Modo avión
“Vivimos tan conectados que necesitamos un sótano, un túnel o un ascensor para recordar cómo suena el silencio.”
Hay un instante que es casi místico. Cuando el ascensor se cierra y el teléfono pierde cobertura. La pantalla, súbitamente muda, deja de vibrar, de pedir, de avisar, de importunar. Un silencio de otra época se cuela entre los pisos como una rendija de tiempo suspendido. Son apenas unos segundos… un minuto a lo sumo, pero algo en ese lapso se parece a una revelación: la certeza de que el mundo sigue girando aunque nadie nos escriba.
No es casual que muchos de esos lugares sin señal, sótanos, pasajes, túneles o viejos muros de hormigón armado, se parezcan tanto a refugios. La arquitectura, que durante siglos se esforzó por protegernos del clima, parece como si ahora intentase protegernos del ruido invisible, aun en contra de nuestra propia voluntad. Empiezan a aflorar cafeterías que se anuncian “sin Wi-Fi, hablen entre ustedes”, hoteles que presumen de desconexión digital, o urbanizaciones que prometen “retiros offline” con el mismo entusiasmo con el que antes se vendían vistas al mar. Hemos convertido el modo avión en una experiencia de lujo, un producto más dentro del mercado de la atención agotada.
La paradoja es que en el fondo, nadie desconecta del todo. Decididos, guardamos el móvil en el cajón, para comprobarlo diez minutos después, no sea que el universo haya decidido cambiar de rumbo sin avisarnos. Queremos silencio, pero con botón de pausa; aislamiento, pero reversible. Y cuando por fin lo logramos, cuando el ascensor baja y la señal desaparece, sentimos un doble impulso: el alivio de la tregua y el vértigo de sabernos fuera del mapa. La soledad asusta y el valor flaquea.
Quizá sea porque nuestras casas ya no saben estar calladas. Los altavoces inteligentes nos escuchan, los relojes nos vigilan, las persianas obedecen órdenes que no hemos dado. La domótica, ese eufemismo amable del control, ha colonizado la intimidad con sensores, algoritmos y notificaciones que miden incluso el descanso. Hemos pasado del hogar como refugio al hogar como interfaz. Un escenario donde el ruido digital nunca duerme.
En Her, el protagonista se enamora de una voz artificial que le susurra al oído todo lo que el mundo real ha olvidado decirle. Tal vez por eso la película resulta tan perturbadoramente actual: no habla de tecnología, sino de la nostalgia de una conversación cercana, humana y sincera. Y aunque en la película está llevado a un extremo, cada vez menos inverosímil, nosotros también caminamos por la vida con auriculares y asistentes virtuales, buscando compañía en un murmullo que solo confirma nuestra desconexión. Mientras tanto, los espacios públicos se vacían. Ya nadie mira alrededor, solo la versión aumentada de la realidad que cabe en la pantalla.
La hiperconexión, pensada para acercarnos, ha terminado por disolver la frontera entre dentro y fuera, y en el fondo por alejarnos más y más de nosotros mismos. El trabajo se cuela en el salón, las redes en la cocina, las alertas en el dormitorio. Todo es flujo continuo de un presente perpetuo. Por eso, cuando una pared gruesa o un túnel subterráneo interrumpe la señal, se produce un pequeño milagro: el regreso de la frontera. De pronto, el espacio recupera su peso, el tiempo su espesor, y el mutismo vuelve a tener forma. Son solo unos instantes de ingrávida sensación de vértigo y falta de asideros a nuestro mundo de seguridad conectada, pero lo suficiente como para hacernos “clic” en esa consciencia en la que no reparamos cuando estamos conectados.
Quizá la desconexión no consista en apagar nada, sino en volver a mirar lo que tenemos delante. En redescubrir el sonido del tráfico lejano, la sombra que avanza por la pared o en reparar en por qué las salas de estar solían tener sofás y tresillos de dos más tres plazas. El modo avión, al final, no es un botón: es una grieta por donde se cuela la realidad. Y tal vez ahí, en ese aislante conducto entre forjados, descubramos que seguir conectados no era lo mismo que seguir vivos.
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