Cuatro aguas
“Hay gente que salta en paracaídas. Otros escalan montañas. Y luego están los que se enamoran de una casa y cambian de vida por ella.”
Llegaron al despacho con una carpeta bajo el brazo, escrituras recién firmadas y esa mirada que mezcla ilusión con vértigo. Se enamoraron de una casita de planta baja con tejado a cuatro aguas, la compraron con los ahorros de media vida y hasta cambiaron de ciudad por ella. Han dejado atrás trabajos, rutinas y un piso perfectamente funcional en la capital. Todo por esa casa que vieron una tarde de domingo y que no pudieron quitarse de la cabeza. Una de esas construcciones modestas, ecléctica y hasta disonante con el entorno, y que, en el fondo, podría estar casi que en cualquier parte. Pero era esa y solo esa. Fue un flechazo.
Y ahora están aquí, frente a mí, dispuestos a embarcarse en la aventura más temeraria de su vida: ampliarla y adaptarla a sus necesidades. Quieren más metros, más luz, y más vida, pero también quieren que siga siendo “esa casa”. Y yo me siento como si fuera Virgilio a punto de guiarles por los círculos del infierno constructivo.
Como arquitecto, uno pronto aprende que diseñar la ampliación de una casa tan especial es como dirigir la secuela de una película de culto. Tienes que respetar el original, pero también aportar algo nuevo. Y ellos lo tienen claro: quieren mantener la esencia de la casita, ese tejado a cuatro aguas del que se quedaron prendados y que les evoca tardes de verano y domingos familiares, pero al mismo tiempo sueñan con algo contemporáneo, luminoso, que no parezca un pegote. Quieren tradición y modernidad en el mismo volumen. Ahí es nada.
Toca navegar entre las expectativas y la física con la delicadeza de un funambulista. Porque ese tejado a cuatro aguas tan encantador es también una pesadilla estructural cuando quieres subir una planta, y la normativa urbanística aparece como un invitado incómodo a quien nadie llamó, pero que tiene derecho a veto. Se inicia una fase compleja en la que toca decirles con crudeza que Papá Noel no existe, pero que no hay que rendirse.
Al principio es pura épica: “Vamos a hacerlo, esta será nuestra casa”. Luego llega la fase de las dudas: “¿Y si perdemos el encanto de la casita original?”. Más tarde, el debate interno: “¿Queremos terrazas o un segundo dormitorio?” Y se discute sobre tejas, sobre ventanas y sobre ese bendito alero que a uno le parece imprescindible y al otro le sobra. Pero al final, si todo sale bien, llega la redención: el día que entran por primera vez en su casa ampliada y descubren que, contra todo pronóstico, ha merecido la pena.
Hay algo de western en todo esto. Como en La leyenda de la ciudad sin nombre, donde un grupo de pioneros levanta un poblado en medio de la nada con más voluntad que pericia. Aquí también hay pioneros: gente que se lanza a lo desconocido armada con un préstamo hipotecario y una fe inquebrantable en que «no puede ser tan difícil». Y mientras construyen, van descubriendo que sí. Que sí puede ser tan difícil. Que elegir entre mantener la cubierta original o modernizarla es más complicado que un duelo al sol, que subir una planta implica molestar a unos cimientos que llevan décadas en paz, y que los albañiles hablan en su propio idioma.
Y en medio de ese rodaje caótico, aparecerán los extras no deseados. Ese cuñado que entiende de obras porque una vez cambió un grifo; el vecino que opinará sobre la fachada como si fuera un jurado del Pritzker, o ese amigo arquitecto que pasará por allí y soltará con aire condescendiente un “yo no lo habría resuelto así…”. Qué fácil es ser valiente con el sueño de otro.
Al final del camino descubrirán que ampliar una casa es, en el fondo, un acto de fe. Fe en que las cosas saldrán bien y en que el esfuerzo valdrá la pena. Conseguirán crear un lugar propio, imperfecto y único, donde convivirá la memoria de lo que fue y la promesa de lo que será. Con su tejado a cuatro aguas (original o reinterpretado, ya se verá), con sus errores y sus aciertos y con esa grieta en la esquina que siempre les recordará que lo hecho a mano nunca es perfecto.
Y eso, al final, es lo que queda cuando se apagan las luces del despacho y el arquitecto cierra la carpeta del proyecto: la certeza de haber acompañado a alguien en su particular salto al vacío. Un salto que, contra todo pronóstico, casi siempre termina bien.
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