Cónclave

“la arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres.

Mira que me propuse cuando empezamos esta aventura de la cuarta pared, alejarme de la actualidad, y tratar temas atemporales. Sin oportunismos.  pero hoy voy a pecar… ¡mea culpa!

Por motivos evidentes, la semana pasada revisité la película Cónclave, y no pude evitar pensar en que pocas instituciones manejan tan bien el simbolismo espacial como la Iglesia católica. El Vaticano no solo es sede del poder eclesiástico; es un gran escenario abierto al mundo. Una coreografía de mármol, columnas, órdenes, bóvedas y frescos diseñada para que todo huela a eternidad. Pero cuando un papa muere, envuelto en un aura de dignidad de quien sabe que ya lo ha dicho todo, la escenografía adquiere su máximo protagonismo, eclipsando la efímera humanidad del representante de Dios en la tierra. Y la película lo refleja muy bien.

La arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Su barroco no es decoro, es dogma. Cada espacio, desde la Capilla Sixtina hasta los pasillos donde se cruzan cardenales y secretos, está construido para recordarnos que el tiempo del mundo es irrelevante frente al tiempo de Dios. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres. Por eso impresiona tanto ver ese decorado enfrentarse al vacío. Un trono sin figura. Una mitra sin cabeza. El humo que no se decide entre negro o blanco.

En Cónclave, el Vaticano no es fondo. Es forma. Es la caja cerrada donde se destila el poder, y también su prisión. Porque si algo revela la película es, que bajo el oro también hay soledad. Que esos muros sagrados pensados para encerrar misterio también encierran miedo. La fe, por momentos, parece suspendida en un techo de Miguel Ángel, pero los hombres que la sostienen pisan un suelo de dudas, mármol frío y liturgias que pesan como armaduras.

Mientras el papa Francisco —el real, el de carne frágil y mirada lúcida— se ha retirado a su eterno descanso, da la sensación de que esa arquitectura también se prepara para el silencio. Como si el Vaticano supiera que su siguiente acto no dependerá solo de dogmas ni de cardenales. Quizás, también, de cuán humano quiera ser ese lugar que siempre se ha creído eterno.

Porque al final, ni la bóveda más imponente ni el altar más solemne pueden ocultar una verdad simple: la de que toda piedra, por divina que se proclame, está habitada por hombres. Y cuando un hombre se va, incluso en Roma, el eco es tan largo como los pasillos que deja atrás.

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