La realidad irreal
“En los nuevos laboratorios digitales, el proyectista ya no dibuja ni construye: programa atmósferas. Ajusta brillos, calibra reflejos y modula luces que no existen”
Imaginemos un futuro no tan lejano en el que la arquitectura ya no se proyecta sobre el papel ni se recorre con el cuerpo, sino que se habita a través de una interfaz. Gafas, visores o lentes ligeras nos permitirán entrar en un edificio inexistente y movernos por él sin que nuestros pies toquen el suelo. Será posible sentir que estamos allí, aunque no haya ni aire, ni textura, ni peso. En ese horizonte que ya anuncian dispositivos como las Vision Pro o las gafas de Meta, la experiencia arquitectónica podría reducirse a un acto puramente visual.
Durante siglos, el arquitecto ha imaginado espacios para ser caminados, atravesados, ocupados. La arquitectura siempre se ha comprendido con los ojos, sí, pero también con las manos, con la piel, con la temperatura del aire. Sin embargo, la realidad aumentada y los entornos inmersivos amenazan con disolver esa dimensión física en favor de una experiencia completamente mediada por la vista. En los nuevos laboratorios digitales, el proyectista ya no dibuja ni construye: programa atmósferas. Ajusta brillos, calibra reflejos y modula luces que no existen.
La consecuencia de este desplazamiento es sutil pero profunda. Si el proceso de diseño se desarrolla en entornos virtuales, el arquitecto corre el riesgo de olvidar la resistencia de los materiales, el peso del hormigón, el sonido del eco. La arquitectura se convierte en una simulación perfecta, donde no hay errores, ni desgaste, ni tiempo. Todo está iluminado de manera homogénea, todo permanece limpio, suspendido en una eternidad sin rozaduras. Pero precisamente en esas imperfecciones —en una sombra que se mueve, en una puerta que cruje, en un suelo que cede un poco bajo el paso— habita la emoción de lo arquitectónico.
Quizá el mayor peligro de esta nueva era no sea la pérdida de lo real, sino la pérdida del asombro. Cuando todo puede visualizarse antes de existir, ¿qué lugar queda para la sorpresa de entrar por primera vez en un espacio desconocido? Si los recorridos se sustituyen por experiencias preprogramadas, el cuerpo deja de participar en la comprensión del lugar. Ver se vuelve suficiente, y con ello la arquitectura se transforma en una sucesión de imágenes navegables, pero no habitables.
No se trata de oponerse a la tecnología. Las herramientas de visualización son hoy parte inseparable del proceso de proyecto, y su capacidad para anticipar decisiones o comunicar ideas resulta incuestionable. El riesgo está en confundir el modelo con la realidad, en dejar que la representación sustituya a la experiencia. El espacio virtual puede ser una extensión del pensamiento arquitectónico, pero nunca su reemplazo.
Quizá el futuro exija precisamente un nuevo equilibrio: reaprender a mirar con el cuerpo, a proyectar con los sentidos, a no olvidar que la arquitectura, más que un conjunto de imágenes, es una forma de estar en el mundo. Porque cuando todo se ve pero nada se toca, el espacio deja de ser un lugar y se convierte en una ilusión. Y entonces, lo que desaparece no es solo la materia, sino también la emoción que da sentido a la arquitectura.
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