Likes, luego existo

“En el futuro, la arquitectura no se medirá en metros cuadrados, sino en likes por minuto”

Al asomarnos al escaparate digital del presente, no es difícil intuir cómo será la arquitectura en unas décadas: un híbrido improbable entre catálogo de mobiliario escandinavo, episodio de Black Mirror y anuncio de gafas de realidad aumentada. Ya no bastará con levantar edificios; habrá que diseñar escenarios listos para la foto, el vídeo, el holograma y la visita virtual del turista que nunca llegará a pisar el suelo. La arquitectura será, antes que nada, interfaz.

No es ciencia ficción: ya está pasando. Basta con mirar a los nuevos barrios donde el render importa más que el proyecto construido, o a esos pabellones que acumulan más visitas en Instagram que en su acceso real. Si en el siglo XX la consigna era “menos es más”, en el XXI será “mejor con filtro”. Lo importante no será la ventilación cruzada ni la orientación solar, sino la capacidad de proyectar un atardecer infinito en la pantalla de tu casco de realidad aumentada.

Las administraciones, por supuesto, aplaudirán. Igual que celebraron en su día el desarrollismo playero y los polígonos milagrosos, ahora competirán por inaugurar “distritos inmersivos” con promesas de convivencia digital. Ayuntamientos dispuestos a recortar en servicios básicos, pero con fondos europeos Next Generation para levantar plazas que solo existen al ponerte unas gafas de 500 euros. Serán las nuevas ágoras: espacios donde nadie hable en voz alta porque el ruido del dron municipal cubrirá cualquier conversación.

Habrá, por supuesto, arquitecturas audaces. Torres transparentes para oficinas que no se llenarán nunca, auditorios diseñados para eventos en streaming, parques con sensores que simularán estaciones eternas: primavera perpetua para influencers, otoño permanente para catálogos de moda. La audacia ya no consistirá en desafiar la gravedad, sino en engañar al algoritmo.

Y también habrá arquitecturas pausadas, pero camufladas. Viviendas discretas donde lo único optimizado será la conexión a internet; bibliotecas que existirán como edificios de hormigón, pero cuya colección real vivirá en servidores a mil kilómetros de distancia. Espacios que se parecerán a los decorados de una serie distópica: funcionales, silenciosos, diseñados para sobrevivir más en la nube que en la calle.

El ciudadano del futuro no preguntará por la memoria de calidades, sino por la compatibilidad de su salón con la versión 9.0 de la realidad aumentada. Los arquitectos, resignados, se convertirán en community managers espaciales: expertos en generar entornos que se vean bien con cualquier filtro. Y las escuelas de arquitectura acabarán impartiendo asignaturas como “Diseño para scroll infinito” o “Urbanismo de videojuegos”.

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