Cinco minutos más…

“Todo el día por delante, ideas claras y un destornillador. La tormenta perfecta.”

Hay días en los que todo sale mal. Y no sé muy bien por qué pasa, pero al despuntar el alba siento una sensación cuasi premonitoria contra la que inútilmente trato de resistirme, pero que acaba confirmando en el ocaso, que hubiera sido mejor no haberse levantado. En serio, es algo que habrá de ser estudiado en las facultades de ciencias físicas, pues tiene que ser la Piedra Rosetta de la cuántica, y probablemente quien lo descifre gobernará las leyes del universo.

Murphy, con su famosa ley, ya lo desarrolló filosóficamente: si algo puede salir mal, saldrá mal. Y tal vez su pesimista y conformista conclusión al postulado sea la forma más pragmática y positiva de enfrentarse a la dura realidad que supone transitar por el devenir del tiempo. Hoy lo llaman resiliencia, que es una forma más “mindfulness” y moderna de referirse a la abnegación o a la resignación de otras épocas, pero vamos, que viene a ser lo mismo. Eso sí, revestido de una maravillosa aura de positivismo. “Tranquilo, los problemas no son debilidades, sino oportunidades para descubrir tus nuevas fortalezas. ¿Algo no ha salido como querías? Tranquilo, toma distancia y aprovecha esta oportunidad para aprender a gestionar tu ira con mecanismos de autocontrol…”

Y aquí ando yo, con una ampolla en la yema del dedo índice provocada por una quemadura con el soldador de estaño, una placa base chamuscada y humeante, dos tornillos atascados con la rosca pasada —que jamás podrán salir de su orificio—, un destornillador doblado y unas ganas inmensas de ahorcar al gurú supremo del yoga y de defecarme en sus chakras, desde el coxis hasta la coronilla. Be water, my friend… ¡Los cojones!

Pero no acaba ahí la cosa, no… El día no puede rematarse así sin más, con dos gritos al cielo para liberar algo de presión de la caldera. Junto con los desastres encadenados —y de gravedad creciente— hasta el momento en que se detiene toda acción, viene siempre incluido en el pack el oportuno comentario condescendiente del pobre incauto que pasa por allí. La tormenta perfecta. “Tranquilo, hombre, no pasa nada. No es tan grave. Si es que te pones muy nervioso. Anda, déjame ver a mí, en mis tiempos yo era un manitas…”

Lo que esa persona no sabe es que, en ese instante, ha cruzado la delgada línea que separa la amable empatía del suicidio asistido. Porque el bricolaje casero no admite testigos ni consejos; es un ritual íntimo, casi arquitectónico. Uno parte con un plano mental, calcula, ajusta… y luego la realidad se encarga de recordarle que las leyes de la estática y de la lógica no aplican en su cocina. Es el síndrome del arquitecto de sofá: creer que, por haber visto tres tutoriales en internet, uno puede levantar una catedral gótica con un taladro inalámbrico y cinta americana.

A estas alturas del día, mi taller improvisado parece el despacho de un proyectista moderno después de un concurso fallido. Me consuelo pensando que incluso Le Corbusier, si hubiera intentado cambiar un enchufe en casa, habría acabado jurando en varios idiomas y rediseñando la instalación eléctrica desde cero.

Y claro, mientras recojo los restos del naufragio doméstico, me miro en el reflejo del horno y me descubro convertido en una especie de Inspector Clouseau de la fontanería: torpe pero decidido, arrasando con la serenidad del entorno mientras mantengo una absurda dignidad. Falta la música de Henry Mancini y una cámara lenta que me acompañe cuando el destornillador cae al suelo como si fuera la última esperanza de la jornada.

Al final del día, mientras guardo el soldador como quien entierra a un enemigo temporal, me viene a la cabeza la frase con la que empezó todo. Sí, hay días en los que todo sale mal. Y aunque me prometo que mañana no tocaré un solo cable, sé perfectamente que volveré a intentarlo. Porque, en el fondo, uno no deja de ser arquitecto de su propio desastre.

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