigando acerca de las posibilidades del espacio arquitectónico, de la relación en planta de las diferentes estancias de una misma edificación, cómo se yuxtaponen sus geometrías y cómo la estructura puede ayudar a establecer ritmos claros en ideas complejas. Por ende, bajo un ojo relativamente entrenado, un arquitecto curioso puede identificar a simple vista la autoría de su obra mediante fotos de los espacios interiores, exteriores, o simplemente al ver los planos del proyecto. Pero no sería justo decir que esta pareja de japoneses tienen un estilo característico. Aunque ciertos detalles se repitan como una muletilla, no se tratan de cuestiones en favor de remarcar su propio ego, sino más bien una evolución de sus ideales que se van refinando con el paso de los años, al igual que las arrugas de la frente o el cubismo de Picasso.

No se tratan de rasgos independientes que nacen de la noche a la mañana tras una idea feliz, sino más bien un extracto de una etapa concreta en el desarrollo de una vida realmente creativa. Una fotografía famosa que termina enmascarando el trabajo anterior y posterior de cualquier artista.

La casa

La casa

“La casa es un personaje más. Un testigo mudo de la lucha entre lo natural y lo artificial

He vuelto a ver una película que me cautiva. Ex Machina. La revisito de vez en cuando y cada vez que lo hago, descubro matices nuevos que me dan que pensar. Ayer sin ir más lejos, percibí a la casa en la que se desarrolla la trama como un personaje más de la historia. La casa de «Ex Machina» es más que un simple escenario; es un ente dual que casi gobierna la historia.

Desde el exterior, la casa se fusiona armoniosamente con la naturaleza circundante. Con un diseño minimalista y ultra vanguardista, creando un contraste audaz con un entorno salvaje, casi virginal, e insinuando una dicotomía entre lo natural y lo artificial. Este contraste inicial establece el tono para la compleja exploración de temas filosóficos que caracteriza a la película. Por el interior, una serie de espacios que reflejan la complejidad psicológica de los personajes principales representan el laberinto de las emociones humanas. Los espacios abiertos y luminosos sugieren transparencia y claridad, pero también evocan una sensación de vulnerabilidad y exposición. Por otro lado, los rincones oscuros y claustrofóbicos insinúan secretos ocultos y revelan la naturaleza más oscura y opresiva de Nathan, el enigmático “creador” que juega a ser Dios.

Pero es que además la casa, completamente domotizada y repleta de la tecnología más avanzada, establece un vínculo simbólico con la inteligencia artificial representada por la protagonista, Ava. Ambas son construcciones meticulosas que desafían las percepciones convencionales de lo real y lo artificial, cuestionando los límites de la existencia y la conciencia.

La casa, realmente no existe como tal. Para recrear esa sensación de ambiente de encierro angustiante, el responsable de la escenografía Mark Digby, se sirvió de un recóndito hotel en Noruega. En última instancia, la elección de ubicar la película en un entorno tan impresionante como este, combinado con las recreaciones meticulosas en los sets de filmación, contribuye significativamente a la atmósfera única de «Ex Machina». Este enclave remoto y salvaje aporta una cualidad de soledad y aislamiento que intensifica la sensación de angustia y claustrofobia, reforzando la frontera borrosa entre lo real y lo imaginado, lo natural y lo artificial que subyace en toda la narrativa.

Esta película sin la casa no hubiera sido posible. Le faltaría uno de sus personajes más importantes.

Improvisar o morir

Improvisar o morir

“Existen numerosas cuestiones espaciales y técnicas que dificilmente pueden ser del todo controlables

¡La luz anaranjada que entra por la tarde a través de las ventanas de la sala de danza va a oscurecer el color del revestimiento de madera! ¡El tabique del baño invade parcialmente el pasillo! ¿Cómo no nos dimos cuenta antes? Frases como estas son más que habituales en el desarrollo normal de cualquier obra y más aún si se trata de una reforma en un edificio existente. Desde las cuestiones más banales como que no haya suministro de la baldosa que nos guste justo en el momento en el que la necesitemos, hasta problemas de índole mayor como que a la escalera le falte un peldaño, son el pan de cada día de jefes de obra que se tiran de los pelos por la falta de detalle en los planos o simplemente por la mala ejecución del joven inexperto que apenas está empezando en este sector.

A pesar de los render e infografías hiperrealistas, la capacidad de modelado 3D o incluso los nuevos sistemas de visualización mediante realidad aumentada como las famosas gafas de Apple, existen numerosas cuestiones espaciales y técnicas que difícilmente pueden ser del todo controlables durante el proceso de diseño. A excepción de algunos maestros que proyectaban a través de unos meticulosos detalles constructivos, el común de los mortales que rondamos el mundo de la arquitectura nos vemos obligados a tomar algunas decisiones en función del grosor de dedo del albañil que está colocando los ladrillos. Porque muchas veces, cuestiones que se creían resueltas previamente con un papel y un lápiz, se vuelven realmente ingobernables cuando la realidad material atropella el precioso e idílico planteamiento inicial.

Durante el largo transcurso de la ejecución de una obra, imagino que al igual que sucede en otras muchas profesiones, la improvisación y la creatividad juegan un papel fundamental para resolver los problemas que van surgiendo a diario. Los niveles de incertidumbre de cualquier trabajo manual suponen siempre un hándicap muy importante a tener en cuenta si no queremos frustrarnos por no conseguir el resultado esperado. Sin embargo, aunque no podamos negar que los sistemas prefabricados e industrializados que, cada vez están más presentes en nuestro parque inmobiliario, automatizan y por lo tanto reducen los márgenes de errores en los procesos constructivos, también limitan la frescura de las decisiones orgánicas que se llevan a cabo en ciertos momentos puntuales en el transcurso normal de una obra “a la vieja usanza”.

La eterna juventud

La eterna juventud

“Solo se mueren los demás. Hasta que comprendes que tú también eres  «los demás

No sé en qué punto de la vida, uno toma conciencia de que está de paso, y de que si o sí, el contador de la vida avanza de forma implacable hasta ese momento que va a llegar, nos pongamos como nos pongamos. Algunos filosofan sobre si este singular evento es un instante predefinido y trazado por el destino universal, y otros divagan sobre si el libre albedrío de cada cual gobierna el rumbo de su vida con la toma de decisiones. En cualquier caso y sin perderme en sesudas disquisiciones metafísicas, lo que tengo claro es que hasta hace relativamente poco yo era de los que pensaban que morirse, se morían siempre los demás. Era algo absolutamente absurdo para mi el pensar que yo también tendría fecha de caducidad y mi sitio reservado en el contenedor de reciclaje de materia y energía. Ya sabéis, la chorrada esa de que somos polvo de estrellas y que volveremos a ser con el tiempo material para los astros que están por nacer.

¿Y a qué viene esto? Pues resulta que el otro día se celebró un acto de homenaje y reconocimiento a los arquitectos que cumplían nada más y nada menos que 50 años de ejercicio profesional. Ahí es nada. Resultó ciertamente emocionante el ver a un reducido grupo de venerables profesionales recibir el cálido homenaje de sus compañeros en un acto solemne y en un enclave histórico y singular. A la finalización de la entrega de las insignias de oro, el más veterano de los homenajeados tomó la palabra en representación de todos ellos e hizo una reflexión que me dejó marca.

A parte de su encendida y sincera defensa de la profesión, de la arquitectura, el urbanismo, la institución colegial y el compañerismo, con una buena carga de sana y pertinente autocrítica colectiva, al final de su reflexión contó la anécdota de que, en un viaje de vuelta en avión desde Buenos Aires, al entrar en la península de noche a unos 40.000 pies de altura, le llamó la atención una gran mancha urbana iluminada que destacaba sobre la oscuridad. “¡Anda!, Si esto es Costa Ballena. Esto lo parí yo.” A lo largo de sus 50 años de profesión ha proyectado miles de viviendas y edificios en los que miles de personas viven, y ha diseñado incontables calles y espacios urbanos que se perpetuarán, algunos de ellos hasta el fin de los días.

Pocas profesiones le dan a uno la oportunidad de engañar a la muerte, y esta es una de ellas. Mi más sincera enhorabuena a los jóvenes homenajeados. 

La ambigua precisión

La ambigua precisión

“La poesía no es el único arte que consigue llegarnos al corazón a partir de unas estrictas pautas previamente establecidas.

Parece sorprendente como un arte tan emocional como es la poesía pueda regirse por unas pautas tan estrictas, casi matemáticas, que llegan a definir y ordenar cada obra prácticamente de manera seriada. Hablamos de la métrica, el conjunto de regularizaciones formales de la poesía versificada y la prosa rítmica que de algún modo nos brinda unas reglas del juego para, a partir de ellas, poder crear obras de arte que puedan llegar a transmitir al lector todo tipo de emociones. 

La poesía no es el único arte que consigue llegarnos al corazón a partir de unas estrictas pautas previamente establecidas, en el manuscrito “De lo espiritual en el arte” (1910, pese a ser publicado por primera vez en 1952) de Kandinsky, se mencionan algunas relaciones de los colores con las formas, y se llega a intuir que dependiendo de qué color se asocie con cada forma, se pueden transmitir unas sensaciones u otras. Posiblemente se trate de una artimaña más sutil que la estricta métrica, pero que causa en el receptor unas sensaciones muy determinadas. El cerebro interpreta de manera diferente un cuadrado rojo a un triángulo amarillo y por supuesto la teoría del color adquiere un papel muy importante en toda composición artística visual, como podría ser la pintura, la escultura, la arquitectura o incluso el cine y el cómic.

Resulta curioso como algo tan relativo y subconsciente como puede ser el arte, se vea en cierta manera condicionado por unas reglas tan precisas y contundentes que lleguen a determinar su buen hacer. La precisión necesaria en cualquier obra resulta determinante en el resultado final. Un trazo de escasos milímetros determina si la Gioconda está sonriendo o no. La altura del plano horizontal de la casa Farnsworth se despega del suelo la altura justa para absorber, en la medida de lo posible, la crecida del río pero también para hacerlo desaparecer ante el ojo humano y conseguir que esa casa parezca estar flotando en mitad del bosque. Si este plano estuviese medio metro más bajo se vería el suelo de la casa y si estuviese medio metro más alto, se vería la cara inferior del forjado. Está en su justa medida, sólo vemos una línea blanca.

En la arquitectura tenemos que contar con que no solo existe la precisión poética, sino también la constructiva, muchos grados de exactitudes se funden al unísono en una buena obra, desde el tornillo que fija las bisagras de una ventana hasta el tiralíneas que replantea la estructura, y todas y cada una de ellas hacen que el resultado final valga la pena o no. “Dios está en los detalles” es una cita de Flaubert, pero repetida hasta la saciedad por Mies van der Rohe y por supuesto aplicada en su propia obra, para crear auténticas obras de arte a través de la precisión.

Cuatro al cubo

Cuatro al cubo

“Lo plano calma, transmite confianza, sensación de control y equilibrio

¿Y por qué cuatro paredes? En un mundo con 3 dimensiones espaciales, en el que lo esférico manda a grandes escalas, y en el que lo curvo, alabeado e irregular domina todo lo que nos rodea, tendemos a construir con superficies planas todo nuestro entorno artificial. ¿Por qué? Es posible que la respuesta inmediata sea que es lo más sencillo y económico.

Si viajamos hacia atrás en el tiempo, a los orígenes de la civilización humana, podemos comprobar que los primeros intentos de moldear el entorno se basaban en la colonización de cavernas y grutas buscando cobijo y protección. En ellas, lograr la planeidad de sus superficies era algo ciertamente complicado, y que requería de un esfuerzo y de una tecnología aun por desarrollar. La propia naturaleza, orgánica y aparentemente arbitraria se aleja de la planeidad, salvo por los singulares casos de algunas formaciones minerales cristalinas, y de la especular superficie del agua en calma.

Nuestra propia naturaleza se aleja del plano. Somos seres blandos y alabeados, que aunque respetamos algunas básicas reglas de simetría, nos mantenemos erguidos y perpendiculares al horizonte solo gracias a un complejo sistema de auto equilibrado en el que nuestros sensores, músculos y cerebro trabajan de forma coordinada.

Pero a partir del momento en el que el hombre empieza a construir de verdad, la geometría y los sistemas para replicar empiezan a hacer acto de presencia. Imagino que al principio serían métodos tan sencillos como clavar una estaca y usar una cuerda para trazar la planta circular de un talayot, o servirse de un sencillo escantillón para tallar los sillares y mampuestos para levantar un muro. Y levantados los muros, buscando la verticalidad que garantiza su estabilidad, todo es concatenarlos y distanciarlos lo que nos permita el largo de unos palos, lo más rectos posibles.

Y es que después de todo y a pesar de nuestra curvada naturaleza, nos encontramos cómodos confinados en recintos de 4 paredes, un suelo y un techo. Lo plano calma, transmite confianza, sensación de control y equilibrio. Es fácilmente mensurable y geométrica y matemáticamente construible.

A Zaha Hadid o a Frank Gehry, probablemente este artículo les provocaría urticaria, pero a poco que se analizan las plantas de sus más fastuosas obras, se comprueba que tras sus orgánicas carcasas, los espacios se acaban compartimentando con 4 o 5 pareces planas, un suelo y un techo.

La obra de confort

La obra de confort

“ante la abrumadora tarea de empezar una nueva pintura, decide encajar la expresión facial de su amada por se la sabe de memoria

De los creadores de: “aquí esto siempre se ha hecho así” y “no hay dinero para tantas filigranas”, llega: “la realidad material manda”. Y es que, la sencillez, la facilidad y la comodidad, no están solo en nuestra rutina diaria al hacer la cama sin extender las sábanas bajeras o encorvar el cuello para mirar el móvil, también se manifiesta de diferentes formas a distintos planos de nuestra vida. Y muchos de ellos no tienen por qué tratarse de comodidades físicas o materiales, sino más bien de la más importante de todas, la comodidad mental. La desgana, el pensamiento fácil, la solución que menos quebraderos de cabeza pueda ocasionar. Cualquier solución que nos implique un esfuerzo que escape de nuestro mundo cercano conocido es un enemigo para nuestra mente, tranquila, serena y sin necesidad de complicarse.

La infinidad de soluciones posibles a la hora de atajar por primera vez un proyecto de arquitectura puede llegar a saturar la mente del creador. Como un pintor con un lienzo en blanco que, ante la abrumadora tarea de empezar una nueva pintura, decide encajar la expresión facial de su amada porque se la sabe de memoria. Sin lugar a dudas, por algún sitio hay que empezar pero, cambiar de técnica y pasarse al cubismo tras décadas de trabajo ordinario, solo está al alcance del señor Pablo.

A la hora de desarrollar un proyecto, se torna como práctica más que habitual la elección de soluciones convencionales, tanto espaciales, como técnicas o conceptuales, por el simple hecho de asumir que es lo que hay que hacer para ajustarnos al presupuesto. El capital manda, la economía es lo primero y sin billetes no hay posibilidad de hacer nada que se salga del sota, caballo y rey de la construcción. Pues bien, creo que ya es hora de romper con estos esquemas tallados en mármol en la tumba de algún constructor. La falta de medios económicos es fácilmente sustituible por la creatividad, el esfuerzo y la implicación. Eso sí, necesitaremos una eficaz mezcla de estas tres cuestiones para llegar a buen puerto si no queremos morir ahogados por estrangulamiento de nuestro propio cliente. No basta con tener buenas ideas, es indispensable conseguir desarrollarlas hasta alcanzar un futuro desconocido. Y ese es el verdadero quid de la cuestión: salir de la zona de confort y asomarse al abismo de buscar soluciones que todavía ni siquiera podemos llegar a vislumbrar.

La delgada línea roja

La delgada línea roja

“Si se escarba en las tripas de una edificación antigua, se comprueba que están construidos por una adición de sistemas

A veces me pregunto, como es posible que un conglomerado de materiales de lo más heterogéneo aguante lo que aguanta. Una de dos, o la gravedad no es tan fiera como nos la quieren vender, o tenemos una ejercito de divinos seres celestiales velando por nosotros día y noche.

 Y es que raro es el día en el que las noticias informan del derrumbe de un edificio. Pero raro de verdad. Y eso que se cuentan por decenas de millones los edificios (sin contar con las edificaciones industriales), que colmatan nuestra variopinta geografía. Muchos de ellos centenarios, otros tantos sobre suelos inestables y no pocos en zonas de riesgo sísmico. Algunos en estado de abandono, muchos construidos sin proyecto ni control técnico y otros castigados y sobrecargados por albergar usos para los que no fueron en su día pensados.

Y ahí aguantan apoyados los unos en los otros, viendo pasar el tiempo, y cobijando a sus moradores que se sienten protegidos y seguros bajo ese techo, que en la mayoría de los casos se oculta bajo una escayola. Ojos que no ven…

A poco que se escarba en las tripas de una edificación antigua, se comprueba que están construidos por adición de sistemas compuestos y heterogéneos que combinan elementos prefabricados (como los propios ladrillos, las carpinterías o las viguetas de un forjado), con materiales amasados y producidos a pie de obra. Aquí encontramos las argamasas, morteros, pastas y hasta hormigones. Cabe recordar que los hormigones servidos en obra desde central son relativamente modernos. Y en ocasiones entre ellos no se llevan demasiado bien. La construcción, aunque cada vez menos, ha venido siendo un proceso muy artesanal, para el que el revestimiento (yesos, baldosas y pinturas) venía siendo la solución perfecta para tapar lo que no ha de verse.

El problema, es que ese tapar las vergüenzas, ocasiona que queden también ocultos daños silentes, corrosiones en armados, tuberías obsoletas a punto de reventar, o vigas de madera podridas y a un tris de colapsar.

Afortunadamente en los últimos tiempos, parece que se ha empezado a concienciar a la sociedad en la necesidad de mantener, conservar, rehabilitar y modernizar nuestro parque edificado. Hay motivaciones económicas, y puede ser una buena oportunidad para redefinir nuestro modelo de crecimiento, pero es cierto que es necesario abordar el problema con una estrategia global. Nada se cae, hasta que se cae.

 

Habitar el tiempo

Habitar el tiempo

“Nuestra casa no son las cuatro paredes que cierran el salón, son las horas que pasamos sentados en sofá

A pesar de poder tensarse y comprimirse, deformándose como una tela estirada al caerle una canica, el tiempo es una magnitud que el ser humano percibe de una manera prácticamente constante y lineal. Antes, durante y después. El tiempo se acelera o se ralentiza en función de la masa pero, ¿qué más da si en este planeta apenas somos capaces de percibirlo? Se trata de un proceso continuo, ininterrumpido, que marca una constante. El sol sale, el sol avanza, el sol se pone. Una y otra vez. 

El tiempo es la base de la repetición, cuestión clave de la costumbre ya que nos brinda la suficiente tranquilidad y seguridad mental para afrontar un día más sabiendo, más o menos, cómo se van a desarrollar las cosas. Por lo tanto, realizar tareas repetitivas o simplemente gozar de una rutina diaria, nos ayuda a establecer unas reglas del juego con las que poder bailar con la vida. Y de esta forma, a base de repetir procesos, poder anticiparnos para actuar al respecto o simplemente para sufrir por adelantado.

Las costumbres marcan hábitos y, ¿cómo no? Como su propia palabra indica, nuestros hábitos definen nuestro hábitat, es decir, nuestro espacio personal, nuestra vivienda. Aunque a priori parezca una afirmación retorcida, nuestra casa no viene definida por el espacio, sino por el tiempo. Nuestra casa no son las cuatro paredes que cierran el salón, son las horas que pasamos sentados en el sofá.

Habitamos el tiempo, no el espacio. Nos movemos en la autovía de las horas para recorrer la vida de principio a fin, del nacimiento a la muerte. Ocupando diferentes lugares que tienen una luz por la mañana y otra muy distinta por la tarde. Así que, aunque muchos arquitectos mencionen a la luz como el material de construcción más barato y abundante, podríamos decir que este depende en última instancia de su jefe, el tiempo.

La vivienda constituye el espacio principal y de mayor intimidad de cada uno de nosotros, pero no sería absolutamente nada sin el paso del tiempo, solo una amalgama de ladrillos, tierra, cemento y arena. Una construcción sin ningún tipo de valor más allá de lo puramente económico. Su relación con nuestras experiencias vitales es la clave para convertir una edificación en un hogar y eso solo es posible a través de la paciencia, la madre de todas las ciencias, el tiempo.

Jose Moreno  y  Javier Peña

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