La nevera sin imanes

La nevera sin imanes
“Antes se heredaban muebles; hoy se heredan hipotecas y cuentas de Netflix.”
Durante décadas, hablar de vivienda era hablar de ladrillo, de metros cuadrados y de esa épica modesta que consistía en tener un techo propio, aunque fuera con goteras. La familia nuclear, con su sofá de tres plazas, su mesa extensible para visitas y un televisor que presidía como tótem la vida cotidiana, marcaba el estándar. Hoy, en cambio, el modelo de habitar ya no es unívoco: la casa se ha convertido en escenario de múltiples biografías fragmentadas, con contratos de alquiler temporales y decoraciones que oscilan entre el minimalismo escandinavo y el maximalismo kitsch. Hay que reconocerlo: Ikea lo vio venir.
El viejo ideal del hogar como patrimonio familiar ha mutado en la lógica del “espacio como servicio”. Plataformas que alquilan habitaciones por días con cajitas con cerradura con combinación en la puerta para albergar la llave, pisos que se transforman en coworkings por la mañana y en local para fiestas privadas por la noche o urbanizaciones que parecen resorts con gimnasio comunitario. La vivienda se ha convertido en un híbrido entre hotel, oficina y plató para influencers amateur.
La paradoja es que, en plena era de la hiperconexión, la intimidad se diluye. Donde antes había fotos familiares clavadas con chinchetas en el corcho, hoy hay luces LED programables que cambian de color según el estado de ánimo que tenga Alexa, que es quien en el fondo gobierna el espacio. Los salones ya no se diseñan para recibir visitas físicas, sino para tener un ángulo decente de cámara y un fondo que no arruine la videollamada. La cocina, antaño espacio de encuentro, se ha convertido en escenario para tutoriales de recetas con pretensiones de ser trending topic.
El cambio no es solo espacial, sino vital. La clásica pareja con hijos y perro ha dejado paso a una constelación de modelos familiares: hogares monoparentales, pisos compartidos entre treintañeros que no pueden (o no quieren) comprar, mayores que rehúyen la soledad en cooperativas de cohousing, y hasta nómadas digitales con pinganillo que convierten el salón en una terminal aeroportuaria permanente. Series como Friends o Aquí no hay quien viva ya anticiparon, a su manera, esa convivencia improbable de gente unida más por la renta que por la sangre.
Las estadísticas de mercado lo confirman: los metros cuadrados se encarecen, pero lo que de verdad sube es la lista de extras. Piscina comunitaria infinity, sala gamer 7G, gimnasio conectado y en algunos países, hasta dog parks integrados en la urbanización. Lo irónico es que muchas de estas comodidades se pagan a precio de oro sin que nadie tenga tiempo real de disfrutarlas.
Y, sin embargo, entre tanta mutación, la vivienda sigue siendo el espejo de nuestras aspiraciones y miedos. El auge de los micro apartamentos, esas cápsulas donde cabe una cama, una pantalla y poco más, revela una generación resignada a habitar más en lo digital que en lo físico. Mientras tanto, las casas suburbanas con jardín, modelo de éxito de los años 80, sobreviven como escenario de series nostálgicas más que como aspiración real para muchos jóvenes.
Quizá lo más inquietante es que, al sofisticar la vivienda, corremos el riesgo de perder lo esencial. La casa convertida en algoritmo de confort (termostato inteligente, persianas automáticas o altavoz que escucha tus secretos) es también una máquina de control que mide consumos, hábitos y rutinas. Hemos pasado del refugio al panel de macrodatos. Y en esa transición, el azar, la imperfección y hasta el desorden han quedado relegados a fallos del sistema… con lo bonito que era encontrase una nevera tapizada de imanes de viajes y facturas de compra.
Tal vez por eso, lo más valioso de una casa siga siendo lo mismo de siempre: un sofá gastado donde echar la siesta, una mesa que acumula migas, una ventana que deja entrar una corriente inesperada de aire. Lo que resiste, incluso entre tanta innovación, es la experiencia mínima de habitar: sentir que un lugar, por precario, provisional o incómodo que sea, es ese espacio donde poder cerrar la puerta, bajar el filtro y, aunque solo sea por un rato, habitar sin espectadores.
Una moto en el salón

Una moto en el salón
“La arquitectura, como escenario, tiene la capacidad de transformar el significado de las cosas”
Hay algo inquietante en ver una moto aparcada en mitad de un salón. No me refiero a una imagen publicitaria cuidada ni a una instalación artística preparada para la ocasión, sino a esa irrupción accidental, inesperada, de un objeto que sentimos fuera de lugar y que puede dejar una mancha de aceite en el suelo. La sorpresa, en realidad, no proviene tanto de la moto por sí misma, sino del cambio de contexto: de pronto, se convierte en una escultura, en reliquia, en algo extraño y casi absurdo. El objeto no ha cambiado, pero nuestra percepción sí.
La arquitectura, como escenario, tiene la capacidad de transformar el significado de las cosas. Pensemos en el momento de entrar en un museo de ciencias naturales y levantar la vista hacia el esqueleto suspendido de un dinosaurio. Ese animal nunca voló; y sin embargo ahí lo tenemos, flotando sobre nuestras cabezas. La escala colosal, la suspensión imposible y el entorno inmaculado del museo lo convierten en un objeto casi sagrado, despojado de su condición de ser vivo.
Aunque parezca mentira, hoy en día podemos ver un deportivo aparcado en el piso 23 de un rascacielos de Miami. Solo a los millonarios se les ocurre subir estás máquinas en ascensores especiales para exhibirlas ante sus amigos, logrando un efecto de descontextualización parecido al de los esqueletos suspendidos de aquellos seres que dominaron la Tierra hace 65 millones de años. Un coche, en la calle, es puro transporte; en el salón, elevado sobre la ciudad, se convierte en un tótem. Su escala, desmesurada en un espacio doméstico, rompe la rutina y obliga al espectador a mirarlo con otros ojos.
Tendemos a asociar los elementos con entornos concretos: una mesa en el comedor, un coche en el garaje o una jirafa en la sabana. Cuando algo sale de ese guión, lo objetivamos, lo sacamos de su función utilitaria y racional para convertirlo en otra cosa: un artefacto, un símbolo, una pieza de museo. Es el poder del cambio de medio, pero sobre todo de la escala: la relación entre el tamaño del objeto y el lugar que lo contiene.
La arquitectura juega constantemente con esa tensión. Recordemos el pabellón de Mies van Der Rohe en Barcelona, donde una simple escultura de mármol se convierte en el centro absoluto del espacio gracias a su colocación estratégica y su proporción. O el Guggenheim de Bilbao, donde una araña gigante de Louise Bourgeois, plantada junto al río, altera nuestra percepción del entorno: no vemos solo un puente y un museo, sino un escenario habitado por presencias desproporcionadas.
La emoción que generan estos desajustes es, en el fondo, la materia prima de la que se nutre la arquitectura. El asombro de lo inesperado, la intensidad de lo incongruente. Una moto en el salón no es solo un error práctico, también es un elemento plástico. Un recordatorio de que los espacios no son neutros y de que las cosas pueden resignificarse.
Quizás por eso la escala es una de las cuestiones centrales de nuestro oficio: porque no se trata únicamente de medir, sino de emocionar. Una puerta demasiado alta nos hace sentir pequeños; un techo bajo nos obliga a agachar la cabeza; un objeto fuera de lugar nos saca de la costumbre. En ese juego de proporciones y escenarios, descubrimos que la arquitectura no solo construye espacios, sino también percepciones.
Al final, todo depende de dónde coloquemos la moto.
Like, luego existo

Likes, luego existo
“En el futuro, la arquitectura no se medirá en metros cuadrados, sino en likes por minuto”
Al asomarnos al escaparate digital del presente, no es difícil intuir cómo será la arquitectura en unas décadas: un híbrido improbable entre catálogo de mobiliario escandinavo, episodio de Black Mirror y anuncio de gafas de realidad aumentada. Ya no bastará con levantar edificios; habrá que diseñar escenarios listos para la foto, el vídeo, el holograma y la visita virtual del turista que nunca llegará a pisar el suelo. La arquitectura será, antes que nada, interfaz.
No es ciencia ficción: ya está pasando. Basta con mirar a los nuevos barrios donde el render importa más que el proyecto construido, o a esos pabellones que acumulan más visitas en Instagram que en su acceso real. Si en el siglo XX la consigna era “menos es más”, en el XXI será “mejor con filtro”. Lo importante no será la ventilación cruzada ni la orientación solar, sino la capacidad de proyectar un atardecer infinito en la pantalla de tu casco de realidad aumentada.
Las administraciones, por supuesto, aplaudirán. Igual que celebraron en su día el desarrollismo playero y los polígonos milagrosos, ahora competirán por inaugurar “distritos inmersivos” con promesas de convivencia digital. Ayuntamientos dispuestos a recortar en servicios básicos, pero con fondos europeos Next Generation para levantar plazas que solo existen al ponerte unas gafas de 500 euros. Serán las nuevas ágoras: espacios donde nadie hable en voz alta porque el ruido del dron municipal cubrirá cualquier conversación.
Habrá, por supuesto, arquitecturas audaces. Torres transparentes para oficinas que no se llenarán nunca, auditorios diseñados para eventos en streaming, parques con sensores que simularán estaciones eternas: primavera perpetua para influencers, otoño permanente para catálogos de moda. La audacia ya no consistirá en desafiar la gravedad, sino en engañar al algoritmo.
Y también habrá arquitecturas pausadas, pero camufladas. Viviendas discretas donde lo único optimizado será la conexión a internet; bibliotecas que existirán como edificios de hormigón, pero cuya colección real vivirá en servidores a mil kilómetros de distancia. Espacios que se parecerán a los decorados de una serie distópica: funcionales, silenciosos, diseñados para sobrevivir más en la nube que en la calle.
El ciudadano del futuro no preguntará por la memoria de calidades, sino por la compatibilidad de su salón con la versión 9.0 de la realidad aumentada. Los arquitectos, resignados, se convertirán en community managers espaciales: expertos en generar entornos que se vean bien con cualquier filtro. Y las escuelas de arquitectura acabarán impartiendo asignaturas como “Diseño para scroll infinito” o “Urbanismo de videojuegos”.
Vivir sin nada

Vivir sin nada
“Un colchón cómodo, un cuenco para comer y una ventana por la que entre el sol pueden bastar para que la vida suceda.”
Hay algo profundamente inquietante en la imagen de una habitación vacía. Ese eco que se prolonga cuando damos un paso, la luz que se derrama sin obstáculos, la ausencia de cualquier referencia que nos devuelva la escala. Una estancia sin muebles, sin objetos ni ornamentos, nos invita a pararnos a respirar hondo y pensar. De hecho, se convierte de pronto en un espejo incómodo donde solo nos vemos a nosotros mismos. El vacío nos enfrenta a lo esencial y nos obliga a mirarnos sin distracciones.
Las casas japonesas de apenas unos metros cuadrados, los monasterios que eliminan todo lo superfluo o los refugios alpinos donde solo cabe lo imprescindible, son testimonios de una pregunta recurrente: ¿Cuánto necesitamos realmente para vivir? El espacio vacío no tiene por qué ser algo incompleto, puede ser un recurso.
El estilo de vida minimalista que muchos orientales practican en esos pequeños apartamentos de apenas cuatro paredes y un tatami es un ejemplo extremo de esta tendencia a vivir con menos y cuestionar la idea de que bienestar equivale a posesión. En España, sin embargo, esta realidad se impone no tanto por elección, sino porque las diminutas viviendas que algunos promotores venden como modernas —solo por tener ventanas color antracita— obligan a muchos jóvenes a dejar en casa de sus padres sus viejas colecciones de cómics.
El siglo XX nos dejó ejemplos brillantes de esta pulsión racional por lo mínimo. Las Case Study Houses en California, concebidas tras la Segunda Guerra Mundial como una alternativa industrializada a la vivienda tradicional, exploraban cómo la casa podía reducir su esencia sin perder dignidad, confort, ni el viejo estilo de vida norteamericano. Del mismo modo, algunas premisas del movimiento moderno, con Mies van der Rohe a la cabeza, nos legó aquella máxima “menos es más” que hoy resuena con una claridad inesperada en la vorágine de la saturación contemporánea del consumismo extremo.
Resulta curioso cómo los objetos, acumulados con paciencia durante años, acaban ocupando no sólo nuestras casas, sino también nuestra atención y, en cierta medida, nuestra libertad. Una estantería repleta, un armario que desborda o una mesa cubierta de cosas, parecen darnos seguridad, pero también nos atan. El minimalismo radical, en cambio, propone todo lo contrario: reducir, dejar ir y desprenderse. Y al hacerlo, descubrir un nuevo tipo de riqueza, más silenciosa y discreta.
Vivir sin nada no significa necesariamente vivir en la indigencia ni renunciar a las comodidades básicas. Significa entender que el espacio, la luz, y la relación de nuestro cuerpo con los paramentos que envuelven la arquitectura, pueden ser suficientes para vivir en paz. Que un colchón cómodo, un cuenco para comer y una ventana por la que entre el sol pueden bastar para que la vida suceda. Quizás el verdadero lujo consista en tener menos cosas y más tiempo. Menos objetos y más experiencias.
Quizás se trate de un acto de resistencia. Una manera de poner en cuestión un sistema que nos invita a consumir sin descanso. Una forma de recordar que somos más que lo que poseemos. Al final, la verdadera pregunta no es si podríamos vivir sin nada, sino si seríamos capaces de aceptar el silencio que eso conlleva. Porque ese vacío, tan temido, puede ser también un lugar fértil. Un espacio donde, por fin, poder escuchar lo que llevamos dentro.
Volver a empezar

Volver a empezar
“La ciudad no espera. Solo cambia de piel mientras tú vuelves con la arena aún pegada a las pestañas”
Hay un instante preciso, casi cruel, que marca el fin del verano: el momento en que la maleta se vacía en la misma habitación donde hace un mes te prometiste no volver a vivir con prisas. La ropa huele todavía a crema solar, el cuerpo arrastra un tempo más lento y la cabeza, ingenua, se resiste a admitir que el horizonte ya no es azul marino, sino gris hormigón.
Volvemos a la ciudad. A ese escenario que, después de semanas de pueblos somnolientos, playas kilométricas o terrazas con siestas incluidas, parece un decorado demasiado cargado. Todo es ruido, semáforo y prisa. Y sin embargo, lo aceptamos. Porque esta vuelta no es solo geográfica. Es existencial. Pasamos de la arquitectura del sosiego —porches, balcones y toldos— a la geometría implacable de la rutina: fachadas alineadas, calles que convergen sobre sí mismas y persianas que suben al ritmo de una agenda que no admite sorpresas.
Lo más curioso es que, en verano, la ciudad no se detiene. Mientras tú jugabas a vivir como en una película italiana de los 60, ella mudaba su piel. Las obras avanzaron sin tu permiso. Aquel puente mastodóntico que partía la ciudad ha desaparecido, las tiendas han mutado sus escaparates y hasta los pasos de peatones parecen más blancos mientras la peatonalización de la arteria principal de la ciudad avanza a ritmo de time-lapse. La ciudad, como una amante fría, no te extraña, no te espera. Solo cambia de piel mientras tú vuelves con la arena aún pegada en las pestañas, sabedora de que acabarás irremediablemente atrapado en ella como otras tantas veces.
Y ahí te encuentras tú, otra vez reaprendiendo a mirar fachadas después de un mes mirando horizontes. Descubriendo que el azul intenso del mar se ha convertido en el reflejo azulado de un ventanal de oficinas. Que las olas que antes golpeaban tu oído son ahora el zumbido sordo de la barredora de Piquersa. Que los atardeceres en Technicolor han dado paso al naranja vapor de sodio de las farolas. Si en agosto la arquitectura era piel desnuda y luz cruda, en septiembre vuelve a ser armadura: vidrio, metal y hormigón conteniendo nuestras urgencias.
Y como si el verano se resistiera a irse del todo, septiembre nos regala su extraño ritual de lluvia roja. Esa mezcla improbable de barro y melancolía que empapa fachadas y deja coches cubiertos de polvo africano, recordándonos que hasta en la ciudad hay desiertos que nos rozan. Los toldos manchados parecen lienzos y el asfalto se tiñe de ocre, como si alguien hubiera querido darle un filtro nostálgico al escenario urbano, pero sin la entidad suficiente como para que apetezca hacer migas.
Hay algo casi cinematográfico en este retorno. Como en Lost in Translation, pero sin Tokio ni Scarlett Johansson: tú, frente al cruce abarrotado de otros tantos infelices viendo pasar coches que llegan tarde a algún lugar, intentando recordar que tenía de fascinante este caos.
La ciudad, en el fondo, también es un espectáculo. Un decorado que cambia de guion con cada estación. En verano nos parece inhóspita, pero en cuanto empieza a refrescar, recupera cierta épica: las luces tempranas encendiendo ventanas, el olor a plancha del bar de la esquina, o la piel del asfalto recién baldeado brillando como si Scorsese hubiera decidido rodar en tu calle.
Al final, regresar no es solo volver al trabajo: es reconciliarse con la densidad. Con ese tejido urbano que, aunque nos agobie, también nos sostiene. Y quizá ahí esté la enseñanza oculta: que necesitamos el vacío para apreciar la trama. Que sin el silencio del pueblo y el campo, la ciudad no hablaría tan alto.
Así que desempolva las gafas de sol (no por glamur, sino por los reflejos de los ventanales), ajusta el paso y acepta el cambio de escenario. Porque la vuelta a la ciudad, con todos sus ángulos y aristas, también es parte de la película. Y, quién sabe, puede que en algún plano fugaz la arquitectura te regale un instante de belleza capaz de competir con el horizonte infinito del mar.
Casa nueva

Casa nueva
“Hacen falta varios días para encender y apagar la luz a la primera sin equivocarse de interruptor”
Los primeros días en una casa nueva se viven como si uno habitara la vida de otro. Todo está limpio, sí, pero no es nuestro. La luz entra distinta, los sonidos rebotan raro en las paredes aún vacías, y el eco de los pasos recuerda constantemente que no hay alfombra, ni cuadros, ni siquiera una historia. Uno se sienta en el sofá y mira a su alrededor con una mezcla de emoción y extrañeza, como si el espacio todavía no nos reconociera. Todo está por estrenar, incluso nosotros mismos, que de repente caminamos más despacio y sentimos que cualquier gesto desentona en una casa impoluta y casi vacía que aún no ha aprendido nuestro ritmo ni nuestras rutinas.
Mudarse es, en el fondo, un pequeño duelo y una pequeña conquista. Se deja atrás un lugar lleno de hábitos y certezas, para empezar de cero en un entorno que aún no nos entiende. Las casas, al igual que las personas, necesitan tiempo para conocerse. Se trata de una relación bidireccional: tú te adaptas a la casa y ella se adapta a ti. Hacen falta varios días para encender y apagar la luz a la primera sin equivocarse de interruptor. El váter suena distinto y el frigorífico cierra con otra fuerza. Por mucho que habitemos el espacio, uno no vive realmente en un sitio hasta que sabe cómo esquivar esa esquina de la mesa baja sin golpearse el muslo. Y eso, claro, lleva tiempo.
Al principio vivimos rodeados de silencios. No de un silencio absoluto, sino uno construido a partir de ruidos desconocidos: una cañería que se queja, un vecino que arrastra muebles a medianoche, el crujido de la madera al enfriarse… Desde un primer momento parecen intrusos, como si recordaran a cada instante que todavía no pertenecemos del todo a ese lugar. Nos obligan a escuchar con atención, a imaginar historias detrás de cada golpe. Pero esos sonidos, que al principio incomodan, con el tiempo terminan volviéndose familiares, casi tranquilizadores. Pasan de ser señales de extrañeza a convertirse en el telón de fondo de nuestra rutina, hasta el punto de que un día, si no se oyen, los echamos de menos.
Los primeros días se vive en piloto automático. Se duerme ligero, se desayuna de pie y se abren por costumbre las puertas de la cocina equivocadas buscando el vaso que ya no está donde solía. Pero poco a poco, sin apenas darnos cuenta y de manera totalmente natural, comenzamos a colonizar el espacio. Las cosas —esas que arrastramos de mudanza en mudanza, con cariño y obstinación— empiezan a ocupar su sitio. Una lámpara sobre la mesita, una foto en la estantería, una manta raída en el sofá: objetos que actúan como anclas emocionales, capaces de domesticar el espacio más hostil con su mera presencia.
Porque habitar es eso: una acumulación de gestos, de ritos cotidianos que transforman lo ajeno en propio. El hogar no lo hace el pavimento laminado color roble colocado en espiga, ni los metros cuadrados del dormitorio. Lo hacen las mañanas con café, las discusiones de pareja sobre dónde poner la mesa del comedor, los calcetines perdidos y los platos sin lavar. Esas pequeñas escenas van sedimentando, como capas invisibles de tiempo, hasta que un día uno se da cuenta de que, sin saber cómo, ya vive allí. Y entonces la casa deja de ser nueva. Y empieza a ser hogar.
Arquitectura sin planchar

Arquitectura sin planchar
“Dura tres días y cuesta tres becarios, pero deja treinta gigas de fotos con filtro cálido. Arquitectura de temporada.”
La arquitectura efímera tiene algo de sueño de una noche de verano y mucho de foto para el Instagram. Estructuras ligeras, textiles tensados, carpas con nombre en alemán (aunque las haya diseñado un becario en Albacete) y esa fascinación por lo desmontable que parece una oda al desapego… pero en realidad es puro espectáculo. Porque si algo no se cae y, además, queda bonito en el render, ya se considera intervención urbana.
En los últimos años hemos visto cómo la arquitectura textil ha conquistado plazas, festivales, exposiciones y concursos con presupuestos minúsculos y ambiciones cósmicas. Ahí están los pabellones de las Serpentine Galleries en Londres, donde cada verano alguien reinterpreta la gravedad con lona, acero y mucha teoría. O las instalaciones de Frei Otto rescatadas en forma de nostalgia con patrón parametrizado. Por no mencionar la miríada de tenderetes culturales de verano que parecen diseñados por un genio a medio camino entre el ingeniero estructural y el escaparatista zen, que brotan como champiñones en parques centroeuropeos y en los que ciudadanos de la generación Montessori retozan descalzos y con sonrisas utópicas.
Pero no basta con tensar una lona; hay que tensar también el discurso. Porque lo efímero, para ser tomado en serio, necesita una justificación crítica. Ya no se trata de proteger del sol, sino de “crear una experiencia permeable al tránsito emocional del usuario”. Es un toldo, sí, pero con relato. Un refugio contra el sol y, de paso, contra la banalidad…¡si es que me tengo que reír!
Lo curioso es que esta arquitectura, pensada para desaparecer, es la que más obsesivamente se documenta. Vídeos, drones, making-of, tesis doctorales, noticias de telediario estival. Dura tres días, pero deja treinta gigas de legado. Como si lo importante no fuera el espacio vivido, sino el archivo que lo justifica. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene hacer algo efímero si no se convierte luego en página de revista?
Al final, la gran contradicción es querer pasar a la posteridad con una obra diseñada para caducar. El ego del arquitecto se disfraza de humildad efímera, pero en realidad sueña con eternizarse en publicaciones académicas y con ocupar espacios en exposiciones bienales de arquitectura internacional. No hay mayor paradoja que levantar un escenario temporal con la secreta esperanza de ser recordado para siempre.
Y sin embargo, incluso entre tanto postureo conceptual, hay momentos que escapan al cinismo. Instantes en los que una tela bien orientada consigue domesticar la luz mejor que mil lamas de catálogo. O en los que una estructura mínima, armada con tubos de andamio y bridas negras, logra reunir a desconocidos bajo una sombra común. Porque entre la pirotecnia teórica y la sobreactuación estética, a veces se cuela (casi sin querer) un gesto honesto, útil, fugaz y sin pretensiones. Y ese es el que queda.
Tal vez, después de todo, esa sea la enseñanza silenciosa de lo efímero: recordarnos que la arquitectura también puede ser un paréntesis. Un paréntesis ligero, desmontable y sin garantías, pero capaz de intensificar la experiencia urbana durante un instante. Y a lo mejor ahí, en esa brevedad irrepetible, reside su valor más perdurable.
Piscina con casa

Piscina con casa
“La casa gira entorno al agua, se construye con ella, por debajo, por encima, al lado, contra ella.”
En España, tener piscina es casi un símbolo patrio. Muchas veces ni siquiera importa que vivas a 300 metros del mar o que oigas las olas desde la cama: si te lo puedes permitir, querrás una piscina. Porque más que una necesidad, muchas veces, la piscina parece ser una aspiración. Una marca de clase, una postal de éxito, un hito doméstico.
Pero al mismo tiempo, en muchos lugares del país, la piscina, lejos de ser un capricho, puede convertirse en algo casi imprescindible. En pueblos del interior, donde los termómetros alcanzan cifras inhumanas en julio y agosto, el agua es más que un lujo, es un refugio. En sitios como Orcera (Jaén), la piscina pública no es solo una infraestructura deportiva: es el centro de la vida social, el único lugar donde se aguanta el verano, donde se charla, se liga, se juega y se sobrevive. Una especie de plaza pública líquida.
Por otro lado, en las grandes urbes, muchas comunidades de vecinos se organizan como microestados balnearios: normas, horarios, sombrillas y piscinas compartidas como nuevo foro romano. Y en los suburbios o en el campo, las viviendas unifamiliares lucen sus láminas azules como prueba tangible de su independencia para el refresco.
Pero hay quienes van más allá. En el proyecto Piscina con Casa, de los arquitectos Serrano y Baquero en La Zubia (Granada), la piscina no es un objeto añadido, sino el origen de todo. El punto de partida. La casa gira en torno al agua, se construye con ella, por debajo, por encima, al lado, contra ella. Hay espacios sumergidos, otros suspendidos, otros apenas rozados por el agua. Rincones donde esta solo cubre los tobillos, y otros donde parece que el agua está a punto de desbordarlo todo.
En este proyecto, el agua no es decoración ni consuelo. Es atmósfera, es estructura, es relato. Está en cada transición, en cada sombra y en cada reflejo. Se convierte en un material más de proyecto, moldeando los espacios según su temperatura, su profundidad y su sonido. Puede llegar a parecer incluso una reinterpretación libre de la casa patio porque al final todo gira al rededor de la piscina.
El ser humano no solo necesita el agua para vivir, sino para imaginar. Nos calma, nos conecta, nos devuelve algo muy antiguo, Quizás por eso seguimos queriendo piscinas incluso frente al mar, o fuentes con agua en movimiento en patios interiores. El agua, al igual que el fuego, adquiere una cuestión hipnótica que nos transporta a nuestro yo más primitivo.
El ladrillo invisible

El ladrillo invisible
“Casas que fueron de abuelas, de marineros, de familias numerosas y a la par, sueños diminitos.”
Hay casas que no salen en las guías. Que no tienen placa, ni autor, ni salen en Instagram. Viviendas con fachada herrumbrosa, persianas combadas y una portilla de aluminio que tiembla cuando sopla el levante. Es la arquitectura sin épica. La que nadie fotografió en su inauguración porque, sencillamente, nunca la tuvo. Y sin embargo, ahí están. Resistiendo.
Basta con perderse por cualquier centro histórico, pongamos por caso Almería, que lo tiene todo: mar, sol y desconchones, para toparse con una callejuela donde los balcones se inclinan por el peso de las buganvillas y los años. Casas que fueron de abuelas, de marineros, de familias numerosas y a la par fueron sueños diminutos. Algunas parecen salidas de un plano secuencia de Los santos inocentes si lo hubiese dirigido Hamaguchi. Una mezcla entre decadencia y dignidad, entre mugre y memoria.
Y uno se pregunta por qué esta arquitectura tan modesta nos conmueve. Quizá porque está libre de artificio. Porque no presume. No fue pensada para ganar premios ni ilustrar artículos. Fue hecha para habitar, punto. Para hacer migas cuando llueve, tender sábanas al sol y discutir en bata con la vecina del tercero.
A veces nos deslumbra el gesto del gran maestro, la vivienda unifamiliar en pendiente con forjado volado visto y ventanales en triple altura. Pero rara vez nos paramos ante una casa encalada y partida, con su zócalo de azulejos horteras y su buzón torcido, como si la pobreza también fuera un fallo estético. Y no. Esa vivienda lleva décadas diciendo: aquí se ha vivido. Con goteras, con cariño, con arreglo de fontanería hecho por el cuñado…si, pero se ha vivido.
La ciudad, como el cine, necesita secundarios. No todo puede ser decorado principal ni gran plano general. Hace falta también el fondo, el contexto, el personaje mudo que sostiene la escena. Esa casa que no dice nada y lo dice todo. Que en su silencio nos recuerda que la historia no solo la escriben los arquitectos, sino también los albañiles sin planos, los yeseros poetas y los inquilinos con imaginación.
En Almería, muchas de estas viviendas esperan su segunda vida. Algunas serán rehabilitadas con esmero mientras otras serán arrasadas con entusiasmo por el siguiente pelotazo inmobiliario. Las más afortunadas acabarán siendo Airbnb de «encanto auténtico», donde el visitante nórdico alucinara con los suelos hidráulicos originales mientras ignora que, hace solo quince años, esa cocina olía a cocido y humedad.
La cebra arquitectónica

La cebra arquitectónica
“Las cebras podrían aterrrizar en cualquier lugar del mundo sin apenas despeinarse…”
Basta con levantar un poco la cabeza al pasear por cualquier nuevo ensanche de nuestras ciudades para darse de bruces con la estampida. Las cebras están por todas partes: bloques residenciales mimetizados entre sí mediante una estética similar de franjas horizontales blancas y negras, carpinterías color antracita, terrazas acristaladas y algún remate en color madera para “dar calidez”. Una fórmula que, lejos de ser accidental, parece haber sido aceptada por promotores y arquitectos como el nuevo patrón de la modernidad.
El problema no es solo la repetición, sino la indiferenciación. Porque, a pesar de su vocación de vanguardia, esta arquitectura resulta tan intercambiable como una carcasa de móvil. Parece que poco importa que el edificio se sitúe en Galicia o en Andalucía. Da exactamente igual. La cebra podría aterrizar en cualquier lugar del mundo sin apenas despeinarse, como si sus ocupantes no necesitasen más contexto que una cocina abierta al salón y doble acristalamiento.
Podríamos pensar que esta estética de franjas monocromáticas es heredera de cierto espíritu moderno: aquel anhelo internacionalista del Movimiento Moderno que abogaba por una arquitectura desligada de ornamentos, fronteras y estilos locales. Pero, sin embargo, mientras aquellos pioneros perseguían resolver de manera eficiente los problemas de su tiempo, la cebra contemporánea parece obedecer más a una estética de catálogo. Donde Le Corbusier soñaba con máquinas de habitar, hoy nos conformamos con renders para comercializar.
El mercado inmobiliario, por supuesto, tiene parte de culpa. Se diseña para vender, no para vivir. Y el render vende más si brilla en blanco y negro. La homogeneización, al fin y al cabo, reduce riesgos: lo que funciona en un barrio funciona en otro, y los usuarios, temerosos de nuevas estridencias, tienden a buscar aquellas estéticas que le sean familiares para elegir su hogar. Pero lo que se gana en eficacia, se pierde en identidad.
La arquitectura no debería ser neutral. Cada lugar tiene sus vientos, su historia, su luz y sus sombras. Que una promoción residencial en el norte lluvioso sea idéntica a una en el seco sureste español no es modernidad, es pereza. Una vivienda no es solo un contenedor con imagen de paso de peatones, es una respuesta a unas necesidades concretas. Porque la buena arquitectura no nace de una moda, sino de una conversación sincera con su entorno. Y esa conversación rara vez es en blanco y negro.
Tiempos (de entrega) modernos
![[08]-josef-albers_24e1769c_1500x928](https://medarquitectos.es/wp-content/uploads/2025/07/08-josef-albers_24e1769c_1500x928.jpg)
Tiempos (de entrega) modernos
“Entre el cálcul estructural y la angstia existencial, el estudiante de arquitectura vive en sección, duerme en alzado y sueña en perspectiva”
Hubo un tiempo en el que estudiar arquitectura era casi como pertenecer a una orden religiosa. Diez cursos (lo que se solía tardar), diez mandamientos, un dogma: dibujar bien, sufrir más, dormir poco. Hoy, los años se han reducido, el sufrimiento se ha diversificado, pero la esencia sigue intacta. A los estudiantes se les pide que dominen estructuras, instalaciones, normativa, cálculo… y de paso, que piensen como Le Corbusier, escriban como Álvaro Siza y representen como Pixar. Todo a la vez, y en plazos imposibles.
La enseñanza en arquitectura siempre ha sido un arte de equilibrio inestable. Una mezcla entre técnica y poesía, entre Excel y delirio. Se habla de proyectos, pero también de personas; de muros portantes y de emociones. Porque un arquitecto no solo construye, también interpreta. Es ingeniero de día, filósofo de noche y, si queda tiempo, diseñador de escaleras con alma.
Hace cien años se enseñaba desde el trazo: líneas a lápiz, sombras al carboncillo y un respeto reverencial por la escuadra y el compás. Hoy, el estudiante navega entre renders, software, y videotutoriales. Se ha ganado en herramientas, pero ¿hemos perdido la pausa? ¿el error? ¿el sentido? Antes se corregía un plano; ahora se rectifica una nube de puntos.
Y como si no fuera suficiente, el estudiante de arquitectura arrastra la incomprensión como quien carga con un ladrillo mojado. Para los ingenieros, es un artista confuso con pretensiones. Para los de Bellas Artes, un técnico sin alma. Y para su familia, alguien que «dibuja casas». Ni una cosa ni la otra. El arquitecto en formación ocupa un limbo incómodo donde todos opinan, pero pocos entienden. Vive entre el desdén de los tecnócratas y la condescendencia de los poetas.
La escuela ya no es un templo, sino un campo de batalla. El profesor a veces oráculo, a veces enemigo. El alumno, un equilibrista entre entregas y existencialismos. Y el proyecto final de carrera, ese rito de paso que debería ser celebración de lo aprendido, acaba pareciendo un exorcismo con planos.
Pero aún hay belleza. A veces, entre las maquetas de cartón pluma y las horas sin dormir, aparece la magia. Un gesto. Una idea. Una línea que no estaba en ninguna norma y que, sin embargo, lo explica todo.
La arquitectura no se enseña. Se contagia. Y mientras haya alguien dispuesto a quedarse un poco más tarde para corregir una cubierta absurda o a llorar frente a una sección mal acotada, seguiremos creyendo que esto, de algún modo, tiene sentido.
El enchufe de la tele

El enchufe de la tele
“una sensación agridulce recorrió mi cuerpo desde las botas de obras hasta el casco blanco”
Hace un tiempo realicé una visita de obra a una vivienda en venta en Málaga, con la peculiaridad de que, tras resolver algunas cuestiones propias de la fase tan avanzada en la que nos encontramos, apareció una pareja con cierto interés en comprar la vivienda. La primera pregunta que escuché pronunciar hacia el promotor, incluso antes de que entraran en la casa, fue si los dormitorios tenían toma de internet por cable.
Desde ese momento, la situación despertó mi curiosidad profesional. Siempre es interesante observar las opiniones de alguien totalmente ajeno al proyecto. Me interesaba conocer su punto de vista, sus inquietudes y su parecer acerca de cualquier cuestión de la vivienda. Así que, ni corto ni perezoso, me ofrecí a acompañarles para poder resolver cualquier duda, mientras en realidad, les observaba como un fotógrafo de National Geographic graba a las cebras bebiendo en un riachuelo, esperando a ver si un cocodrilo les ataca.
La visita se desarrolló con cierta normalidad: planta por planta, la pareja merodeaba por las estancias cuchicheando entre ellos y sin hacer muchas consideraciones. Eso sí, una vez llegados al dormitorio principal, la chica preguntó por la posibilidad de colocar los enchufes ubicados frente a la cama a una altura superior para poder colgar la televisión en la pared. Cuestión que, sin mucho problema, el promotor aceptó. “No estamos para desaprovechar una venta por un enchufe”, pensaría.
El resto de la visita transcurrió sin más demandas, opiniones, ni tan siquiera valoraciones acerca de lo que para mí era lo realmente importante, como la entrada de luz, las vistas o la percepción espacial de las estancias. La única otra cuestión reseñable fue la preocupación por la posibilidad de instalar un WC japonés con chorritos de agua caliente ya que los cuartos de baño no contaban con bidé.
Por una parte, me sentí relativamente aliviado al no escuchar ningún comentario negativo del proyecto. Pero, por otro lado, una sensación agridulce recorrió mi cuerpo desde las botas de obra hasta el casco blanco. Resulta curioso cómo, tras meses y meses ingeniando y desarrollando una idea; un par de años dándole forma con cemento, ladrillo y agua… Muchas de las cuestiones que a mi parecer deberían ser determinantes a la hora de elegir el lugar donde pasar tus días, quedan reducidas a la altura del enchufe de la tele. Y nosotros empeñados aún en hablarle luz, proporción y silencio…
Stargate

Stargate
“¿Qué hubiera pasado si los egipcios hubieran conocido el hormigón? Pirámides moldeadas como un pastel, sin esfuerzo, sin misterio…”
Se suele decir que los antiguos lo hicieron todo con cuerdas, palancas y Fe. Que las pirámides se levantaron a base de sudor de esclavo, geometría sagrada y mucha piedra cortada a mano. Pero ¿Y si no? ¿Y si los antiguos hubieran tenido acceso al hormigón? Ese material moderno, casi vulgar, que hoy usamos para todo: desde autopistas hasta parques temáticos. Piedra líquida, le dicen algunos con cierta poesía. Pero piedra al fin y al cabo.
Imaginemos por un momento que los egipcios hubieran descubierto cómo mezclar cal, ceniza y secretos hidráulicos. Que en lugar de arrastrar bloques de varias toneladas por el desierto, hubieran vertido su pirámide en encofrados de madera y cañas. Qué decepción para los alienígenas de Stargate, llegar en su nave piramidal, listos para ser adorados por una civilización tecnológicamente rudimentaria, y encontrarse con una obra civil perfectamente encofrada, con juntas de dilatación y acabados lisos. Imagina a Ra, el Dios-Faraón, haciendo la inspección final con casco de obra y planillo bajo el brazo.
¿Dónde quedaría el misterio? ¿La épica? ¿La música dramática de las conspiraciones de Cuarto Milenio? Todo arruinado por un amasado bien proporcionado y un vibrado a conciencia. Porque el hormigón no permite leyendas: o fragua, o no fragua. No admite interpretaciones esotéricas. Es tan terrenal como el tiempo que lo cuartea.
Y sin embargo, qué fascinante pensar que quizás las pirámides serían hoy incluso más lisas, altas y perfectas. O más aburridas. Porque el hormigón, con toda su versatilidad, no pesa igual en la imaginación. No inspira relatos de esclavos bajo el sol ni planos imposibles alineados con Orión. Inspira, como mucho, normativa técnica y brutalismo posmoderno.
Y aun así, da vértigo imaginar lo que habrían sido capaces de hacer con unas plantas bien acotadas y un par de hormigoneras. La Gran Pirámide con alzados en CAD. Abu Simbel con hormigón postensado. La Esfinge fundida en una sola pieza, sin nariz… pero con junta constructiva. Quizás hasta los jeroglíficos habrían sido prefabricados y anclados a fachada. ¡El mito fundacional del Antiguo Egipto convertido en una promoción llave en mano!
La grandeza de los antiguos no estaba solo en lo que hacían, sino en cómo lo hacían. Su eternidad se construía, piedra a piedra, con una paciencia que hoy sería considerada ineficiente. Doblegaron la roca con manos y cincel sin saber que algún día, con algo de magia, agua y química, todo sería mucho más fácil.
Dormir tapado

Dormir tapado
“Un refugio dentro del refugio, como el cuarto dentro de la casa, como la cama dentro de ese cuarto.”
Existe un gesto que prácticamente todos repetimos cada noche, casi sin pensar: el de arroparnos. Nos cubrimos con una sábana, con una manta, con lo que haya a mano, aunque sea pleno agosto, vivas en Almería y el calor sea insoportable. Porque dormir destapado, por algún motivo que no es solo térmico, nos inquieta. Es como si el cuerpo necesitara no solo reposo, sino también un refugio simbólico, una piel extra que lo aísle del mundo.
Esa piel que nos acompaña cada noche no está tan lejos de las pieles arquitectónicas que envuelven nuestros edificios. Fachadas ventiladas, celosías o falsas fachadas que no solo nos protegen del clima, sino que también añaden profundidad, textura y significado. Así como una sábana no es solo un tejido, sino una promesa de cobijo, muchas paredes no son solo elementos constructivos, sino emocionales. Ambas construyen intimidad y abrigo; ambas median entre un interior vulnerable y un exterior imprevisible.
Observo a mi hijo, aún incapaz de pronunciar palabras, y que no sabes si llora porque tiene un eructo o porque le pica la pierna pero, al acostarle, uno siente la necesidad casi instintiva de taparlo. No por frío, sino como un acto reflejo de empatía. Como si ese fino saco contuviera cierto grado de protección que te gustaría que él también sintiera. Porque muchas veces, el acto de tapar o de proteger no se dirige al cuerpo, sino al alma. Y es precisamente esa misma pulsión la que invita a la arquitectura a envolver, a cuidar, a generar condiciones de sosiego.
Dormir tapado es una forma de ensayar cada noche nuestra relación con el espacio íntimo. Envolvernos para descansar es como delimitar un pequeño refugio dentro del refugio. Como el cuarto dentro de la casa, como la cama dentro de ese cuarto. Podríamos afirmar que algunas casas favorecen más el descanso que otras. Algunas te invitan a bajar la guardia, mientras que otras te mantienen alerta sin saber muy bien por qué. El material de sus muros nos transmite emociones como lo hacen las fibras de tu manta de Ikea. Las texturas no solo se perciben por la piel, también las sentimos con su mera presencia.
Dormir tapado es, en el fondo, un acto profundamente humano. Un ritual sencillo, cotidiano, casi invisible, pero cargado de sentido. Una arquitectura sin medidas que repetimos cada noche y que, tal vez sin saberlo, nos enseña lo que de verdad significa habitar.
El curioso caso de Benjamin Button

El curioso caso de Benjamin Button
“Madurar un proyecto es aceptar que entre la idea y la obra hay una historia de renuncias, burocracia, ocurrencias y, a veces, cierta belleza imprevista»
“El proyecto ha madurado”, dicen. Como si se tratara de un queso. Y puede que lo sea. Uno empieza con una idea fresca, vibrante… casi inocente. Un croquis que flota en las páginas de un cuaderno o en la brillante pantalla de una tablet. Pura intención, pura magia. Pero ¡ay, amigo!, luego viene la bofetada de realidad. La vida tiene normativas, informes sectoriales, aviación civil, comisión de cultura, técnicos municipales que subrayan en rojo y promotores que descubren súbitamente que les apasiona la cerámica beige; y si es en porcelánico de gran formato como el de la página 83 del catálogo de saldos, mejor.
El proyecto entra entonces en su particular adolescencia: rebelde, contradictorio y plagado de revisiones que torpedean la inocencia. El que una vez soñó con volar, ahora aprende a justificar radios de rampas de accesibilidad y retranqueos de tres metros. Aparece la primera memoria justificativa. Ese género literario que podría competir con la novela negra por la cantidad de muertos conceptuales que arrastra, pero que, con digna valentía, se coloca como primer documento del proyecto, a la espera de aguantar estocadas.
Pero lo más curioso es que uno se acostumbra, se adapta y aprende a querer a esa versión de su criatura que ya no es suya del todo. Porque hay una belleza extraña en ver cómo el proyecto se mancha de realidad: con hormigón, con dudas, con imprevistos. En obra, el plano sufre, pero también respira. La geometría se ajusta a una zanja mal excavada o a una idea feliz de última hora que nadie se atreve a discutir.
Y cuando por fin se termina, cuando las llaves tintinean y el cliente sonríe, o al menos no frunce el ceño, uno mira el resultado y se pregunta: ¿es esto lo que pensé? ¿es peor? ¿es… otra cosa?
Pero esto no siempre es así. A veces suceden los milagros y ocurre lo contrario: que el proyecto, en lugar de madurar, rejuvenece. Como Benjamin Button. Nace viejo, serio, sobrio, lleno de justificaciones normativas y cálculos, pero termina ligero, limpio y amable. Más sencillo de lo que uno imaginó. Como si la obra supiera quitarse años de encima conforme avanza. O como si los arquitectos, ya agotados, fuéramos soltando peso.
Y entonces ocurre el milagro: un proyecto que parecía vencido por la burocracia acaba siendo algo vivo. No como lo soñamos, sino como lo permite el tiempo. Un auténtico cisne negro. Y cuando ese día llega, se es consciente de que el proyecto, a veces, puede ser solo el inicio de un camino emocionante.
Internalities

Internalities
“Internalities pone el foco en el origen del material, desde el impacto de su extracción hasta el oficio que lo transforma.”
Cuando se habla de sostenibilidad en arquitectura, se suele pensar en paneles solares, etiquetas verdes y certificaciones que justifican la conciencia. Sin embargo, bajo el título Internalities, el Pabellón de España en la Bienal de Venecia de 2025, comisariado por Roi Salgueiro y Manuel Bouzas, propone una mirada algo más profunda. Hacia lo que está antes de la forma, antes del gesto y por supuesto, antes de los sistemas activos de eficiencia energética. Internalities pone el foco en el origen del material, desde el impacto de su extracción hasta el oficio que lo transforma.
La utilización de materiales como la madera, la tierra, la piedra o cualquier tipo de material reciclado exigen tiempo, técnica y confianza mutua entre arquitecto, promotor y constructor para poder llevar cualquier proyecto de arquitectura a buen puerto. Quienes trabajamos en estudios pequeños sabemos que cada obra es una lucha entre lo que uno quiere hacer y lo que uno puede hacer. Entre la sostenibilidad que se proclama y la que se llega a ejecutar en obra realmente. Entre lo deseable y lo posible.
Lo que termina abundando al final suele ser el ladrillo, el hormigón armado y el acero, es decir, materiales con los que el constructor de turno siempre se siente cómodo trabajando, rápido y eficaz. Los presupuestos ajustados, el poco interés de innovación, la falta de implicación o los plazos de obra, acaban imponiendo un camino aparentemente más fácil y cómodo. Lo conocido, lo rápido y lo barato, acaba siendo lo más contaminante. Al igual que en la alimentación, comer bien es complicado y caro, mientras que el menú ahorro del Burger King está al alcance de cualquiera.
Internalities pone el foco donde más duele: en la contradicción entre nuestros discursos como arquitectos y nuestras acciones. No se trata solo de reducir las emisiones, sino de desenterrar saberes, oficios y formas de habitar que fueron descartadas en nombre del progreso, pero que en realidad, serán las que nos permitan seguir creciendo de forma sostenible durante más tiempo. Los muros encalados en blanco en el mediterráneo o las estructuras tectónicas de madera en el norte de España, son el pasado e inevitablemente tendrán que ser el futuro. Porque al final, descarbonizar la arquitectura no será una cuestión de estilos, sino de valores. Un hacer consciente que nos permita seguir viviendo de forma racional.
Dune 2.0

Dune 2.0
“En pleno siglo XXI, el futuro se diseña con espejos, algoritmos y aire acondicionado. Sin embargo, algo no encaja en esta postal del porvenir.”
Hubo un tiempo en que los desiertos eran lugares de retiro espiritual, de iluminación ascética y silencio sagrado. Hoy, el desierto se ha convertido en un render. Un render en 8K, con música épica de fondo y drones sobrevolando maquetas de cristal imposibles. Arabia Saudita, otrora reino de la arena y el petróleo, ha decidido reescribir su relato con tipografías futuristas y arquitecturas verticales que desafían el sentido común, la física y, de paso, la sombra. El proyecto Neom, por ejemplo, al que ya dediqué un artículo. Un nombre que suena a medicamento experimental o a nuevo Dios digital. La ciudad lineal a modo de serpiente de acero y espejos de 170 kilómetros, que se desliza por el desierto como una promesa sin arrugas. Se vende como una utopía ecológica, aunque para construirla haya que arrancarle las entrañas a una geografía milenaria. En Neom no habrá coches, ni calles, ni historia. Solo algoritmos, velocidad y paredes reflectantes.
También me fascina el proyecto The Mukaab. Un cubo titánico de 400 metros de arista que aspira a contener dentro de sí mismo un mundo entero. Si la arquitectura es reflejo de sus promotores, entonces este cubo es una declaración de intenciones: grande, cerrado y brillante por fuera; hermético por dentro. Se dice que contendrá un “universo inmersivo” completo. La distopía ya no llega disfrazada de ruinas, sino de centro comercial.
No se trata de negar la ambición. El mundo necesita visión, necesita impulso, necesita arquitectura que mire hacia adelante. Pero también necesita memoria, escala humana, complejidad y contradicción. Lo que preocupa no es la magnitud de los proyectos, sino esa simplificación brutal del futuro: una mezcla de Disneylandia, Silicon Valley y catálogo de mobiliario brillante.
Tal vez la mayor ironía sea que, en su intento por huir del desierto, estos megaproyectos lo reproducen. Son desiertos verticales, desiertos climáticos, desiertos sin grietas, sin errores, sin azar. Y ya sabemos que donde no hay azar, no hay ciudad.
¿Y si el verdadero milagro saudí fuera construir algo imperfecto? Algo que envejezca, que se deteriore con gracia, que permita la vida sin programarla. Algo que no aspire a parecer un futuro de ciencia ficción, sino un presente digno de ser habitado. Un zoco con wifi, quizá. Una plaza con sombra de verdad.
Podemos seguir proyectando utopías de espejo, o empezar a construir lugares donde quedarse sin tener esa sensación de estorbar o de estropear el decorado.
El Eternauta

El Eternauta
“La casa de los protagonistas se convierte en trinchera. Se precintan puertas y ventanas. En el exterior solo espera la muerte.”
Un extraño manto blanco cubre Buenos Aires por completo. No es nieve: es una bruma tóxica que te mata al instante. El mundo exterior se ha vuelto inhabitable y la única salvación posible parece encontrarse en cualquier espacio cubierto. Así comienza El Eternauta, el mítico cómic de Oesterheld y Solano López, y también la reciente serie de Netflix que lo adapta. Desde un primer momento se presenta una fuerte tensión entre la dualidad del adentro y el afuera, entre lo doméstico y lo desconocido, lo seguro y lo hostil. Se trata de una de las cuestiones que atraviesa toda la historia de la humanidad y, por lo tanto, toda la historia de la arquitectura.
La casa de los protagonistas se convierte en trinchera. Se precintan puertas y ventanas. En el exterior solo espera la muerte, así que la arquitectura deja de ser el fondo de la historia para volverse protagonista. La vivienda ya no es solo un escenario neutro, sino un sistema vital de defensa: el escudo que protege de los ataques de los enemigos, cada cerramiento es sinónimo, no solo de cobijo, sino también de resistencia.
En un mundo dominado por lo desconocido, lo doméstico adquiere multiplicidad de significados. Habitar no es simplemente ocupar un espacio, sino dotarlo de significado. Una mesa puede ser el punto de encuentro y los sofás del salón, una asamblea improvisada. En ese sentido, El Eternauta no solo nos expone el refugio como defensa, sino el hogar como posibilidad de reconstrucción. Nuestro hábitat se convierte en el corazón de nuestra existencia, como ya nos tocó vivir fuera de la ficción en la pandemia del 2020. Estar encerrado en un espacio concreto te obliga a repensarlo, valorando aún más lo cotidiano y entendiendo la ciudad como una sumatoria de interiores, no como un decorado con luces navideñas.
Lo interesante de la premisa de la serie es que, la arquitectura no hay por qué medirla en metros cuadrados, ni por la calidad de sus acabados, sino mediante sus grados de protección. Los filtros o capas que separan el interior del exterior aportan la seguridad que todos necesitamos, bien sea frente al repartidor de Amazon o frente a una nevada tóxica asesina. Tal vez, en un mundo cada vez más hostil, necesitemos volver a mirar nuestras casas, no como bienes inmuebles de rentabilidad variable, sino como envolventes de humanidad. Como la última frontera ante la tormenta, que nos permite sobrevivir mientras seguimos tirados en el sofá viendo series de ficción.
Cónclave

Cónclave
“la arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres.”
Mira que me propuse cuando empezamos esta aventura de la cuarta pared, alejarme de la actualidad, y tratar temas atemporales. Sin oportunismos. pero hoy voy a pecar… ¡mea culpa!
Por motivos evidentes, la semana pasada revisité la película Cónclave, y no pude evitar pensar en que pocas instituciones manejan tan bien el simbolismo espacial como la Iglesia católica. El Vaticano no solo es sede del poder eclesiástico; es un gran escenario abierto al mundo. Una coreografía de mármol, columnas, órdenes, bóvedas y frescos diseñada para que todo huela a eternidad. Pero cuando un papa muere, envuelto en un aura de dignidad de quien sabe que ya lo ha dicho todo, la escenografía adquiere su máximo protagonismo, eclipsando la efímera humanidad del representante de Dios en la tierra. Y la película lo refleja muy bien.
La arquitectura del Vaticano no habla. Declama. Su barroco no es decoro, es dogma. Cada espacio, desde la Capilla Sixtina hasta los pasillos donde se cruzan cardenales y secretos, está construido para recordarnos que el tiempo del mundo es irrelevante frente al tiempo de Dios. Todo en él está diseñado para durar más que los hombres. Por eso impresiona tanto ver ese decorado enfrentarse al vacío. Un trono sin figura. Una mitra sin cabeza. El humo que no se decide entre negro o blanco.
En Cónclave, el Vaticano no es fondo. Es forma. Es la caja cerrada donde se destila el poder, y también su prisión. Porque si algo revela la película es, que bajo el oro también hay soledad. Que esos muros sagrados pensados para encerrar misterio también encierran miedo. La fe, por momentos, parece suspendida en un techo de Miguel Ángel, pero los hombres que la sostienen pisan un suelo de dudas, mármol frío y liturgias que pesan como armaduras.
Mientras el papa Francisco —el real, el de carne frágil y mirada lúcida— se ha retirado a su eterno descanso, da la sensación de que esa arquitectura también se prepara para el silencio. Como si el Vaticano supiera que su siguiente acto no dependerá solo de dogmas ni de cardenales. Quizás, también, de cuán humano quiera ser ese lugar que siempre se ha creído eterno.
Porque al final, ni la bóveda más imponente ni el altar más solemne pueden ocultar una verdad simple: la de que toda piedra, por divina que se proclame, está habitada por hombres. Y cuando un hombre se va, incluso en Roma, el eco es tan largo como los pasillos que deja atrás.
El juego del lujo

El juego del lujo
“vivir una experiencia que logre arañarles una chispa de emoción en una vida anestesiada por la abundancia”
Estos días he vuelto a revisar la primera temporada de El juego del calamar, y sus escenarios y planteamientos arquitectónicos me han parecido especialmente reveladores. Y no me refiero a las enrevesadas escaleras coloridas, inspiradas en la Muralla Roja de Ricardo Bofill, que ha terminado por convertirse en un símbolo, no solo de Instagram, sino también de la propia serie de televisión. Si no a sus antagonistas, su cara B.
Me refiero a esas habitaciones oscuras, revestidas de lujo decadente, donde los millonarios de la serie deambulan antes de cada juego, o a las salas de visionado, en las que disfrutan de todo tipo de lujos y manjares con el espectáculo de gente muriendo como protagonista, o mejor dicho, como telón de fondo.
Porque para estas personas lo importante no es el juego ni el drama humano, sino el lujo. No les importa el resultado; lo único relevante es vivir una experiencia que logre arañarles una chispa de emoción en una vida anestesiada por la abundancia.
La serie maneja con precisión ese contraste: los espacios de los jugadores se recorren entre colores vivos, luces casi infantiles y escaleras imposibles que recuerdan a un mundo de fantasía. Frente a ello, los espacios de los VIPs apuestan por la oscuridad, los reflejos dorados, la opacidad del mármol y el brillo del metal.
Más allá de su eficacia narrativa, esta elección estética nos invita a una reflexión incómoda sobre el lujo en el diseño contemporáneo, siempre asociado a materiales nobles, fríos y monocolor. Desde los reservados de las discotecas, hasta los hall de los hoteles de cinco estrellas, la arquitectura del lujo parece regirse por un manual no escrito que repite, una y otra vez, las mismas soluciones.
Y aquí surge la paradoja: si el lujo pretende ser sinónimo de exclusividad, ¿por qué todos los espacios parecen iguales? ¿Por qué seguimos diseñando interiores que, en lugar de sorprender, solo reafirman estereotipos gastados? La búsqueda de una experiencia única ha sido reemplazada por la obsesión por aparentar. Un lujo que ya no emociona, ni conmueve, ni provoca, solo demuestra.
En El juego del calamar, los VIPs buscan una forma de emocionarse a través del sufrimiento humano. Quizá deberían empezar por habitar espacios que realmente fueran capaces de conmoverles. Lugares que les recuerden que el verdadero lujo no es lo que brilla, sino lo que emociona. Que ataquen a sus sentidos de manera singular y no como una copia barata del salón de juegos de tu barrio.
Severance

Severance
“Su brutalismo es puro, casi clínico. Aquí hay más de Orwell que Le Corbusier”
Hubo un tiempo en el que la oficina era un lugar con plantas de plástico, moqueta gris y café recalentado. Un lugar anodino, sí, pero al menos, un lugar reconocible. En Severance, la oficina es otra cosa. Un laberinto de pasillos idénticos, sin ventanas, sin contexto, sin salida. Es un paisaje mental… una distopía corporativa vestida de arquitectura.
El universo de Lumon Industries está hecho de líneas rectas, ángulos muertos y volúmenes que no explican nada. Es la arquitectura del aislamiento, del control y de la desconexión emocional. No hay ornamento, porque no hay lugar para la belleza. No hay luz natural, porque no hay tiempo que contar. Los espacios se repliegan sobre sí mismos y en el centro, una coreografía de cubículos blancos donde los empleados son apenas extensiones de sus terminales y teclados.
Más que un decorado, el edificio de Severance es un personaje que no habla, pero que observa. Que no se mueve, pero encierra. Su brutalismo es puro, casi clínico. Aquí hay más Orwell que Le Corbusier, y cada detalle, desde los pasillos eternos hasta la sala de descanso con iluminación aséptica, está diseñado no para albergar personas, sino para desactivarlas.
Hay algo perversamente brillante en esa representación. Porque mientras muchos edificios reales se esfuerzan por parecer “amables”, con sus fachadas vegetales y sus fotogénicas zonas comunes, en Severance se opta por lo contrario. Se nos recuerda que la arquitectura también puede ser una herramienta de alienación. Que un espacio puede ser tan opresivo como un jefe tóxico, pero más silencioso, y que la estética del control no necesita barrotes, solo moqueta beige y luces fluorescentes sin alma.
Lo irónico es que esta arquitectura de la despersonalización se ha vuelto icónica. Se estudia, se comparte y se celebra en revistas especializadas. Como si estuviéramos fascinados con nuestra propia cárcel. Como si el vacío emocional, cuando se viste de diseño, nos pareciera digno de admiración. Tal vez porque nos resulta familiar. Tal vez porque, en el fondo, todos hemos trabajado alguna vez en un lugar que se le parece demasiado.
Severance no solo propone una crítica a la cultura corporativa. Propone una crítica espacial. Nos recuerda que los lugares que habitamos moldean nuestra mente. Que un entorno puede deshumanizar tanto como una mala política de empresa. Cuando la arquitectura olvida al ser humano, no importa lo bien ejecutada que esté. Solo será un contenedor del olvido.
Olor a coche nuevo

Olor a coche nuevo
“La vista es rápida, pero el olfato es íntimo. No razona: emociona.”
Dicen que la arquitectura nació alrededor del fuego. Antes que el muro, antes que el techo y antes que las paredes, fue la lumbre la que ordenó el espacio. A su alrededor se tejieron los primeros gestos domésticos que, con la premisa de protegerse del frío, empezaron a surgir todo tipo de acciones relacionadas. La más evidente de ellas es, sin duda, el acto de cocinar, quizás se deba que, después de intentar no morirse de frio, es la segunda necesidad básica de cualquiera de nosotros para subsistir. Así que, no es casual que, miles de años después, la cocina siga siendo el corazón de la casa. No solo por lo funcional, sino porque es el lugar donde se cocina la vida.
La cocina es memoria sensorial. Es el olor a cebolla pochándose, a pan caliente, a café de media tarde. Hay casas que huelen a infancia y otras que huelen a domingo. Y no hace falta un plano para reconocerlas. Basta una bocanada de aire. El olor, más que ningún otro sentido, es capaz de atravesar el tiempo. Nos lleva a lugares que ya no existen, a mesas que ya no están puestas, a voces que ya no oímos. Pero que en nuestra memoria resuenan apegadas como una lapa atrapada en una piedra.
Quizás por eso, hablar del olor en arquitectura es hablar de una nostalgia activa. De una forma de habitar más allá del diseño. Porque hay arquitecturas que se reconocen no por su imagen, sino por lo que huelen. El perfume de un portal antiguo con buzones metálicos. La mezcla inconfundible de serrín y humedad en un taller. El aroma punzante del cemento fresco en una obra, como promesa de algo nuevo. E incluso la rareza sintética del «olor a coche nuevo», que no es otra cosa que la emoción del estreno encapsulada en forma de química.
Los espacios, como las personas, también tienen su olor. Y ese olor nos marca. Nos hace sentirnos cómodos o incómodos, nos acoge o nos rechaza. La vista es rápida, pero el olfato es íntimo. No razona: emociona. Y tal vez por eso lo hemos dejado fuera del discurso arquitectónico, más preocupado por lo fotogénico que por lo sensitivo.
Habitamos con los ojos, sí, pero también con la nariz, con la piel, con la memoria. Los olores nos sitúan en el mundo, nos enraízan en los espacios y nos devuelven a nosotros mismos. Por eso, cuando los arqutuitectos proyectamos, deberíamos pensar también en los ambientes generados. Porque quizás, más allá de la forma, sea ese rastro invisible el que verdaderamente nos conecte con los escenarios de nuestra vida.
La ciudad que no necesita montaje

La ciudad que no necesita montaje
“Mientras otras ciudades se reinventan para gustar, Oporto permanece fiel a su alma.”
Hay ciudades que se reinventan y pierden su alma en el proceso. Y hay otras, que logran transformarse sin traicionarse. Oporto no ha tenido que disfrazarse para gustar. No ha tenido que alisarse la piel, ni iluminar sus arrugas. Su belleza, como la de ciertas arquitecturas, reside precisamente en las huellas del tiempo, en la materia que no oculta su edad, en esa mezcla extraña de decadencia y dignidad que tan pocas ciudades saben llevar con elegancia.
Durante años, Oporto fue una ciudad discreta. A la sombra de Lisboa, se mantuvo ajena al ruido turístico y al frenesí inmobiliario. Pero llegó un momento en que fue descubierta —o redescubierta— y, como todo lo que de pronto se vuelve visible, corrió el riesgo de perder su autenticidad. Sin embargo, Oporto ha sabido transformar su tejido urbano sin destruirlo. Ha añadido capas sin borrar las anteriores. Ha crecido sin olvidar de dónde viene.
La Casa da Música, ese cubo irregular que firmó Rem Koolhaas y que irrumpió en la ciudad como un meteorito, es un buen ejemplo de ello. Su geometría fracturada podría haber resultado estridente en otro contexto, pero en Oporto encuentra su sitio como una anomalía coherente. Porque aquí la arquitectura nunca ha sido una cuestión de formas vacías, sino de presencia. Y la Casa da Música, con su brutalismo escenográfico y su interior casi barroco, no compite con la ciudad, la amplifica.
Y luego está Álvaro Siza. El arquitecto que entendió a Oporto no desde el espectáculo, sino desde el silencio. Sus obras no buscan protagonismo, sino pertenencia. El conjunto de viviendas en Bouça, o la escuela de Arquitectura, no se imponen: se integran, se infiltran, casi se disculpan por existir. Siza no dibuja edificios, dibuja pausas. Espacios donde la ciudad puede respirar.
Lo más notable de Oporto es que ha sabido mantener su escala humana en un tiempo donde todo tiende a la hipertrofia. Mientras otras ciudades se obsesionan con la verticalidad o con el “efecto wow”, Oporto sigue confiando en lo cotidiano: en sus callejones empinados, en sus fachadas desconchadas que miran al Duero, en su forma de resistirse al olvido sin caer en el folclore.
Claro que también hay cicatrices. Algunas rehabilitaciones son más fotogénicas que fieles. Algunos hoteles de lujo han sustituido a antiguas casas con alma. Pero incluso en esos casos, la ciudad parece tolerarlo con un cierto escepticismo irónico.
Oporto no necesita parecerse a nada. Ya es. Y eso en el mundo de hoy, es una rareza.
Los patios crean recuerdos

Los patios crean recuerdos
“No se trata solo de una escuela, es una ciudad en miniatura, un laberinto de patios y sombras donde cada rincón parece contar una historia.”
“Creemos que esta Universidad haría un gran servicio si fuera capaz de presentar con novedad y atractivo, y en línea creadora y de progreso, valores auténticos de la arquitectura y urbanismo de la región, que ahora se ven como testimonio de un pasado muerto. Ayudar a ver con ojos nuevos lo que hay de permanente y vivo en la tradición de una gran cultura arquitectónica”.
Estas evocadoras palabras forman parte de la Memoria original del proyecto de la antigua Universidad Laboral de Almería (1973), hoy Instituto Portocarrero. Se trata de una de esas obras que se descubren con el tiempo. Proyectada por Cano Lasso, Campo Baeza, Martín Escanciano y Más-Guindal, esta construcción se ha convertido en un referente que sigue resonando con muchos de los retos actuales que afronta la arquitectura.
El edificio se define por su composición clara y ordenada, la luz y la sombra dibujan los espacios con una precisión casi matemática. Sus patios no son solo vacíos entre volúmenes, sino mecanismos de control climático y los escenarios de la vida cotidiana. Recorrerlos es una lección implícita de cómo el espacio se adapta al clima y a sus usuarios, permitiendo transiciones constantes entre interior y exterior, entre lo privado y lo colectivo.
En su diseño hay una búsqueda de lo esencial. Los patios, con su proporción precisa, generan un juego de luces y sombras que varía a lo largo del día, otorgando dinamismo a los espacios sin necesidad de artificios. El edificio nos muestra que la luz puede esculpir el espacio, que el vacío es tan importante como el lleno y que el orden puede ser libertad. También nos enseña a medir el tiempo en la inclinación de las sombras y a entender el ritmo del día a través de los cambios de color de los muros.
Más allá de su valor arquitectónico, la Universidad Laboral es un espacio cargado de memoria. Aquellos afortunados que estudiaron entre sus blancas paredes se llevan a sus espaldas una mochila de recuerdos de esos que terminan siendo incluso escenarios de sueños nocturnos, aunque hayan pasado 20 años desde entonces. Las conversaciones bajo los pórticos y la sensación de amplitud que les brindaban aquellos corredores no se olvidan fácilmente. La arquitectura, en su mejor versión, es capaz de trascender su materialidad y convertirse en una experiencia. No se trata solo de una escuela, es una ciudad en miniatura, un laberinto de patios y sombras donde cada rincón parece contar una historia.
La (sin)sustancia

La (sin)suntancia
“La modernidad cuando envejece, tiene dos caminos. O bien se asume con dignidad, o bien se disfraza con retoques que buscan la complacencia fácil.”
Hubo un tiempo en el que las Torres de Colón eran un manifiesto estructural. Una proeza técnica que, con su característico coronamiento, desafiaba la gravedad y la lógica constructiva convencional. Diseñadas por el ilustre don Antonio Lamela, estas torres invertidas se sostenían desde arriba. Una idea que, más que una solución arquitectónica, era una declaración de principios. Pero en la eterna lucha entre la arquitectura y la complacencia, la segunda suele llevar las de ganar. Y así hoy, las Torres de Colón han sido ampliadas, despojadas de su esencia y coronadas con una suerte de tiara corporativa que transforma la audacia en obviedad.
El nuevo remate, presentado como una reinterpretación contemporánea, en realidad no es más que una domesticación de lo que antaño fue un ícono de la ingeniería y de la arquitectura made in Spain. Lo que antes era un gesto radical y puro se ha convertido en un volumen anodino; en una suerte de sobrepeso decorativo que, en lugar de dialogar con la estructura original, la silencia. En lugar de reforzar la lógica de las torres, la contradice y las devuelve a un convencionalismo que las hace indistinguibles de cualquier otro edificio de oficinas.
Hay algo trágicamente irónico en el destino de las Torres de Colón. Nacieron como un desafío a la norma y como un ejercicio de audacia estructural que liberaba de soportes su basamento soterrado destinado a garajes, y han acabado con una ampliación que diluye su razón de ser. La arquitectura, cuando se hace con convicción, habla con claridad. Pero cuando se somete a la dictadura del mercado y de la imagen, balbucea formas sin sentido. El resultado: unas torres que antes levitaban con orgullo y que ahora parecen cargar con el peso de su propia renuncia.
Es un destino que han sufrido muchas otras obras del siglo XX. La modernidad, cuando envejece, tiene dos caminos. O bien se asume con dignidad, o bien se disfraza con retoques que intentan hacerla más “actual”. Y en este caso, el disfraz no solo despoja al edificio de su identidad, sino que lo convierte en un pastiche sin sustancia. ¿Se ganó algo con esta intervención? Quizás algunos metros cuadrados más de oficinas y una estética más digerible para el gran público. Pero lo que se perdió es irrecuperable: la coherencia, la osadía y la esencia misma de un edificio que ya no es lo que era. Y lo peor es que, cuando se maquilla la historia, se corre el riesgo de olvidar por qué un día fue lo que hoy ya no es.
El primer hábitat

El primer hábitat
“No quiero saber si fuera llueve, nieva o un meteorito amenaza con el fin de la humanidad”
Al principio todo es tibio. Mi mundo es una cúpula perfecta donde la luz se filtra en destellos difusos, pero no me importa, tampoco necesito demasiada claridad. Todo lo termino haciendo por pura intuición. Estoy tan cómodo que no sé donde acaba mi cuerpo y donde empieza mi entorno. Mi piel se funde con todo lo que me rodea de tal manera que me siento parte de algo más grande. Todo lo que necesito llega a mí sin apenas esfuerzo: no tengo que bajar al Mercadona a por queso en lonchas, no me hace falta. Y, aun así, siempre termino disfrutando de los mejores nutrientes.
Vivo tumbado, agazapado y cómodamente acurrucado en la posición más confortable del mundo. No necesito grandes distracciones para pasar el día y estoy tan ensimismado que ni me entero si el móvil se queda sin batería. Es cierto que soy feliz con poco, pero es que tengo todo para ser feliz. Mi espacio vital se adapta a mi propio cuerpo como el agua adquiere la forma de un jarrón. Estoy tan cómodo que puedo dormir durante un par de horas, despertarme, estirarme un poco, comer algo sano y volver a dormirme. Esta penumbra a veces me hace perder la noción del tiempo, no sé si son las doce de la mañana o las siete de la tarde y, la verdad, ni me importa. No quiero saber si fuera llueve, nieva o un meteorito amenaza acabar con el fin de la humanidad. Este letargo me hace ignorante, pero feliz.
A pesar de sentirme como dueño y señor de mi propio entorno (aunque no haya pagado ni un duro de la hipoteca), no me importa no poder gozar de algunas de las ventajas de la arquitectura moderna, como la maravillosa ventilación cruzada o la infinidad de plataformas de entretenimiento de una Smart TV. Sin embargo, en ciertos momentos experimento algunas sensaciones que me advierten de que quizás no soy el amo de mi propio destino. Creo que tiene que haber algo superior a mí, que se escapa a mi entendimiento y que es propietario de mi suerte. Y no solo desde el punto de vista metafórico o espiritual, sino de una forma tangible, a veces llega a ser tan intrusivo que termina decidiendo si me tumbo de lado o boca arriba. No lo percibo como una forma de dominación, ni mucho menos. Todo lo contrario, confió en que se trate de una protección tan pura que nace de manera orgánica. Sin lugar a dudas, soy parte de algo mayor, algo que me protege y me cuida como una madre cuida a su bebé por encima de todas las cosas.
The Brutalist

The Brutalist
“En un mundo obsesionado con lo superficial, el brutalismo se yergue como una verdad desnuda”
Hay arquitecturas que piden ser admiradas, otras exigen ser entendidas. Y luego está
el brutalismo, que se impone con la misma imperturbabilidad con la que un monolito
desafía la erosión del tiempo. Su hormigón desnudo, sus volúmenes rotundos y su
rechazo a lo ornamental no buscan la complacencia del espectador, sino la reverencia.
Y como todo aquello que desafía lo convencional, ha dado lugar a un culto. Un culto
que, entre la ironía y la devoción, ha encontrado su divinidad en el hormigón: el
movimiento ‘Satán es mi señor’.
Lo que comenzó como una broma en foros y redes sociales terminó por convertirse en
un emblema de resistencia estética. Sus seguidores, autodenominados adoradores del
brutalismo, proclaman la magnificencia de estructuras que para muchos no son más
que vestigios de una era hostil. Ven en los ministerios soviéticos, en las bibliotecas
monolíticas y en las torres de viviendas de posguerra la manifestación de una
arquitectura pura, incorruptible. Si la mayoría de la gente ve en estos edificios la
frialdad de un régimen o el peso de la burocracia, ellos ven templos de hormigón
donde la función y la forma no se doblegan ante la moda ni la complacencia.
La estética brutalista, tantas veces tildada de inhumana, es para este movimiento una
forma de honestidad radical. El hormigón no oculta su naturaleza, no necesita
decoraciones ni concesiones. En un mundo obsesionado con lo superficial, el
brutalismo se yergue como una verdad desnuda. Y si esa verdad incomoda, mejor. De
ahí la figura de Satán: no como una entidad maligna, sino como un símbolo de desafío
a los cánones establecidos, de ruptura con la arquitectura edulcorada y vacía de
significado.
Los apóstoles de este culto se agrupan en comunidades digitales donde comparten
imágenes de sus templos: el Barbican en Londres, el edificio Habitat 67 en Montreal o
el Santuario de Aranzantzazu en Oñate. No es una admiración ingenua, sino una
celebración cargada de ironía. 'Satán es mi señor' es tanto una reivindicación como un
juego, una parodia que se convierte en dogma cuando se dice con la suficiente
convicción. No veneran un diablo, sino la incomprensión que rodea al brutalismo y su
eterna lucha contra el mal gusto.
Porque cada año, en algún rincón del mundo, un edificio brutalista cae bajo la piqueta,
víctima de una sociedad que no ha sabido mirarlo más allá de su apariencia. Pero
donde otros ven ruina, el culto ve martirio. Gloria al maligno ¡SEMS!
White Lotus

White Lotus
“La historia demuestra que el refugio físico no garantiza la tranquilidad emocional”
Tras meses y meses de arduo trabajo y rutina que nos machaca hasta los pensamientos creativos, las vacaciones de verano se vislumbran siempre en el horizonte como una oportunidad para desconectar y volver a conectar. Los hoteles de White Lotus, la aclamada serie de HBO que retrata la tensión latente bajo la apariencia de unas vacaciones idílicas, se muestran al mundo bajo una cortina de lujo, evasión y descanso absoluto. En teoría, el ser humano no debería necesitar más que un entorno paradisíaco, un servicio impecable y la ausencia de responsabilidades para alcanzar la calma. Sin embargo, la serie demuestra que ni el mejor diseño puede garantizar la paz y que el conflicto emerge incluso en los espacios diseñados para la desconexión.
Esta paradoja nos lleva a preguntarnos sobre la relación entre arquitectura y descanso. Los hoteles, desde los grandes resorts hasta los pequeños alojamientos de autor, intentan construir escenarios de confort absoluto. El diseño de estos espacios se articulan siempre ante premisas para hacer sentir bien a los visitantes: unas vistas perfectas, iluminación cuidadosamente calculada, materiales que evocan serenidad, recorridos que evitan cualquier tipo de estrés… Pero, ¿es suficiente? En White Lotus, la arquitectura no consigue contener los conflictos personales, sino que, en algunos casos, incluso los amplifica.
Este fenómeno no es exclusivo del ámbito hotelero. Cualquier tipo de arquitectura aspira, en última instancia, a proporcionar refugio. Desde las primeras cuevas habitadas hasta las viviendas contemporáneas, el objetivo fundamental de la arquitectura ha sido siempre el cobijo: proteger del clima, de los peligros externos y, en cierto modo, de la incertidumbre. Sin embargo, la historia demuestra que el refugio físico no garantiza la tranquilidad emocional. Las casas se convierten en campos de batalla familiares, los templos en espacios de confrontación ideológica y las ciudades en escenarios de lucha social.
La arquitectura del descanso es, por tanto, una promesa frágil. Podemos diseñar el spa perfecto, la mejor habitación insonorizada, una villa con vistas al mar, pero el descanso no es solo un asunto de paredes y techos. Es una cuestión de tiempo, de relaciones y de equilibrio interior. White Lotus nos recuerda que, por más que la arquitectura intente diseñar la paz, los conflictos humanos siempre encuentran la forma de colarse por debajo de la puerta.
El ojo de roma

El ojo de Roma
“Si Roma es la ciudad eterna, el Panteón es su latido inmutable. Santuario de luz y piedra destinado tanto a los dioses como a los hombres.”
El Panteón de Agripa es más que un edificio. Es una epifanía de piedra, un desafío al tiempo que se alza en el corazón de Roma con la misma serenidad con la que ha observado pasar los siglos. Su cúpula, una de las mayores proezas de la antigüedad, no es solo un alarde técnico, sino una metáfora de lo eterno. Como un ojo abierto al infinito, el óculo en su cima deja entrar la luz con la misma solemnidad con la que un templo griego invitaba a sus dioses.
Si Roma es la ciudad eterna, el Panteón es su latido inmutable. No ha sucumbido a los estragos de la historia ni a la voracidad de la modernidad. Su portón de bronce sigue abriéndose con el mismo peso con el que lo hacía hace dos milenios, y sus columnas monolíticas de granito egipcio continúan sosteniendo no solo su frontón, sino la memoria de una civilización. Allí, donde antaño se rendía culto a los dioses paganos, ahora la arquitectura es la única deidad indiscutible.
Construido sobre las ruinas del templo original de Agripa y reconstruido bajo el mandato de Adriano, el Panteón representa la culminación de un ideal arquitectónico: la fusión perfecta entre forma y función, entre armonía y monumentalidad. No hay en su diseño una grieta de indecisión. Cada proporción, cada material, cada vacío y cada lleno parecen responder a un orden superior, como si la geometría tuviera un propósito místico.
Algunas teorías sugieren que, en su origen, el Panteón pudo haber formado parte de un complejo termal. Si bien su función religiosa es indiscutible, la posibilidad de que también sirviera como un espacio de reunión y contemplación dentro de un conjunto más amplio añade una nueva dimensión a su misterio. Tal vez, más que un templo al uso fue un santuario de luz y piedra destinado tanto a los dioses como a los hombres.
Sin embargo, lo que realmente conmueve del Panteón no es solo su perfección, sino su capacidad para dialogar con el presente. La lluvia que atraviesa su óculo cae sobre el mismo suelo que pisaron emperadores y peregrinos. El sol que baña su interior enciende los mismos tonos ocres que deslumbraron a los artistas del Renacimiento. Quien cruza su umbral no solo entra en un edificio, sino en una continuidad, en una respiración profunda que une lo que fue con lo que será.
En un mundo donde la arquitectura a menudo se pliega a la urgencia de lo efímero, el Panteón se alza como un recordatorio de que la verdadera grandeza no reside en lo nuevo, sino en lo atemporal.
El pueblo que atrapa

El pueblo que atrapa
“En este microcosmos forzado, la arquitectura no es un lujo, sino una herramienta de resistencia psicológica.”
Imagínate viajar por carretera y, de repente, encontrarte atrapado en un pueblo del que no hay escapatoria. Un lugar donde cualquier intento de salir conduce siempre al mismo punto de partida y, cuando cae la noche, monstruos acechan entre los árboles. Esa es la premisa de From, una serie que convierte el concepto de hábitat en una cuestión de supervivencia.
Este pueblo parece estar anclado en el tiempo. Calles polvorientas, casas de madera, y una cafetería como punto neurálgico. Su estructura recuerda a los antiguos asentamientos de frontera, donde la comunidad debe funcionar como un organismo colectivo para sobrevivir. No hay grandes edificios, ni trazas de modernidad, solo una arquitectura funcional y austera, pensada para resistir y servir como refugio.
Cada espacio dentro del pueblo tiene un propósito que va más allá de su función aparente. La cafetería no es solo un lugar donde conseguir comida, sino un punto de encuentro donde la convivencia se refuerza y se negocian las normas sociales, las casas son refugios temporales que brindan seguridad cuando cae la noche y la iglesia es un espacio donde debatir.
La arquitectura del pueblo condiciona las emociones y las acciones de sus habitantes. Al estar rodeado por un bosque denso e inexplorado, la sensación de claustrofobia no proviene solo de los límites físicos del asentamiento, sino de la certeza de que más allá solo hay peligro. Este ambiguo límite, entre lo habitable y lo inhóspito, refuerza la idea de que el hogar no es solo un espacio, sino una construcción mental. En este microcosmos forzado, la arquitectura no es un lujo, sino una herramienta de resistencia psicológica, ya que la organización de la comunidad, las reglas impuestas para garantizar la supervivencia y la forma en la que cada espacio es utilizado son respuestas directas a la amenaza exterior. El pueblo no solo los retiene físicamente, sino que también moldea sus miedos, sus relaciones y su manera de entender el hogar.
From nos recuerda que la arquitectura, incluso en su forma más sencilla, tiene el poder de definir nuestra manera de vivir y de percibir el mundo. En este caso, un pueblo que parece sacado de otra época se convierte en el escenario de una lucha existencial, donde los espacios no solo albergan individuos, sino que también contienen miedos, estrategias de supervivencia y la esperanza de encontrar una salida que tal vez no exista.
Tramas torcidas

Tramas torcidas
“Dentro del orden aparente de cada planificación urbana, persiste la imperfección.”
Desde las primeras civilizaciones hasta las metrópolis contemporáneas, el trazado de la ciudad ha sido una manifestación del pensamiento humano y un reflejo de nuestras aspiraciones y necesidades. La trama urbana es algo más que orden, calles y plazas; es la matriz que da forma a la vida cotidiana, al movimiento y a las relaciones humanas. Cada sociedad ha impreso su propia huella en el diseño de sus asentamientos, desde las rígidas cuadrículas de las colonias romanas hasta los laberintos irregulares de las medinas árabes.
Algunas de las tramas urbanas más icónicas han respondido tanto a ideales como a desafíos prácticos. En el siglo XIX, Ildefonso Cerdá concibió su famoso plan para Barcelona con un enfoque casi utópico. Su cuadrícula ortogonal, con manzanas achaflanadas y grandes avenidas, no solo facilitaba la movilidad y la ventilación, sino que también preveía una sociedad más igualitaria, donde el espacio público tenía un papel fundamental.
París, se reinventó bajo la visión de Haussmann. La ciudad medieval de calles estrechas y sinuosas, fue reemplazada por amplios bulevares, plazas majestuosas y una red de ejes que buscaban no solo embellecer la ciudad, sino también modernizarla y facilitar la circulación. Esta intervención supuso la demolición de barrios enteros, pero dio lugar a un París monumental, ordenado y visualmente armonioso.
Al otro lado del Atlántico, el urbanismo tomó un rumbo diferente. En Estados Unidos, el sistema de «acre y lot» organizó las ciudades sobre la base de parcelas individuales con patios y espacios abiertos, en contraste con la compacidad de las urbes europeas. Esta planificación, ligada a la expansión colonizadora, moldeó el carácter de ciudades como Chicago o Los Ángeles, donde la movilidad dependía del automóvil y la trama urbana se expandía sin los límites físicos de los antiguos centros históricos.
Sin embargo, dentro del orden aparente de cada planificación urbana, persiste la imperfección. Las ciudades, como organismos vivos evolucionan de manera impredecible, generando espacios caóticos dentro de la estructura pensada. Calles que se ensanchan o se estrechan sin razón aparente, plazas que nacen del encuentro espontáneo de caminos, barrios que se desarrollan de formas imprevistas. Esta irregularidad es lo que otorga carácter y humanidad a las ciudades, recordándonos que, más allá de la rígida geometría la arruga también puede ser bella.
Vivir en horizontal

Vivir en horizontal
“Estamos diseñados para vivir desde la verticalidad, con la cabeza alta, la mirada al frente y los pies en la tierra.”
Han sido necesarios años y años de evolución para distanciarnos de los lagartos gigantes, levantar nuestras extremidades delanteras y erguirnos poco a poco hasta despegarnos casi por completo del suelo. Solo un par de pies son las únicas piezas de nuestro cuerpo encargadas de transmitir todas las cargas y esfuerzos desde nuestra estructura ósea al terreno. Estamos diseñados para vivir desde la verticalidad, con la cabeza alta, la mirada al frente y los pies en la tierra. Nuestra arquitectura corporal nos empuja inexorablemente a la bipedestación.
Sin embargo, pasamos casi un tercio de nuestra existencia tumbados, entregados al descanso necesario que nos permite seguir en pie día tras día sin morir de agotamiento. Pero no siempre esta horizontalidad es una elección placentera. En muchas ocasiones se vuelve una necesidad imperiosa por cuestiones de salud y, como tal, en un fuerte impedimento para el desarrollo normal de nuestras vidas. Las ciudades, los medios de transporte o nuestras propias viviendas no están diseñadas para la horizontalidad, por lo que tener que vivir acostado se vuelve un verdadero dolor de cabeza, o de espalda…
Desde esta posición, el mundo se percibe de manera distinta, desde lo horizontal, el techo se vuelve el protagonista. La mirada no fija el horizonte, sino que se pierde a través del cielo. No se trata simplemente de una cuestión física, la obligación de permanecer en una postura que nos resta movilidad nos obliga a replantearnos muchas cuestiones personales y sociales. Quizás por eso las grandes ideas suelen surgir tumbados, cuando la mente se libera de la obligación de sostener conscientemente el cuerpo y permite que los pensamientos fluyan con más ligereza.
Es curioso pensar cómo la cama puede ser un refugio o una prisión, un espacio de confort o un territorio de limitaciones capaz de afectar antes a nuestra mente que a nuestro propio cuerpo. Frida Kahlo, por ejemplo, tras varias operaciones de espalda y meses postrada en su cama, decidió instalar un espejo en el techo de su dormitorio para poder pintarse a sí misma. Es fundamental seguir realizando todas aquellas acciones que nos mantienen activos y tener la mente despierta para no acabar desquiciados con nuestro entorno. Porque al final, la arquitectura no solo debe responder a la forma en que nos movemos, sino que también a la forma en que habitamos nuestro propio cuerpo.
Espejo del mar

Espejo del mar
“Un deseo innato por superar los límites, por habitar lo inhóspito y convertirlo en hogar.”
Encaramado sobre un acantilado que parece desafiar la gravedad, un edificio se asoma al abismo. Con más de 50 años a sus espaldas, este valiente de 14 plantas escalonadas y de desarrollo invertido, se descuelga desde una posición privilegiada, abierto a la bahía de Almería con todo el arco diurno desde el orto hasta el ocaso a su merced.
Obra del arquitecto José María García-Valdecasas Salgado, este edificio formaba parte de un macroproyecto más ambicioso que contaba con un edificio casi gemelo a su derecha y otro trasero mucho más grande y de desarrollo lineal. Finalmente, no fue desarrollado el conjunto completo, quedando este Espejo del Mar en una posición de solitario privilegio singular.
Las viviendas que lo conforman son 68 apartamentos tipo dúplex de desarrollo invertido, pues se accede a ellos por su planta superior destinada a dormitorio y baño, contando con el estar comedor-cocina en su nivel inferior abierto a una gran terraza. Asomarse a un ventanal en uno de estos refugios es contemplar el horizonte en su forma más pura, donde el mar y el cielo se funden en una línea etérea.
Todos los apartamentos cuentan con una única fachada acristalada al mar, accediéndose por la trasera a través de pasillos-galería ventilados a través de celosías cerámicas al espacio escalonado que queda entre el edificio y el acantilado. La sensación al caminar por estos angostos e intrincados pasajes, distintos en cada nivel pues se adaptan a la irregular topografía, con la estructura metálica y los cimientos vistos anclados a la roca es ciertamente sobrecogedor.
Y a pesar de sus más de 50 años, de lo agresivo y hostil del entorno, y de las inevitables transformaciones que se le han ido haciendo a los apartamentos, no siempre acertadas, el estado de conservación del edificio es sorprendente. Resiste con estoicismo la erosión, los terremotos y la corrosión que el ambiente salino propicia, gracias al trabajo de mantenimiento que sus propietarios le brindan. Habitar este edificio supone enfrentarse a retos diarios que son también un acto de compromiso con el lugar.
Hay algo profundamente simbólico en esta construcción. Representa ese deseo innato tan humano por superar los límites, por habitar lo inhóspito y convertirlo en hogar. Al mismo tiempo, nos recuerdan nuestra fragilidad ante la fuerza de la naturaleza. Cada edificio suspendido en un acantilado es un acto de equilibro, no solo en términos de física, sino también en la relación que establecemos con el mundo que nos rodea.
Las pestañas del hogar

Las pestañas del hogar
“Pueden ser la capa perfecta para escondernos mientras espiamos al vecino por la ventana.”
Los materiales de cualquier edificación, al igual que sucede con las palabras en una novela, son catalizadores de emociones. Los materiales nos transmiten a través de sus texturas, sus colores, su temperatura o incluso mediante el propio olor que desprenden. La sensación que ofrece un muro de hormigón en nuestro comedor es totalmente opuesta a lo que transmite una pared blanca de gotelé. Y una mesa de madera natural resulta tan cálida que invita a acariciarla como si fuera un pequeño cachorro de labrador, mientras que, por el contrario, una mesa de acero parece pedirnos a gritos que terminemos de comer y llevemos el plato rápidamente a la cocina.
En algunas ocasiones, la mera presencia del material, sin necesidad de tocarlo ni olerlo, ya nos provoca grandes emociones. Podríamos llamarlo prejuicios, aunque tal vez sea simplemente una asociación involuntaria derivada de experiencias pasadas. Los textiles, por ejemplo, suelen generar una percepción muy fuerte de intimidad. Una casa sin cortinas es como un americano sin canela. Tal vez porque nos recuerdan a cuando éramos bebés, arropados por nuestra madre con un arrullo mientras nos sostenía entre sus brazos. Solo con verlas, las cortinas ya nos sentimos como en casa.
Da igual que sean unas cortinas de nueve metros de altura en un edificio de gran escala como las de la Escuela de diseño de Sanaa en Zollverein, o unas cortinas con visillo en el salón de la casa de nuestros abuelos, todas ellas nos evocan cercanía e intimidad.
No solo se trata de uno de los sistemas de protección solar más antiguos del mundo, ni tampoco de simples elementos decorativos que tienen que combinar a la perfección con el color del sofá. Las cortinas son paz, son un velo que convierte la luz en cómplice de nuestros actos diarios. Son las pestañas de la vivienda que nos permiten entreabrir la mirada al exterior pero que siempre están ahí, incluso recogidas. Nunca desaparecen. Siempre forman parte de la mirada.
Tienen la doble condición de protegernos y exponernos, según cómo las utilicemos. Pueden ser la capa perfecta para escondernos mientras espiamos al vecino por la ventana, pero también son lo primero que abrimos por la mañana, mostrándonos tal y como somos. Las cortinas ejemplifican de forma magistral esta conexión íntima entre lo material y lo emocional. Puede que se atasquen de vez en cuando, pero son tan indispensables como el mando de la tele.
(Fotografía: Laurian Guinitoiu)
Tic, tac, tic, tac

Tic, tac, tic, tac
“Cada reparación es un acto de resistencia, una declaración de amor a un espacio que, a pesar de todo, sigue siendo vivible.”
En las ciudades, el paso del tiempo no se mide solo en años, sino en las marcas que este deja en ellas. Los edificios envejecen como lo hacen sus habitantes, con una dignidad propia que transforma cada grieta y cada desconchón en un testimonio de lo vivido. Las fachadas que alguna vez brillaron con colores vivos ahora muestran un cromatismo tenue y desgastado, mientras los patios interiores silenciosos, conservan ecos de voces lejanas de niños jugando y de discretas confidencias .
Los barrios cambian, aunque de manera imperceptible para quienes los recorren a diario. Lo que antes era una ortopedia hoy es un abovedado gastrobar de moda, y las esquinas donde se reunían los vecinos ahora alojan a nuevas generaciones con otros ritmos mirando al suelo sin verlo. Sin embargo, hay algo que permanece: una esencia que se filtra entre ladrillos y aceras, recordando que cada transformación suma capas a la historia colectiva.
El paso del tiempo otorga una pátina de autenticidad cuyo derecho las nuevas construcciones tendrán que ganarse… y no todas lo conseguirán. Perdurar y envejecer no está al alcance de todos. Es en la madera desgastada de una puerta centenaria o en el suelo de baldosas que cruje bajo nuestros pies, donde encontramos una belleza silenciosa que no necesita artificios. Y es en esta huella donde surgen los retos: la necesidad de rehabilitar sin borrar el alma de los lugares, de equilibrar la modernidad con el respeto por el pasado.
Hay algo profundamente humano en la arquitectura que envejece. Nos invita a reflexionar sobre nuestra propia fugacidad y a reconocer que, así como las casas albergan nuestras vidas, también ellas tienen una vida propia. Una vida que se moldea con las manos que las cuidan y con los desafíos que enfrentan: filtraciones, fisuras, el incesante desgaste del viento y la lluvia. Cada reparación es un acto de resistencia, una declaración de amor a un espacio que a pesar de todo, sigue siendo vivible.
En este ciclo de transformación constante, la ciudad entera se convierte en un organismo vivo. Sus barrios respiran al compás de quienes los habitan, y sus edificios, aunque a veces olvidados, sostienen la memoria de generaciones. No se trata solo de preservar lo antiguo por nostalgia, sino de reconocer que en cada piedra hay un pedazo de quienes la colocaron y en cada calle un reflejo de quienes la caminaron. La ciudad, con sus cicatrices y su encanto imperfecto, nos recuerda que el tiempo no solo erosiona, también construye.
Reflejo en el baño rosa

Reflejo en el baño rosa
“La realidad escupida a la cara, sin tapujos, sin trampa ni cartón”
Después de una visita completa al Museo del Realismo Español Contemporáneo (MuReC) de Almería, tras más de dos horas de pie y un inevitable dolor de riñones propios de la edad, me encontré de frente con la exposición temporal de Eduardo Millán. El cansancio desapareció al instante. Nada más entrar en la amplia sala rectangular se podían vislumbrar unos enormes cuadros que parecían representar, a escala real, un apartamento algo viejo y desordenado. Como si de un flechazo de Cupido se tratase, sentí una conexión directa con estas pinturas que no había llegado a percibir con el resto de obras del museo. Los cuadros no solo eran realistas, eran reales. Con solo mirarlos de reojo desde el umbral de la entrada ya se podía percibir la crudeza de lo representado, lo cual hacía conectar de manera instantánea con mi ser más puro, racional e irracional al mismo tiempo.
Al principio, intuí cierta relación con la magnífica obra del pintor y acuarelista Joaquín Ureña, quizás por la temática o por el tamaño y la escala de los cuadros. Ambos artistas representan su realidad más inmediata, plasmando en un gran lienzo su propio entorno, su vivienda y su taller. Consiguen reflejar de manera majestuosa cómo es su día a día y, por lo tanto, logran que el receptor empatice directamente con el autor. Sin embargo, los cuadros de Eduardo Millán, donde aparece un retrato de sí mismo poseen un aura un tanto melancólica. Ver asomado a través de un pequeño espejo la cara del pintor mirando con semblante serio directamente al espectador, hace que se te erice el vello.
Los puntos de vista y las perspectivas son realmente singulares y anodinas. Podemos ver el exterior del estudio a través de un gran ventanal mediante un encuadre de ojo de pez un tanto forzado, o un bodegón de frutas encima de la mesa con un espejo en segundo plano donde vemos al artista reflejado. Sin embargo, ningún cuadro me impactó más que la obra “Reflejo en el baño rosa”, una representación de lo que parece una pared de un viejo cuarto de baño, compuesta por pequeños azulejos cerámicos satinados, donde se puede llegar a intuir el reflejo, un tanto difuminado, de una silueta humana. Seguramente se trate del autor, de pie en su propio baño. Una situación tan coloquial como mundana pero que, al verla pintada con tanta maestría, consigue transmitir un gran impacto emocional. La realidad escupida a la cara, sin tapujos, sin trampa ni cartón.
La piedra líquida

La piedra líquida
“Lo llamaban opus caementicium, y era esa piedra líquida de la que hablaban los sabios en sus sueños.”
¡Ay, si los egipcios hubieran conocido el poder de las cenizas! Si tan solo, en lugar de tallar y arrastrar gigantescas piedras de un lado a otro, hubieran podido ver cómo el polvo, la tierra y el agua se transforman en roca gracias al poder del fuego para dar forma a un material tan sólido como eterno. Si hubieran entendido que, como los romanos siglos después, podían hacer de la piedra un líquido capaz de adaptarse a cualquier molde, el mundo habría sido otro.
En la antigüedad, la piedra era el corazón de la arquitectura. Aunque las pirámides de Egipto siguen siendo un hito de la humanidad y de su fuerza bruta, fueron los romanos quienes realmente transformaron la construcción con el hormigón. Lo llamaban opus caementicium, y era esa piedra líquida de la que hablaban los sabios en sus sueños. Con él, construyeron puentes y edificios que, como el Panteón de Roma, siguen resistiendo el paso de los siglos.
Lo fascinante de la invención romana fue que no solo hicieron de la roca un material flexible, sino que lo mezclaron con un deseo casi místico de crear lo inquebrantable. La mezcla de cal, agua y puzolana, una ceniza volcánica, les permitió levantar estructuras tan complejas como bellas, que no solo eran funcionales, sino que desbordaban de simbolismo.
En el apogeo del imperio romano, la presencia del hormigón era omnipresente. Desde las columnas que se elevaban como árboles en un bosque urbano, hasta los imponentes puentes que cruzaban ríos, uniendo territorios y culturas. Si los romanos pudieron hacer esto con una receta tan simple, uno no puede evitar pensar qué habrían logrado si hubieran tenido las herramientas y los conocimientos de hoy.
Y aquí estamos, siglos después, con una piedra líquida más moderna que nunca. El hormigón sigue dando forma a nuestras ciudades, pero también a nuestras contradicciones. Aunque hemos aprendido a perfeccionarlo, su producción a gran escala es muy dañina para el medio ambiente. Nos enfrentamos al mismo dilema que los romanos, solo que hoy sus daños ya no se notan con el paso de los siglos, sino con la rapidez de los ciclos ecológicos.
Al final, el poder de la roca nunca estuvo en su dureza, sino en su capacidad para transformarse. Quizás, si miramos bien, estamos más cerca de los romanos de lo que creemos. Solo necesitamos recordar que, cuando el agua y el polvo se encuentran, lo efímero se convierte en eterno.
La Virgen Roja

La Virgen Roja
“Los niños dibujan despreocupados, de manera genuina y sin prejuicios.”
Siempre me ha parecido fascinante la facilidad que tienen la mayoría de los niños para producir un sinfín de dibujos de manera desenfadada. Pueden crear tantos como folios encuentren en casa o como paredes blancas tengan a su alcance. Desde la fiel representación de su familia, esbozando unos pequeños monigotes que componen su unidad familiar y por supuesto, la clásica casita con el humo saliendo por la chimenea, hasta abstracciones coloridas de garabatos combinados con circunferencias no muy regulares, queda claro que la espontaneidad es una parte inalienable de su forma de actuar. No solo en cualquier acción creativa como bailar o dibujar, sino en prácticamente cualquier faceta de su vida.
Esas pequeñas mentes todavía no han podido ser condicionadas por la vorágine de dogmas que luego gobernarán sus vidas. Así que, la infancia se convierte en una de las pocas etapas en las que, a pesar del riguroso control parental — tan necesario para que el niño no meta los dedos en el enchufe—, somos más libres como individuos. Los niños dibujan despreocupados, de manera genuina y sin prejuicios, lo que les termina conduciendo a elaborar de un dibujo tras otro y, normalmente, sin llegar a sentir mucho apego por sus creaciones. Tan rápido como terminan su última y favorita obra de arte, son capaces de regalársela al primero que pase, hacerla una bola de papel y tirarla a la papelera o intentar pincharla con una chincheta en la pared. Son igual de libres para crear algo como para destruirlo. Y esto los hace verdaderamente aventurados y valientes.
La espontaneidad y el desapego a nuestras creaciones es fundamental para poder llegar a producir obras sin obsesionarnos con el resultado y, por lo tanto, apreciando más el proceso, que sin duda se trata de la verdadera clave del aprendizaje. Es necesario errar y corregir, romper y reparar para seguir formando nuestras mentes a través de la experiencia. Aunque parezca evidente, es importante recordar que solo experimentando conseguiremos crecer y mejorar cualquier producción artística.
Picasso lo entendió mejor que nadie. A lo largo de su carrera tuvo que dibujar y pintar una ingente cantidad de obras para comprender la dificultad que supone saber pintar como un niño: transmitir más emociones con menos trazos, con la soltura propia de alguien libre que solo intenta crear aquello que le marca su intuición.
Fast and Furious

Fast and Furious
“Hay una infinita cantidad de información al alcance. Tanta que ya no somos capaces ni de distinguir cuál es la que queremos.”
Vivimos tiempos convulsos y efervescentes. Y no lo digo en el sentido más negativo de la manida expresión. Tal vez estemos en uno de esos raros periodos de la historia de la humanidad que destacan por ser, en términos globales, especialmente pacíficos. Aunque nos pueda parecer a veces lo contrario sobre estimulados por las imágenes de las guerras de Ucrania o Palestina, lo cierto es que nunca tanta gente ha vivido tan bien en el mundo. Ya nos resultan tan lejanas y ajenas las grandes guerras en las que los muertos se contaban por decenas de millones, que apenas somos capaces de distinguir emociones entre una escena del desembarco de Normandía o la de una batalla entre Orcos y Elfos en la gran pantalla.
Cuando me refiero a convulso, lo hago en el sentido de dinámico, o agitado en grado extremo, y cuando digo efervescente, lo hago en relación a lo efímero, inmediato y rápido. Estoy leyendo ahora un libro, el cual recomiendo por su lectura asequible y entretenida, que me hace reflexionar sobre esto. Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. En el fondo, es uno de tantos libros de divulgación, que se aproxima a la historia de la ciencia, y que pasa por los grandes hitos de la astronomía, la geología, la física o la biología, lleno de anécdotas y curiosidades de los protagonistas que marcaron un hito en sus respectivas disciplinas y que por ende, cimentaron el avance de los que les siguieron.
En todas estas historias, encuentro un factor común. Por muy productivas que llegasen a ser estas privilegiadas mentes, pasaban años madurando y reflexionando sus ideas. Su conocimiento original e imaginativo requirió de un estudio previo concienzudo y pausado de disciplinas y técnicas ancestrales no siempre fácilmente asequible. Bien fuese para apoyarse en ello, bien para ponerlo en cuestión, el tiempo ocupaba su lugar en el emocionante proceso creativo.
Hoy en cambio, todo es inmediatez y vorágine. Hay una infinita cantidad de información al alcance. Tanta que ya no somos capaces ni de distinguir cual es la que queremos en cada momento. Sentimos la necesidad de satisfacer nuestra curiosidad en segundos, y cuando esto no sucede, perdemos rápido el interés con la frustrante sensación de estar perdiendo el tiempo. Si por algo pasará a la historia nuestra generación, será por la hiperbólica capacidad de hacer scroll con el dedo en la pantalla del teléfono.
Unir la cocina con el salón

Unir la cocina con el salón
“¡He tenido una gran idea! Ya que tenemos una casa muy pequeña, unamos la cocina con el salón.”
“¡He tenido una gran idea! Ahora que tenemos una casa lo suficientemente grande, separemos la zona para cocinar del resto de la casa. Así podremos ganar algo de independencia y los humos y olores de los alimentos no se mezclarán con las demás estancias del hogar.” Parece una idea genial, de hecho, fue una de las panaceas del diseño residencial a principios del siglo XIX, junto con otras preocupaciones relacionadas con la salubridad y la mejora en la calidad de vida de la población en las grandes ciudades. Poco a poco, esta idea de desvincular el fuego del centro de los hogares fue ganando notoriedad, especialmente con la invención e implementación de multitud de herramientas, cachivaches y electrodomésticos propios de la cocina, que han ido reivindicando su lugar en casa y llenando encimeras, cajones y muebles altos, extendiéndose como una auténtica enredadera por cualquier espacio de almacenaje que quedara libre.
Pero, curiosamente, hoy en día hemos llegado al punto contrario: “¡He tenido una gran idea! Ya que tenemos una casa muy pequeña, unamos la cocina con el salón. De esta forma, podremos disfrutar de un espacio más diáfano que se adapte a nuestra forma de vida y, así, esta caja de cerillas a la que llamamos hogar, podrá gozar de algo más de luz natural.”
Lo que antes era un lujo, ahora se ha convertido en un estorbo. Lo que antes era sinónimo de modernidad, ahora es sinónimo de vivir en la casa de tus abuelos.
Da la impresión de que solo existen dos magníficas ideas super innovadoras a la hora de afrontar la reforma de cualquier vivienda: tirar el tabique que separa la cocina del salón y cambiar la bañera por un plato de ducha. A decir verdad, prácticamente todo nuestro parque inmobiliario de obra nueva ya recoge estas demandas del mercado y aprovecha la coyuntura para seguir produciendo viviendas cada vez más pequeñas, pero… ¡ojo! donde podrás cocinar lentejas mientras tu hijo juega a la consola tirado en el sofá.
Es cierto que nuestras viviendas deben resolver eficientemente nuestras necesidades, pero la gran mayoría de ellas se crean y se destruyen tan rápido como sale al mercado una nueva invención como la Airfryer o la televisión con inteligencia artificial. Me pregunto si dentro de 70 años todas las reformas que se lleven a cabo en nuestras actuales construcciones volverán a levantar ese tabique que parece subir y bajar en función de las supuestas necesidades propias de la vida moderna.
La gran evasión

La gran evasión
“Las ciudades subterráneas despiertan una fascinación especial. Nos recuerdan que, bajo la superficie de nuestras modernas urbes, yacen historias ocultas»
Las ciudades subterráneas son un viaje al corazón de la tierra, donde la arquitectura se entrelaza con el instinto de supervivencia y la necesidad de adaptarse a lo imposible. Estos espacios ocultos bajo nuestros pies no son solo cavidades en el suelo, son verdaderos laberintos que cuentan historias de resistencia, ingenio y misterios por desvelar.
En la Anatolia turca, la ciudad subterránea de Derinkuyu emerge como un prodigio de la ingeniería antigua. Excavada en roca volcánica hace miles de años, esta ciudad fue un refugio para miles de personas. Sus niveles descendentes, conectados por angostos pasillos, albergaban viviendas, almacenes, establos, pozos de agua e incluso iglesias. Su diseño no solo protegía contra las invasiones, sino que también garantizaba la autosuficiencia durante largos periodos. En su penumbra, uno puede imaginar el bullicio de una vida que transcurría oculta al calor de las antorchas iluminando muros y galerías.
En contraste, pero con un espíritu similar de protección, los refugios subterráneos de la Guerra Civil en Almería nos remiten a un pasado más reciente. Estas galerías, excavadas a toda prisa bajo la dirección del arquitecto Langle, eran un escudo contra el terror que caía desde el cielo. Allí, en la oscuridad, se mezclaban el miedo y la esperanza. Las paredes, toscas y marcadas por el esfuerzo de manos apresuradas, eran testigos de historias de supervivencia: madres que acunaban a sus hijos, vecinos que compartían el espacio estrecho, silencios rotos solo por el retumbar de las explosiones en la superficie.
Ambos ejemplos nos hablan de la capacidad del ser humano para adaptarse. Derinkuyu, con su complejidad y sofisticación, muestra una planificación que trasciende generaciones, mientras que los refugios almerienses nos enfrentan a la urgencia de construir bajo la amenaza inmediata. En ambos casos, la arquitectura se convierte en un éxodo hacia el interior de la tierra, una vuelta a las entrañas del planeta como último recurso.
Hoy, las ciudades subterráneas despiertan una fascinación especial. Nos recuerdan que, bajo la superficie de nuestras modernas urbes, yacen historias ocultas capaces de cambiar nuestra percepción del tiempo y del espacio. Monumentos de la memoria, espacios donde la historia respira en el eco de sus pasadizos. Estos monumentos ocultos nos invitan a reflexionar sobre la naturaleza humana: siempre buscando luz, incluso en las profundidades más recónditas de la tierra.
Paredes de gotelé

Paredes de gotelé
“Solo consiguen distinguirse de la del vecino en las pulgadas de la televisión.”
Aunque ciertamente parezca que cada vez hay menos oferta de vivienda debido a la desproporcionada demanda habitacional que la sociedad reclama, lo que sí es cierto es que existe una gran diversidad de hogares que colman nuestro mercado inmobiliario. Lo portales de venta de nuestro país están inundados de viviendas de todo tipo, pero en gran medida, esto solo se debe a la heterogeneidad en la fecha de construcción de los inmuebles. Como el caso de los antiguos pisos de cuatro dormitorios, con grandes salones, salitas de estar y una pequeña habitación de servicio dentro de la cocina que compiten con la predominante tipología de viviendas de tres dormitorios, dos cuartos de baño y salón-comedor-cocina diáfano.
Es cierto que cada generación parece tener sus propias preferencias desde el punto de vista programático, funcional o estético. Se antoja natural y lógico que las familias evolucionen en paralelo con las nuevas formas de vida, pero sin embargo, en muy contadas ocasiones, estas transformaciones terminan influyendo realmente en los diseños de nuestros hogares. Existen una gran cantidad de intereses subyacentes de todo tipo que son los que, en realidad, terminan definiendo cómo son nuestras casas, incluso estableciendo cuestiones tan invasivas para nuestro día a día cómo por ejemplo, donde se coloca la vitrocerámica en nuestra cocina o si nuestro cuarto de baño tiene bidé o plato de ducha.
El sector de la construcción, como sucede en otros tantos sectores productivos, es víctima de incontables factores que acaban definiendo hacia donde deriva el mercado. Desde los intereses económicos a la hora del desarrollo del suelo, el aprovechamiento máximo de una parcela, hasta la normativa municipal que establece la relación entre las estancias, nuestras casas terminan siendo un producto uniforme que solo consiguen distinguirse de la del vecino en las pulgadas de la televisión. Así que, uno de los pocos factores que terminan marcando una diferencia sustancial es el año en el que fueron levantados.
Da la sensación de que la arquitectura residencial, sobre todo la colectiva, funciona por tongadas, y que ahora simplemente estamos viviendo el momento de las cocinas abiertas y las carpinterías de PVC en color gris antracita. Queda ya muy lejos aquella época de las paredes con gotelé y los suelos de terrazo. ¿Me pregunto qué será lo siguiente?
El patito feo

El patito feo
“Manzanas de edificios que, aunque diseñados sin grandes pretensiones, crean continuidad.”
En el vasto panorama urbano, es fácil dejarse llevar por la grandilocuencia de los iconos arquitectónicos. Monumentos, rascacielos de autor y edificios estrella que buscan ser retratados en miles de selfies y postales. Sin embargo, en ese constante juego de luces y sombras que define nuestras ciudades, hay una arquitectura que se mueve en silencio, casi invisible. No llena portadas de revistas ni protagoniza premios internacionales, pero sin ella, las ciudades serían un mero escaparate vacío. Es la arquitectura modesta y anónima, la que no presume, pero construye ciudad.
Esta arquitectura pasa desapercibida precisamente porque no busca destacar. Es la vivienda de toda la vida en la esquina de tu calle, la fachada descascarillada que resiste al tiempo, el portal que tantas veces cruzaste sin prestar atención. No lleva firmas famosas ni necesita justificaciones teóricas de alto calibre. Su mayor mérito es su capacidad de formar parte de un todo mayor, de aportar sin reclamar protagonismo.
Pensemos en esas manzanas de edificios que, aunque diseñados sin grandes pretensiones, crean continuidad. En sus ritmos de ventanas, balcones y tejados se entreteje la trama urbana, un lenguaje común que da identidad a los barrios. Frente a la obsesión contemporánea por el espectáculo, estas obras anónimas nos recuerdan que el verdadero lujo es la coherencia, la armonía cotidiana. Porque no todo debe ser un Guggenheim; a veces, lo que necesitamos es una buena plaza donde sentarnos al sol.
Lo paradójico es que, pese a su modestia, esta arquitectura soporta el peso del tiempo mejor que muchos de esos flamantes hitos que envejecen mal. Hay algo profundamente honesto en su sencillez, una lógica funcional que huye del artificio. Cuando los materiales son nobles, las proporciones acertadas y los detalles bien pensados, el resultado es una belleza silenciosa que se mantiene viva, al margen de modas pasajeras o revoluciones tecnológicas.
En un mundo donde la arquitectura tiende a dividirse entre lo espectacular y lo precario, la modesta se alza como un recordatorio de lo que realmente importa. No se trata de impresionar, sino de acoger. De ser el telón de fondo de nuestras vidas, de permitir que la ciudad sea un lugar habitable antes que un escaparate. Porque al final, lo que hace ciudad no es el edificio que todos señalan, sino aquellos que, sin darnos cuenta, habitamos todos los días.
El suelo mojado

El suelo mojado
“El suelo se convierte en un espejo gris que robota la luz y refleja el ritmo de los arcos de las fachadas”
La Plaza de San Marcos de Venecia se sitúa en una posición muy concreta al sur de la ciudad y dando la bienvenida a diario a toda la gente que entra y sale con los famosos Vaporretos del Gran Canal, durante todo el año. Sin embargo, cuando se accede a ella a pie a través de las angostas calles que conforman el barrio de San Marcos, se presenta como una gran apertura, a modo de grieta, que ensancha el espacio urbano de forma espectacular. La plaza parece estar cerrada por dos largas fachadas de los edificios de las Procuradurías, que se extienden aparentemente en paralelo hasta la coronación de la plaza con la Basílica de San Marcos y la Torre del Reloj, dejando el descubrimiento del precioso Palacio Ducal para el final del recorrido, al tiempo que se revela de la gran apertura espacial a la inmersa y horizontal presencia del agua.
Y justo este elemento, el agua, que parece estar presente solo en los perímetros de las islas que conforman la ciudad, en realidad atraviesa, a modo de venas y arterías, la gran mayoría de callejones que quedan repletos de puentes de piedra comunicando todo este laberinto urbano tan singular. Venecia es una isla artificial construida a base de compactar una serie de grandes troncos de madera hincados en una gran laguna al norte de Italia, aparentemente protegida de las grandes mareas por su posición geográfica. Sin embargo, las inundaciones han sido más que recurrentes a lo largo de los siglos, tanto que la ciudad lleva años desarrollando un sistema de diques móviles, llamado proyecto Moisés, para protegerla de la ya famosa Aqcua Alta.
Estas inundaciones afectan casi siempre, en primer lugar, a la expuesta Plaza de San Marcos, bañando todo su pavimento y cubriéndolo con una lámina de agua que transforma el espacio en algo más dramático, si cabe. El suelo se convierte en un espejo gris que rebota la luz y refleja el ritmo de los arcos de las fachadas circundantes. El agua democratiza el espacio, unificándolo y eliminando cualquier distorsión visual que pueda haber. La humedad es abrumadora y omnipresente; el olor a piedra mojada y ver cómo se funde la arquitectura con la naturaleza es un espectáculo que nos deja absortos. El agua, al igual que el fuego, tiene un componente hipnotizador que ataca a lo más profundo de nuestro cerebro y nos impide apartar la mirada. Por eso, cuando la plaza está inundada, los ojos se nos van al suelo y no al cielo.
Todos al desván

Todos al desván
“Viejas cajas de cartón, cofres cerrados con candados oxidados y muebles cubiertos con sábanas blancas.”
Los sótanos y desvanes abandonados son cápsulas del tiempo, envueltas en polvo y misterio. No son simplemente espacios olvidados; testigos mudos de épocas pasadas, de vidas que se deslizan entre las sombras. Bastan unos pasos en la penumbra para que ese olor a humedad y madera vieja nos envuelva, transportándonos a recuerdos difusos, que emergen como espectros en el silencio. Ahí, en cada rincón oscuro, habitan memorias atrapadas, fragmentos de historias que aún esperan ser contadas.
En esos lugares, la curiosidad siempre se mezcla con un ligero temor. Las escaleras, empinadas y crujientes, llevan a sitios donde la luz parece temer entrar. Allí, se amontonan viejas cajas de cartón, cofres cerrados con candados oxidados, y muebles cubiertos con sábanas blancas, como fantasmas de tiempos mejores. Cada objeto, por insignificante que parezca, encierra secretos: cartas amarillentas, fotografías de desconocidos y herramientas olvidadas que ahora son piezas de un rompecabezas sin solución.
Son espacios que alguna vez tuvieron un propósito; en el sótano se almacenaban las provisiones, en el desván se guardaban las reliquias familiares. Pero, con el tiempo, se transformaron en lugares de sombra y olvido relegados a la soledad. Y sin embargo, hay una especie de ritual al recorrerlos. Abrir un arcón olvidado, descubrir un juguete roto, hojear un cuaderno de anotaciones. En esos momentos, uno se convierte en explorador de una arqueología doméstica, desenterrando fragmentos de vidas anteriores, cual reliquias de un pasado que se resiste a desaparecer.
Observar el contenido de un desván abandonado es también asomarse a una historia familiar detenida. Allí, las huellas de quienes lo ocuparon permanecen: las marcas en el suelo de antiguos baúles que alguna vez guardaron sueños, viejos periódicos que sirvieron de envoltorio, ropa olvidada… vestigios de épocas de modas lejanas. El silencio en estos lugares es distinto, profundo y denso, solo perturbado por el ocasional crujido de la madera o el viento que se cuela por una ventana rota.
Y al final, uno se da cuenta de que estos lugares abandonados guardan no solo objetos, sino también los secretos, miedos y esperanzas que fueron dejando sus habitantes. Son monumentos humildes, casi invisibles, de la memoria, lugares donde el tiempo se ha detenido, y que, como nuestros recuerdos más lejanos, van desmoronándose poco a poco, hasta que un día, tal vez, se conviertan en polvo.
El cuentacuentos

El cuentacuentos
“Una fotografía puede transformar un simple bar en una reinterpretación de una capilla”
Una de las principales razones por las que siempre terminamos viendo, en las carteleras de los cines o en cualquier plataforma digital, una gran cantidad de conceptos refritos, remakes o simplemente nuevas versiones del mismo cuento, es, además del afán de las productoras por crear productos que vendan incluso antes de estrenarse, la gran facilidad que tienen algunos artistas para reinterpretar historias y contarlas de tal manera que logre emocionar al espectador una y otra vez, aunque ya conozca el final.
Muchos guionistas o directores de cine buscan inspiración para su próxima película en novelas, cómics o incluso otras cintas, no solo como referencia para crear algo nuevo, sino para repetir la historia contándola desde su propia perspectiva. Eso sí, se vuelve fundamental saber leer adecuadamente el cuento para poder entenderlo, interiorizarlo y poder explicarlo de nuevo. Cualquier historia, desde “Los tres cerditos” hasta “Blancanieves” puede ser una aventura épica o un gran drama. Así que, el cuentacuentos puede llegar a ser casi tan importante como el propio cuento. Saber narrar es imprescindible para conseguir transmitir emociones y, por supuesto, siempre se trata de eso: de hacer sentir algo al espectador.
La visión del narrador puede transformar drásticamente cualquier obra artística. Los fotógrafos, por ejemplo, son expertos en plasmar una visión propia de la realidad y en contar, a través de instantáneas muy precisas, una infinidad de interpretaciones de una misma verdad. Una fotografía puede transformar un simple bar en la reinterpretación de una capilla y un parking de caravanas en una auténtica feria del color. Todo depende de los ojos de quien lo mire y de la habilidad para transmitir su arte utilizando las herramientas que tenga a su disposición, como podrían ser: la escala, el color, la composición, el tiempo, el espacio o incluso la mismísima luz.
Por lo tanto, a priori parece que construir buena arquitectura puede ser tan importante como saber contarla. Sin embargo, no todo se puede expresar con palabras o imágenes. La sensación que produce estar debajo del óculo del Panteón de Roma no puede revelarse a través de ningún grabado; solo se consigue viajando a la capital italiana, haciendo la esperada cola de turistas y entrando en esa enorme masa hueca de hormigón para mirar al cielo con tus propios ojos.
El Celia

El Celia
“Ha superado Repúblicas, guerras, dictaduras, transiciones y hasta la llegada de la fibra óptica, oculto tras dos inmensos ficus que protegen su fachada Sur.”
Ayer me tocó visitar uno de esos edificios con solera, poso y peso. Peso no solo en el sentido figurado, pues se trata de un edificio masivo, de gruesos muros y esbeltos huecos como rendijas que perforan sus fachadas siguiendo un ritmo regular y repetitivo, solo alterado por su pórtico de acceso con capiteles dóricos.
Es un edificio clásico en su composición, de estilo neo-academicista de orden gigante, con un solemne basamento de sillares almohadillados y cuatro niveles horizontales, contando con su semisótano y coronado por una cornisa de pilastras y balaustres.
El edificio alinea sus cuatro fachadas con la forma trapezoidal de su solar, resolviéndose mediante naves de una crujía y galería corredor en torno a un patio central y una escalera monumental coronada por una linterna.
Ya en el interior, altos techos, carpinterías verdes, sobrias paredes descarnadas y solerías de baldosa hidráulica y tarimas por las que han pasado durante décadas miles de almas crean un ambiente ciertamente sobrecogedor. Esconde además una pequeña joya, pues su salón de actos reversible conserva sus vidrieras originales, en una de las pocas concesiones al ornato en todo el edificio.
Empezó siendo la Escuela Superior de Artes Industriales, gestada en la década de los años 20 a partir de unos estudios iniciales de Trinidad Cuartara, y terminada en los primeros años 30 del siglo pasado. Pasó a ser Instituto Mixto de Enseñanza Secundaria en los años 50.
Y así ha llegado hasta nuestros días. Ha superado repúblicas, guerras, dictaduras, transiciones y hasta la llegada de la fibra óptica. Y ahí se mantiene, con orgullo y fuerza, erguido y oculto tras dos inmensos ficus que protegen su fachada sur.
¡Qué gran diferencia con las construcciones actuales, orgullosas de sus muros cortina y audaces voladizos! Hemos pasado de muros masivos de un solo material, que además servían de soporte estructural, a ligeras pieles que, como una cebolla, aglutinan un sinfín de capas que condensan las propiedades de 70 cm de materia en apenas 25 cm, desligadas de una estructura de finos soportes y forjados.
Hoy, el Instituto Celia Viñas, con sus aseos renovados, pizarras digitales y moderno ascensor, sigue siendo el mismo venerable edificio que quedó varado en la margen oeste de la Rambla hace casi 100 años, habiendo mantenido casi inalterada su esencia. Mientras, a su alrededor, la ciudad lo ha ido envolviendo y arropando, haciéndolo pasar casi inadvertido con su elegante y silenciosa sobriedad.
Dos pastillas

Dos pastillas
“La dualidad suele conformar y aglutinar un espectro de ideas y situaciones realmente amplias.”
Dos pastillas de Ibuprofeno 400 tienen una mayor carga farmacológica que una pastilla de 600; sin embargo, se pueden conseguir fácilmente sin receta en cualquier farmacia. Dos pastillas siempre son mejor que una. Más es más. Morfeo no podría haber ejemplificado mejor esta dualidad sin ofrecer una pastilla azul o una roja a Neo para brindarle la posibilidad de salir de Matrix.
Cualquier distribución de vivienda en L goza de dos pastillas claramente identificables. Una puede servir para acoger las zonas públicas y la otra las privadas. Una puede estar arriba y la otra abajo. O una puede abrirse al este y la otra al oeste.
La dualidad suele conformar y aglutinar un espectro de ideas y situaciones realmente amplias: la casa grande, la casa pequeña; la habitación oscura, el salón luminoso; la vivienda de lujo, la vivienda social. Prácticamente cualquier cosa que se nos ocurra puede llegar a tener su propio antagonista que la complemente. Hasta el propio cielo tuvo que ser testigo de la creación del infierno. El ángel caído convertido en demonio.
El cambio chocante y brusco de una posición a su contraria tiende a generar un fuerte impacto, y casi siempre se termina utilizando como herramienta para potenciar una idea, una experiencia o incluso una emoción. Oscar Niemeyer proyectó la entrada a su famosa Catedral de Brasilia a través de un angosto y oscuro túnel subterráneo para darle más notoriedad, si cabe, al impresionante espacio de casi 40 metros de altura rodeado por todos lados de espectaculares vidrieras de colores. Si dicho espacio es cautivador, gracias a la dualidad espacial de su entrada, consigue ser realmente emocional.
Pero, aunque parezca tentador, evidentemente no todo tiene que ser blanco o negro, en muchas ocasiones en el centro está la virtud. No es necesario ser un deportista de élite para contrarrestar tu escasa fuerza de voluntad a la hora de levantarte del sofá para hacer algo de ejercicio. Pero es cierto que no hay nada que consiga producir un gran despertar en nuestro interior como los extremos. La provocación nos hace sentirnos vivos, y no hay nada más importante en este mundo que nuestra propia vida, así que, claramente, lo mejor siempre es coger la pastilla azul y no salir de Matrix, para así seguir disfrutando de los placeres que nos ofrece esta simulación en la que vivimos.
El telón de fondo

El telón de fondo
“Lo efímero en el desierto no se siente como una pérdida, sino como un recordatorio constante de la transitoriedad de todo.”
Siempre que atravieso el desierto de Tabernas por la autovía, no puedo evitar fijarme en los poblados de las películas. Los veo casi con los mismos ojos que cuando era niño. Algunos aún se mantienen en pie reconvertidos en miniparques temáticos. Otros han sucumbido al abandono, la dejadez, el expolio, o simplemente al paso del tiempo tras haber cumplido su cometido. Para los forasteros que los descubren al llegar, estos escenarios pueden parecer exóticos y pintorescos, pero para un almeriense, esta fusión arizónico-tejana forma parte de su identidad.
Hay algo casi poético en la forma en que estos decorados, creados para durar lo que dura una toma, logran capturar la esencia de una época o un lugar. En un momento, puedes pasear por un pueblo del oeste, con fachadas cuidadosamente diseñadas que esconden su naturaleza vacía y temporal. Desde la distancia, parecen auténticas, pero basta un golpe de viento —de ese que no nos falta en Almería— para recordar que todo es una ilusión, una obra destinada a desaparecer.
Esta arquitectura no busca la longevidad ni el aplauso del público. Su valor reside en lo que representa: la capacidad del ser humano para crear mundos de la nada para construir realidades imaginarias que cobran vida durante unos días, antes de ser desmontadas y almacenadas hasta la próxima aventura cinematográfica.
Lo efímero en el desierto no se siente como una pérdida, sino como un recordatorio constante de la transitoriedad de todo. Al fin y al cabo, estas tierras áridas y polvorientas han sido testigo de innumerables civilizaciones a lo largo de la historia. Que ahora sirvan como telón de fondo para relatos ficticios es solo una continuación natural de su destino.
Y sin embargo, hay algo más que pura escenografía en estos decorados. Cuando uno pasea por ellos, es fácil perderse en la ilusión. La mano del ser humano se ve en cada detalle, en cada ventana falsa, en cada puerta que no lleva a ninguna parte. Estos decorados son, en esencia, la máxima expresión de la arquitectura teatral, donde lo importante no es la estructura en sí, sino la historia que ayudan a contar.
Almería, con su paisaje duro y deslumbrante, es el lugar perfecto para esta conjunción entre lo real y lo imaginario. Aquí, en el silencio del desierto, la arquitectura de cartón piedra no solo es una herramienta sino un arte en sí mismo, una obra maestra efímera que nos recuerda que, a veces, lo más memorable no necesita perdurar para siempre.
Presentando lo presentado

Presentando lo presentado
“Ese cosquilleo en los momentos previos, antes de desvelar el pastel que solo tú sabías que se había horneado.”
De la misma manera que en otras muchas profesiones creativas, en cualquier estudio de arquitectura se realizan innumerables presentaciones de proyectos a clientes mostrando por primera vez las ideas en las que se ha trabajado con ilusión. Algunas presentación resultan muy pragmáticas, otras más emocionales y emotivas, y algunas de ellas pueden llegar a ser incluso desagradables. Al igual que cada cliente, cada proyecto es único y singular, por lo que merece ser presentado según su contexto y necesidades.
Presentar un proyecto por primera vez te hace sentir vivo. Es una sensación parecida a la emoción que todos sentimos justo antes de contar una noticia importante a un ser querido: ese cosquilleo en los momentos previos, antes de desvelar el pastel que solo tú sabías que se había horneado. Se trata de un momento realmente especial y, en cierto modo, parecido a la primera vez que revelas un secreto. Te sientes tenso y aliviado al mismo tiempo, pero cauto y expectante a la hora de contemplar la reacción del otro.
Vas a comunicar una idea que solo tú y tu equipo conocéis. Un trabajo en el que llevas mucho tiempo trabajando y, por lo tanto, tienes que ordenarlo en tu mente para poder generar un discurso fácilmente entendible para cualquiera que no viva debajo de tu cerebelo. En mi caso, intento dibujar una serie de diagramas explicativos a base de colores y formas geométricas simples que, en muchas ocasiones, no terminan explicando muy bien el proyecto y suelen recibir una réplica del estilo: “¿pero el vestidor tiene cajones?” Y ahí es cuando me doy cuenta de que realmente nadie ha entendido lo que pretendía contar. Pero bueno, al menos esos esquemas me han servido para entenderme a mí mismo, que no es poco.
Sin embargo, ahora nos enfrentamos a algo diametralmente diferente pero con el mismo nombre: la presentación del libro que acabamos de publicar. No tenemos que contar nuestras ideas a nadie; de hecho, ya están plasmadas en el propio libro. Quizás eso es lo que nos perturba porque ¿cómo presentar algo que ya está disponible para cualquiera? No hay ningún secreto que revelar, las cartas ya están sobre la mesa. Si fuera la presentación de una película sería todo mucho más sencillo, te sientas en tu butaca del cine y le das al play, pero, como todos comprenderán, no vamos a empezar a leer el libro en voz alta como dos cacatúas. Quizás lo que tendremos que hacer es proyectar diagramas de colores de cómo fuimos tecleando cada texto…
La casa del caserío

La casa del caserío
“Las casas de pueblo son monumentos de una memoria compartida, donde el pasado y el presente se entrelazan”
Desde niños, las casas de pueblo se convierten en escenarios vivos de nuestra memoria, ancladas en un tiempo que parece detenerse. Son más que simples construcciones. Refugios de historias y emociones, donde cada rincón guarda secretos. Basta con cruzar el umbral de una maciza puerta de madera para que su olor a viejo y a comida casera nos envuelva, transportándonos a esos interminables veranos. El eco de risas infantiles resuena entre paredes gruesas.
En estos espacios, nuestro deseo de explorar se desataba. Jardines traseros de barro y plantas trepadoras. Escaleras crujientes siempre polvorientas, pasajes secretos hacia un mundo paralelo. Desvanes oscuros llenos de herramientas oxidadas y misteriosos baúles que se transformaban en cuevas de tesoros escondidos.
Al poco de observar a quienes habitan estas casas, encontramos una coreografía social que va más allá de las palabras. Allí vivían los abuelos, guardianes de la tradición, que sentados en sillas bajas, repiten los mismos cuentos una y otra vez mientras tejen o cascan nueces con manos gastadas pero precisas, para quienes la cocina de leña o gas no es un lugar cualquiera, sino un templo. Sus manos, con la experiencia del tiempo, amasan y remueven con ese don inimitable de quien ha aprendido a cocinar con el corazón y no libros. Y luego los niños, nosotros, los que corríamos descalzos entre habitaciones frescas en verano, con la fascinación infinita por esos techos altos y esas ventanas que miran hacia un campo inmutable. Y por supuesto, los animales, siempre presentes: el perro que dormita a la sombra de un pino o las gallinas que picotean despreocupadas ajenas al frenesí de los juegos infantiles.
Cada elemento en estas casas está en su sitio, ya que ha sido colocado ahí por generaciones de manos cuidadosas. Las mesas largas donde se sientan familias enteras a compartir el pan; las chimeneas o estufas que nunca dejan de ser un centro de reunión; repisas cargadas de recuerdos que condensan toda una vida.
Y cómo olvidar el sonido de las campanas lejanas al atardecer, anunciando el final del día, cuando, cansados de aventuras, volvíamos a casa para descansar bajo techos que como grandes testigos mudos, habían visto a tantas generaciones antes que nosotros. Las casas de pueblo son monumentos de una memoria compartida, donde el pasado y el presente se entrelazan, como si fueran eternas, aunque sabemos que con el tiempo, al igual que nuestros recuerdos, irán desmoronándose lentamente.
El espacio infantil

El espacio infantil
“Desde el bar de tapas que suele ir con sus padres hasta la parte trasera del coche de camino al pueblo.”
Prácticamente desde que nacemos y nuestros sentidos empiezan a detectar información de nuestro entorno, nos convertimos en una especie de contenedores de datos que, aunque no gocemos de una pequeña pantalla LED que indique los índices de ruido exterior, la temperatura o niveles de iluminación, toda esa información es procesada por nuestro cerebro y, de una manera u otra, terminan conformando nuestra experiencia espacial.
Desde bebés reaccionamos a ciertos estímulos, pero de una manera realmente vaga: apenas conseguimos seguir con la mirada a esa cucharilla de papilla cuando nuestra madre nos hace “el avión” para que comamos. Sin embargo, en la infancia, nuestras experiencias se multiplican exponencialmente. Ya no solo reaccionamos instintivamente al hambre llorando como un descosido, sino que empezamos a tener reacciones conscientes a los estímulos exteriores. En esta etapa comienzan los primeros momentos de entendimiento del mundo, y el espacio que nos rodea se vuelve fundamental en la formación de una importante porción de nuestra personalidad.
Indudablemente, existen una infinidad de factores que determinan nuestra forma de ser, desde los componentes sociales, económicos, culturales o incluso políticos e históricos, pero el espacio, es decir, la arquitectura y urbanismo de nuestro entorno, aporta, en cierta medida, un importante granito de arena a la hora de conformarnos como personas y sobre todo, en la forma en que nos relacionamos con el mundo que nos rodea. Es curioso pensar cómo es posible que las experiencias sociales o espaciales que vivimos cuando éramos tan pequeños, que ni siquiera podemos recordarlas, puedan afectar en gran manera a nuestra forma de ser o de pensar.
Es evidente que la arquitectura educativa de nuestros colegios e institutos, el diseño de nuestros parques, zonas de juego o el propio descampado que convertíamos en estadio de fútbol al colocar dos chanclas como portería, tienen una gran importancia en el desarrollo psicomotriz del niño, pero también en su forma de entender la realidad. No obstante, creo que no deberíamos quedarnos solo ahí, la arquitectura infantil no son los espacios diseñados exclusivamente para los niños, la arquitectura infantil abarca todo espacio en el que habita un niño, desde el bar de tapas que suele ir con sus padres hasta la parte trasera del coche en el camino al pueblo.
El destructor de planetas

El destructor de planetas
“Una geometría y arquitectura de una elegancia aterradora.”
¿Por qué una esfera? En un universo donde las formas irregulares dominan el paisaje cósmico, donde lo caótico parece la norma, el Imperio Galáctico decidió encapsular su máximo poder destructivo en una forma perfecta: una esfera. La respuesta más inmediata podría ser la eficiencia y la funcionalidad, pero hay mucho más detrás de este icónico diseño.
En los orígenes de la arquitectura militar, las fortificaciones estaban lejos de ser esféricas. Los castillos medievales, con sus torres y murallas angulosas, respondían a una lógica de defensa basada en líneas rectas y ángulos estratégicos. Sin embargo, a medida que la tecnología avanzaba y las amenazas se sofisticaban, la necesidad de una defensa integral llevó a la evolución de las formas arquitectónicas.
La Estrella de la Muerte, con su superficie lisa y curvada, rompe con la tradición de la guerra angular y presenta un paradigma completamente diferente. La esfera maximiza el espacio interior, permitiendo albergar una cantidad inmensa de tropas, naves y armamento. También ofrece una ventaja defensiva única: no importa desde qué ángulo se observe, su perfil es siempre el mismo, minimizando puntos débiles y dispersando ataques.
Nuestra naturaleza humana, inclinada a buscar patrones y regularidades, podría sentirse desconcertada por la idea de habitar o trabajar dentro de una estructura esférica. Después de todo, nuestras experiencias cotidianas están dominadas por lo plano: nuestras casas y ciudades están definidas por líneas y ángulos rectos, donde la estabilidad es fácil de concebir y medir. Pero, en el vasto y frío espacio, esas reglas cambian.
El diseño esférico de la Estrella de la Muerte puede resultar alienante, incluso claustrofóbico, pero también encierra una promesa de poder absoluto. Es una forma que no deja cabos sueltos, que domina el espacio sin necesidad de apoyarse en otras estructuras. El interior, aunque compuesto por innumerables salas y pasillos que responden a un diseño más tradicional y plano, está contenido dentro de esta imponente carcasa que desafía cualquier intento de simplificación.
Al final, aunque la Estrella de la Muerte simboliza el poder destructivo definitivo, también refleja una comprensión profunda y aterradora de la geometría y la arquitectura. Es un recordatorio de que, incluso en el caos del universo, la simplicidad de una forma puede ser la base de lo más complejo y, en este caso, de lo más mortal.
El Trampantojo

El Trampantojo
“Hicieron aparecer bóvedas donde solo había un techo plano o una ventana abierta en un muro opaco”
Desde hace ya varios siglos, multitud de artistas, sobre todo pintores, han buscado siempre la manera de expresarse utilizando juegos visuales que ayuden y potencien las ideas o conceptos que buscan transmitir con sus obras. La incorporación de la perspectiva fue uno de los grandes avances a la hora de poder representar en un plano de dos dimensiones espacios tridimensionales, aunque la perspectiva sea una técnica más que extendida e interiorizada por todos nosotros, fue uno de los primeros trampantojos de la historia. Bien sea utilizando cualquiera de sus variantes, desde la visual perspectiva cónica hasta la precisa axonométrica, cualquier dibujo con cierta perspectiva consigue, de manera muy natural, engañar al ojo. No deja de ser una simple ilusión para hacerte pensar que dentro de un folio A4 puede entrar cualquier cosa que imaginemos, desde un edificio hasta una batidora.
Pues bien, como no podía ser de otra manera, sólo algunos genios consiguieron llevar estos trucos un paso más allá. Botticelli, Bellini o incluso el mismísimo Miguel Ángel explotaron el arte desde Italia en la época del Renacimiento jugando con los elementos visuales como nunca antes se había explorado. Hicieron aparecer bóvedas donde solo había un techo plano o una ventana abierta en un muro opaco, es decir, empezaron a transformar la realidad visual como auténticos ilusionistas.
El engaño empezó a formar parte del arte, pero no desde un plano desleal, sino como una forma de investigación acerca de las posibilidades que ofrece la pintura para jugar con la mente del espectador. Para intentar hacer más con menos y ahorrar recursos técnicos y económicos.
Los trampantojos siguieron evolucionando y extendiéndose a diferentes ramas del arte como la escultura, la arquitectura, la fotografía o incluso el cine. Cada una de ellas explorando las posibilidades de su medio, pero todas ellas con el mismo fin: transmitir emociones a través del engaño. Dicen que el arte solo es puro si es sincero, honrado y veraz, pero en realidad, en este mundillo no hay verdades absolutas, así que, si una mentira consigue hacer feliz a tu corazón, ¿quienes son los críticos de arte para valorar tus emociones?
Los trampantojos han conseguido embaucar por igual a reyes y ciudadanos, a pesar de que hoy en día se han quedado como una simple anécdota, apenas reconocidos por los salmorejos esferificados y con forma de tomate raf.
El Color de la Feria

El Color de la Feria
“Los colores no son simplemente un código organizativo; son un medio para conectar emocionalmente a los feriantes con su entorno”
En Almería, a finales de agosto y con 200 grados a la sombra, un año más la Feria se convierte en el hito principal del verano. Sin embargo, esta vez, nuestro recinto ferial inaugura un nuevo proyecto: la reordenación de la zona sur y su adaptación para parking de caravanas para los propios feriantes. Un espacio pensado para ser una extensión de la propia feria, diseñado con cierto cariño y donde la identidad y la pertenencia se manifiestan a través del color.
La idea del proyecto es tanto práctica como simbólica: crear un espacio que no solo satisfaga las necesidades logísticas, sino que también refleje el espíritu festivo de la feria. Los colores, tan presentes en las casetas y en las atracciones, han sido el hilo conductor para dar al aparcamiento una identidad visual propia. Un enfoque cromático que transforma lo que podría haber sido un simple espacio de esparcimiento en un lugar lleno de vida, donde cada rincón es un reflejo de la diversidad que tanto caracteriza a la feria.
El sentido de pertenencia es crucial en este proyecto. Era esencial que este nuevo espacio no se sintiera como un anexo impersonal, sino como una prolongación natural de la feria. Los colores no son simplemente un código organizativo; son un medio para conectar emocionalmente a los feriantes con su entorno.
Este aparcamiento se convierte, durante un par de semanas, en una pequeña ciudad dentro de la ciudad. Una miniciudad donde los feriantes (con sus familiares, y compañeros) viven, trabajan y se organizan en su propio microcosmos. En cierto modo, este espacio se asemeja a una especie de ciudad lineal, donde la vida se desarrolla de forma continua a lo largo de un vial central. Una franja colorida y organizada da acceso a hogares temporales, como un puerto habitado en tierra. Un lugar de descanso y convivencia, pero también de trabajo y esfuerzo.
Durante estos días, el aparcamiento deja de ser simplemente un lugar de tránsito y se convierte en un barrio en toda regla y lleno de vida. Un recordatorio de que, incluso en su vida itinerante, los feriantes encuentran formas de crear comunidad, de establecer raíces aunque sea de manera temporal. Cada año, este aparcamiento se irá transformando en una versión compacta y dinámica de lo que es la propia feria: un espacio de encuentro, de identidad y de pertenencia, donde el color no solo decora, sino que une y define a quienes lo habitan.
Cocoon

Cocoon
“Después de haberse vaciado mucho más de lo que le correspondía, son aparcados en un lugar en el que no estorbar.”
En nuestra cultura, el concepto de residencia de ancianos está tiznado de una pátina de negatividad casi vergonzante. Asociamos estos lugares con una fase de la existencia de total y absoluta dependencia. Un lugar para el olvido al que muchos se ven abocados antes de llegar a la estación terminal de un largo recorrido por las distintas estaciones de la vida.
Hay otras culturas, en las que la relación con la madurez, incluso con el propio concepto de la muerte es muy distinto. Los orientales sin ir más lejos veneran a sus generaciones más longevas. A diferencia de nuestro concepto occidental, donde los ancianos a menudo enfrentan el aislamiento, en Oriente son considerados pilares de la familia y la sociedad. La sabiduría que acumulan con los años les hace ocupar los puestos más elevados de la jerarquía social.
Puede que, en los últimos tiempos de vorágine y constante cambio de los modos de vida, hayamos relegado a nuestros mayores a un lugar que no les corresponde, pues una vez que han completado su ciclo productivo, y después de haberse vaciado mucho más de lo que les correspondía, estos son aparcados en un lugar relajado en el que no estorbarán más de lo debido, eso sí, en unas condiciones higiénico-sanitarias mínimamente garantizadas. Faltaría más.
Cierto es que en nuestra cultura no están muy interiorizadas las enseñanzas de Confucio, que tienen como pilar central de su filosofía la piedad filial, que exige de los jóvenes el cuidado y el respeto a sus mayores. Y eso es algo que difícilmente se podrá imponer de manera forzada, más si cabe en una sociedad cada vez más envejecida, y en la que, sin más remedio, los ancianos habrán de procurarse sus cuidados.
Me gusta mucho el concepto anglosajón de residencia geriátrica que se muestra muy bien en la entrañable película de 1985 Cocoon. Un grupo de abueletes pasan su edad dorada en una magnífica urbanización con servicios adaptados para personas mayores en el estado de Florida. Allí vivirán una experiencia vital que les hará rejuvenecer circunstancialmente de forma sobrenatural gracias al contacto con seres de otro mundo en una piscina. La película es interesante pues reflexiona sobre el sentido de la vida, el tránsito vital o la muerte.
Tal vez, este modelo de urbanización adaptada, pueda ser una digna solución a una sociedad cada vez más despegada y hedonista, en la que ser mayor será lo normal.
Arquitectura en tapas

Arquitectura en tapas
“¿Qué mejor manera de romper la cuarta pared? Hoy me siento como Deadpool cuando habla directamente al espectador”
“Si existe algo en este mundo que una a Batman, la casa de tus abuelos y el dibujo a mano alzada, eso es sin duda la Arquitectura. Disciplina, técnica y arte por excelencia que consigue trascender a lo largo del tiempo y el espacio, tan necesaria como inevitable y tan bella como compleja. Presente en todo lo que nos rodea y a la vez, ausente en la conciencia de casi todos nosotros.”
Con estas palabras da comienzo la sinopsis del libro “La Cuarta Pared. Arquitectura en Tapas”. Un proyecto editorial de la mano de Ediciones Asimétricas que reúne una selección de algunos de los artículos publicados cada jueves en este periódico y que sale a la venta este mismo mes. Así que, ¡esta semana estamos de enhorabuena! Y por lo tanto, como si de un meta-artículo se tratase, hoy me veo obligado a escribir sobre nosotros mismos. ¿Qué mejor manera de romper la cuarta pared? Hoy me siento como Deadpool cuando habla directamente al espectador comentando las disparatadas jugadas de su propia película.
Este espacio que nos ofreció el Diario de Almería, de la mano de su director Antonio Lao, nos ha servido para vomitar pensamientos e inquietudes, enfados y alegrías, reflexionar sobre películas que nos motivan o incluso para redescubrirnos a nosotros mismos. Ha servido para que empiece a escribir como Javier Peña y para que él empiece a escribir como yo. Pero lo más importante de todo, bajo mi punto de vista, es nuestro afán por aproximar la arquitectura a la sociedad. Aunque haya sido de una manera muy tangencial, el simple hecho de que alguno de los artículos de estos años haya despertado el interés de al menos uno de nuestros lectores por este mundo es, sin duda, una victoria en toda regla.
Personalmente, comencé este proyecto como una inquietud personal, con la intención de dejar por escrito algunos pensamientos que rondaban mi cabeza. Pero, poco a poco, y con mi mente ya vacía de pensamientos, la única motivación para seguir sentándome cada semana frente a la hoja en blanco era el feedback de los lectores. En un mundo gobernado por la creación de contenido con el único objetivo de entretener y pasar el rato del almuerzo viendo un vídeo que te permita no pensar en nada, parecía un poco suicida plantear un proyecto de difusión sesudo y por escrito. Sin embargo, el tiempo y la constancia han demostrado que hay lugar para todo. Muchas gracias al Diario de Almería y a Ediciones Asimétricas por hacer posible que la Cuarta Pared llegue a la azotea de muchos curiosos.
El escenario de la vida

El escenario de la vida
“Desde el meteorito que acabó con los dinosaurios hasta los amores y desamores que vive una pareja”
A finales de este año se estrenará una nueva película titulada “Here” (Aquí) del director Robert Zemeckis, autor, entre otras muchas, de Regreso al Futuro o Forrest Gump, cinta con la que repite elenco de protagonistas principales con Tom Hanks y Robin Wright. En este caso, la película realmente se trata de la adaptación de una novela gráfica donde toda la acción se desarrolla en un escenario fijo, una vivienda. En ella, podemos ver cómo van sucediendo distintos acontecimientos a lo largo del tiempo y cómo la casa es la testigo silenciosa de todas ellas. La película en cuestión refleja esta intención a la perfección mediante una cámara fija a lo largo de toda la cinta enfocando un salón de una vivienda típica americana a modo de plano totalmente estático, muy parecido a la famosa serie de televisión Cámare Café que tanto nos hizo reír viendo como sus personajes vivían todo tipo de situaciones rocambolescas enfrente de la máquina de café del trabajo.
Se trata de una idea genial para contar prácticamente cualquier tipo de historia, ya que este concepto consigue conectar rápidamente con el espectador que no tiene más remedio que empatizar con los personajes porque todos vivimos en un escenario que observa nuestra vida. A priori, parece que las viñetas y el cómic son el medio de comunicación más natural para ello, pero da la impresión, viendo simplemente el primer trailer, que esta película transmitirá a de manera magistral y con gran sensibilidad la idea del escenario como protagonista tan explotada en un sinfín de sitcom, desde Friends hasta Aquí no hay quién viva.
Desde el meteorito que acabó con los dinosaurios hasta los amores y desamores que vive una pareja a lo largo de su vida, la cámara se encuentra totalmente parada y observándolo todo, incluso el momento exacto en el que se construyó la vivienda en la que quedó encerrada para siempre.
Y es en ese preciso instante cuando comienzan realmente los hechos interesantes porque, no es otra más que la arquitectura la encargada de dar comienzo a las historias, aunque luego se limite a ser simplemente el escenario donde se desarrollan. En realidad, la arquitectura es la responsable de dar el pistoletazo de salida a la infinidad de situaciones que tienen lugar en la vida de cualquier persona. Sin la casa, no habría discusión ni reconciliación. No habría tristeza ni felicidad, descanso o fatiga. La casa es el hábitat, generador y observador.
Cinema Paradiso

Cinema Paradiso
“Sillas de playa colocadas con esmero frente a esa mágica pared, a la luz de una farolas a las que dan ganas de silenciar a golpe de gatillo y mira telescópica.”
Solo una pared. Rugosa y algo irregular, pero es perfecta. No necesitamos nada más. Todos los veranos me cuesta montar el tinglado. Alargadera, una mesa de jardín, una escalera de aluminio medio oxidada calzada con dos cascotes de ladrillo, sobre un césped irregular al que le vendría bien un buen segado, unos altavoces con subwoofer de un ordenador viejo y un proyector del año de María Castaña, que necesita dos convertidores para poder conectarse a un portátil por la salida de mini HDMI.
Sillas de playa colocadas con esmero trazando un geométrico arco de dos, y hasta tres hileras frente a esa mágica pared, que todos los años se convierte en un lienzo privilegiado a la luz de unas farolas a las que dan ganas de silenciar a golpe de gatillo y mira telescópica.
Es agotador, pero compensa con creces el esfuerzo. 3 o 4 días antes calentando a la chavalería, provocando intensos debates sobre qué ver este año. Que si una de terror y de mucho miedo de verdad, como siempre pide mi sobrina que no levanta 3 palmos del suelo, que si la última de Toy Story que solo la hemos visto 50 veces, o Resacón en las Vegas ¡que ya somos mayores!
Un auténtico dèjá vu del que uno no se cansa, a pesar de que me cuesta quedarme a recoger de madrugada el tinglado tras una agotadora sesión de palomitas de microondas y gominolas que vuelan por los aires.
Ver a toda una pandilla de pequeños (y no tan pequeños, ¿verdad abuela?) cinéfilos disfrutar de un momento como sacado de otros tiempos, mientras desde “el control técnico”, asistido por mis fieles vecinos se da cuenta de unas cervezas que saben a gloria no tiene precio. Mastercard podría hacer un anuncio con esto.
Y es que el verano acaba siendo eso. Una sucesión de pequeñas rutinas especiales. Rutinas repetitivas, pues se acaban poniendo las mismas películas una y otra vez, qué más da, y especiales porqué son momentos únicos.
Las terrazas de verano están a la baja por desgracia. En Almería al menos nos quedan las de Aguadulce, en las que ves una película mientras oyes cuatro. Y es una lástima en mi opinión. Aunque afortunadamente, algunas experiencias recientes, como el cine de verano de Wowhaus Architecture Bureau en un parque de Moscú, parecen resistirse a claudicar a estos tiempos modernos de gafas de realidad aumentada envolvente. Aún hay algo de esperanza.
Un estilo para gobernarlos a todos

Un estilo para gobernarlos a todos
“Desde las cafeteras hasta los tostadores y pasando por nuestros smartphone…”
Hace ya algo más de un siglo nacía, lo que hoy en día tenemos interiorizado como algo normal y ordinario, la producción en serie de todo tipo de productos cotidianos. Desde las cafeteras hasta los tostadores y pasando por nuestros smartphones o el ratón del ordenador, todo aparato o cachivache que nos rodea es preso de una geometría determinada. Algunos más ergonómicos, otros más bastos y simples, pero todos ellos con un diseño de producto que ha tenido que ser pensado y repensado antes de enfrentarse a la vorágine que supone la fabricación en serie de hoy en día.
En 1907 nacía en Alemania la Deutscher Werkbund, una asociación de arquitectos, artistas e industriales con el firme propósito de revolucionar el diseño, y ya de paso, el mundo entero. Este grupo se propuso romper con el clasicismo y las oficios tradicionales de finales del siglo XIX, en favor de las técnicas industriales de producción en masa que luego serían tan necesarias tras la destrucción que asoló el planeta a causa de las Guerras Mundiales. Sus diseños y conceptos influenciaron a la mayor escuela de diseño que jamás ha existido, la Bauhaus, y por supuesto, supuso un antes y un después en la arquitectura, ya que cimentaron algunas de las bases en la que se sustenta el famoso Movimiento Moderno.
Una estética simple, el despojo de todo tipo de ornamento innecesario y una prioridad absoluta al funcionalismo son solo algunos de los pretextos de este movimiento que fue ganando adeptos y extendiéndose de región en región, dejando atrás cuestiones estéticas que ya empezaban a oler a cosas del pasado como las Arts and Crafts o el Modernismo. Se empezó a dar prioridad absoluta a la razón, la economía de medios y la lógica constructiva frente a otro tipo de cuestiones y, poco a poco, la estética de la fábrica se convirtió en un movimiento en sí mismo. Sobre todo en la arquitectura, donde empezaron a acuñarse términos como “la máquina para habitar” para definir a las grandes edificaciones plurifamiliares que fueron surgiendo en la primera mitad del siglo XX. Tanto es así que, paradójicamente y en contra del sentido primigenio de toda esta historia, se terminó convirtiendo en un estilo en sí mismo: el estilo internacional. Válido para todo, desde Chicago hasta Talavera de la Reina. Emulando diseños sin pensar y ni reflexionar sobre las necesidades de su tiempo, sino repitiendo, como si una producción en serie se tratase las ideas del pasado.
Los premios Dundies

Los premios Dundies
“Una magnñifica combinación de cotidianidad con un elenco de personajes complejos a la vez que absurdos.”
Probablemente, haya que ser un poco friki, infantil y tener un toque de inmadurez para reírse con cierto tipo de chorradas. Me temo que soy culpable de estos tres «pecados». Y por ello, me toca aguantar las miradas de mis hijos adolescentes y de mi mujer cuando me pongo a ver «The Office» en esos ratos muertos en los que consigo hacerme con el mando de la tele. No lo entienden. Y me gustaría decir que los comprendo, pero me temo que no.
Para los que no conozcan esta sitcom americana, (remake de su homónima serie británica, la cual no he visto), se puede resumir en una serie que narra las desventuras de un grupo de trabajadores de oficina, a modo de falso documental, en un pueblo perdido de Pensilvania. Es un grupo anodino de personas normales, en una anodina empresa de venta de papel de oficina, situada en un anodino edificio, de un anodino extrarradio, de un anodino pueblo. Y con estos a priori poco emocionantes ingredientes, se ha construido una de las más exitosas series con más de 200 episodios a sus espaldas.
La clave, en mi opinión, está en una magnífica combinación de cotidianidad con un elenco de personajes muy complejos que generan multitud de situaciones absurdas, histriónicas y surrealistas, tal vez no aptas para todos los públicos. Hoy día, sin ir más lejos, sería impensable reproducir los gags y situaciones cómicas en las que se basa la práctica totalidad de las subtramas, pues casi todos los chistes se cimientan en el racismo, la homosexualidad o la sexualización de los personajes femeninos. El protagonista principal, Michael Scott (Steve Carell), es una suerte de zoquete, bocazas y payaso incorregible que dirige su oficina como si de un ala del frenopático se tratase. Todos los años organiza la gala de entrega de los “Premios Dundies”. Una cena en la que obliga a cada empleado a pagar su cubierto, reparte premios que abarcan desde el premio a las zapatillas más blancas, hasta el premio al mejor jefe, que recurrentemente gana él.
Como digo, todo es anodino y normal. Ni los protagonistas son especialmente guapos o atractivos, ni las localizaciones son idílicas, ni la propia oficina situada sobre el almacén de carga (auténtico personaje principal) presenta un aspecto singular o moderno.
Y siendo así, la serie te atrapa, y logra hacerte sentir como parte de ella. Tras verla, casi sientes haber estado media vida trabajando en esa oficina.
La ciudad de la luz

La ciudad de la luz
“Pero bueno ¿qué podemos esperar de un arquitecto o urbanista al que se le dan las llaves del diseño de toda una ciudad?”
Siempre llega ese momento del año en el que se vuelve complicado pasear por la calle, da igual dónde vivas, tarde o temprano ese día termina llegando. Si te encuentras en Almería será un martes de julio a las 3 de la tarde y si vives en Manhattan será un viernes de enero a las 10 de la noche. Normalmente, ese pico era el que terminaba definiendo cómo se estructuraba la ciudad. Las angostas y estrechas calles del Albaicín favorecen la sombra y el frescor en la ardiente Granada de verano, mientras que las grandes avenidas que atraviesan el centro de París fomentan la entrada de luz a todos los rincones de la ciudad, cuestión del todo necesaria si queremos dotar a la población de cierto bienestar y salubridad.
Estos pretextos socioculturales y climáticos han sido el pilar del desarrollo urbano de la mayor parte de las ciudades de nuestro planeta. Algunas se han ido construyendo poco a poco con el pasar de los años y ampliándose en función de las necesidades de los habitantes de su tiempo. Otras, han necesitado transformaciones profundas como el famoso Plan Haussman de París para conseguir evolucionar y adaptar la ciudad a las necesidades de su época.
Sin embargo, poco a poco, las razones culturales han ido dejando paso a otras cuestiones como las económicas y políticas, que han sido las que realmente han terminado definiendo el crecimiento de las ciudades y la planificación de nuevas urbes como la futura The Line en Arabia Saudita. El factor económico, el posicionamiento geopolítico frente a otras grandes potencias o el control del desarrollo poblacional terminan definiendo el modelo de ciudad, dejando a un lado si nos encontramos en el desierto o en la montaña.
Pero bueno, ¿qué podemos esperar de un arquitecto o urbanista al que se le dan las llaves del diseño de toda una ciudad? La estructura y el orden parecen ser cuestiones que solo se les daban bien a los romanos, porque los ejemplos de ciudades planificadas en los últimos siglos parecen responder más a razonamientos utópicos y aspiraciones personales que al firme compromiso de resolver los problemas de una sociedad en un tiempo y espacio determinado.
En 2006 surgió el proyecto para construir una nueva ciudad, ecológica y sostenible, de la firma del famoso arquitecto Norman Foster, donde los coches que se alimentan de combustibles fósiles no tenían cabida. Eso sí, financiada y promovida por la empresa energética de turno con afán de posicionar su compañía.
Donde hay materia hay geometría

Donde hay materia hay geometría
“La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno.”
¡Qué sería de nosotros sin la geometría! A más de uno le dará urticaria solo de pensar en ello. Un escalofrío ascendente por el eje de simetría dorsal en sentido vertical hasta el cenit de la nuca al recordar aquellas clases en las que bisectrices, alturas, apotemas y homotecias se amontonaban en los apuntes tomados en clase mientras el profesor llenaba la pizarra de garabatos. Pero superado este trauma infantil, la geometría se torna en un gran aliado para la vida cotidiana. La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno. La utilizamos inconscientemente para andar o conducir; para calcular y estimar distancias y tamaños; para organizar y ordenar nuestros espacios.
Y lo bueno de la geometría, es que no es rígida o inalterable, sino que permite ser moldeada y adaptada bajo distintas reglas de construcción para según qué caso. Desde pequeños estamos familiarizados con la geometría euclídea y con su sistema de tres coordenadas cartesianas. Todos sabemos medir una habitación en largo por ancho y por alto. Pero existen otras geometrías, con reglas y razones específicas para resolver otro tipo de problemas. Por ejemplo, cuando nos movemos en la superficie de la tierra a grandes escalas, la geometría cartesiana no es tan práctica y recurrimos a la geometría esférica, que es la adaptación de la geometría bidimensional de un plano aplicada a la superficie de una esfera. Aquí las reglas cambian, pues la suma de los ángulos de un triángulo sobre la superficie esférica no es siempre 180º, como sucede de forma invariante en el plano cartesiano. A cambio de rompernos los esquemas, obtenemos ventajas y beneficios para trazar rutas de navegación o para hacer cálculos en astronomía.
En arquitectura, la geometría siempre está presente. Bien como herramienta de orden y construcción de espacios, bien por un sentido meramente filosófico, estético, místico o metafísico. Incluso lo está hasta cuando es el enemigo a batir. En este último grupo, arquitectos como Frank Gehry, Zaha Hadid o Alejandro Zaera fuerzan el pliegue y el alabeo de las superficies en una titánica lucha con orden rígido que la ortodoxia cartesiana y gravitatoria parece dominar en el mundo construido. A pesar de ello, tras las pieles de apariencia libre y fluida de sus obras, se esconde un orden geométrico que soporta el trampantojo.
Donde hay materia hay geometría

Donde hay materia hay geometría
“La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno.”
¡Qué sería de nosotros sin la geometría! A más de uno le dará urticaria solo de pensar en ello. Un escalofrío ascendente por el eje de simetría dorsal en sentido vertical hasta el cenit de la nuca al recordar aquellas clases en las que bisectrices, alturas, apotemas y homotecias se amontonaban en los apuntes tomados en clase mientras el profesor llenaba la pizarra de garabatos. Pero superado este trauma infantil, la geometría se torna en un gran aliado para la vida cotidiana. La geometría es orden, ortodoxia y razón. Es la caja de herramientas universal que utilizamos para controlar nuestro entorno. La utilizamos inconscientemente para andar o conducir; para calcular y estimar distancias y tamaños; para organizar y ordenar nuestros espacios.
Y lo bueno de la geometría, es que no es rígida o inalterable, sino que permite ser moldeada y adaptada bajo distintas reglas de construcción para según qué caso. Desde pequeños estamos familiarizados con la geometría euclídea y con su sistema de tres coordenadas cartesianas. Todos sabemos medir una habitación en largo por ancho y por alto. Pero existen otras geometrías, con reglas y razones específicas para resolver otro tipo de problemas. Por ejemplo, cuando nos movemos en la superficie de la tierra a grandes escalas, la geometría cartesiana no es tan práctica y recurrimos a la geometría esférica, que es la adaptación de la geometría bidimensional de un plano aplicada a la superficie de una esfera. Aquí las reglas cambian, pues la suma de los ángulos de un triángulo sobre la superficie esférica no es siempre 180º, como sucede de forma invariante en el plano cartesiano. A cambio de rompernos los esquemas, obtenemos ventajas y beneficios para trazar rutas de navegación o para hacer cálculos en astronomía.
En arquitectura, la geometría siempre está presente. Bien como herramienta de orden y construcción de espacios, bien por un sentido meramente filosófico, estético, místico o metafísico. Incluso lo está hasta cuando es el enemigo a batir. En este último grupo, arquitectos como Frank Gehry, Zaha Hadid o Alejandro Zaera fuerzan el pliegue y el alabeo de las superficies en una titánica lucha con orden rígido que la ortodoxia cartesiana y gravitatoria parece dominar en el mundo construido. A pesar de ello, tras las pieles de apariencia libre y fluida de sus obras, se esconde un orden geométrico que soporta el trampantojo.
Una plaza viva

Una plaza viva
“A veces no hace falta una bella Catedral al fondo para conformar una plaza”
Hace algunos años nos llegó el encargo de hacer un proyecto de actividad de un pequeño establecimiento de pizzas para llevar en un estrecho local con fachada a la Plaza Pavía. Al principio, me sorprendió el entusiasmo y la seguridad de los clientes respecto al futuro éxito asegurado del negocio ya que, mi escepticismo frente a las nuevas aperturas era cada vez más creciente en este contexto de actual abandono que está sufriendo el centro de Almería.
A lo largo de estos últimos años, hemos redactado, desde nuestro estudio, varios proyectos de actividad en el centro de la ciudad para una gran variedad de negocios: una carnicería, una tienda de ropa, una tiendecita de comestibles, una frutería, etc… y, desafortunadamente, la gran mayoría de ellos ya han cerrado sus puertas. Sin embargo, hoy en día, y tras 4 años desde su apertura, la pizzería de la Plaza Pavía sigue en pie. No cabe duda de que la buena llevanza de cualquier negocio depende de diversos factores que engloban desde la buena gestión del personal hasta la calidad del pepperoni pero, la ubicación estratégica del establecimiento es una de las más importantes. En esta plaza, el trajín de personas es constante, parece tener más vida que la propia Plaza del Ayuntamiento, la Puerta de Purchena o la Plaza de la Catedral, ubicadas en pleno centro de la ciudad. Se trata de una plaza de barrio, pero de un barrio vivo, donde la gente sale a la calle cada día a buscarse la vida, donde las cosas suceden y donde los vecinos viven.
Se trata de una plaza con un fuerte origen social, que sirve de esparcimiento a una zona urbana de manzanas cerradas, calles estrechas y con una gran cantidad de viviendas. En sus orígenes, se trataba de un espacio abierto y flexible donde, eventualmente se instalaba un pequeño mercado ambulante, sin embargo, hace ya muchas décadas, el Ayuntamiento decidió realizar una serie de puestos a modo de mercado permanente que realmente han conseguido incluso fortalecer la actividad de la plaza.
Su imagen, muy desvirtuada tras las múltiples operaciones inmobiliarias que han ido destrozando las tradicionales casas de puerta y ventana que rodeaban a la plaza, no es ningún escollo para que la gente siga disfrutando del espacio. A veces no se necesita una bella Catedral al fondo para conformar una plaza, a veces, los auténticos foros, las ágoras, son aquellos espacios donde la gente tiende a relacionarse, no donde los turistas pasan corriendo a echarse una foto y tomarse una paella congelada.
Cuando seas padre, comerás huevos

Cuando seas padre, comerás huevos
“Antes, y no hace tanto de ello, había que esperar para casi todo. Hoy en cambio, estamos saturados de cosas que ni sabemos que no queremos.”
Grano no hace granero, pero ayuda a su compañero. Frase lapidaria del refranero español, y que a mí me retrotrae a la infancia, pues era uno de los básicos de mi madre. Frases de otras épocas en las que guardar para después y reunir poco a poco era algo grabado a fuego en las generaciones de la posguerra y de los años del desarrollismo previo a la transición. Las nuevas hornadas, más acostumbradas a la inmediatez de las cosas, al exceso de oferta en prácticamente todo tal vez no lo entiendan.
Antes, y no hace tanto de ello, había que esperar para casi todo. A hacerse mayor para empezar. A que se estrenasen las películas en el cine, a que salieran en VHS y poder alquilarlas en el videoclub si tenías la suerte de que no estuviese ya cogida, o a que la pusieran en la tele. Pasaban años entre cada uno de estos hitos. Hoy en cambio, sin entrar a valorar la abrumadora oferta de películas y series que saturan cada una de las plataformas digitales y que a golpe de botón desde el sofá puedes consumir, todo es más inmediato, fácil y accesible.
En otros tiempos, comprar un ordenador para la casa era algo excepcional. No solo había que encargar en la tienda de turno el aparato, sino que el coste era importante. En ocasiones, los hijos ahorraban poco a poco para poder comprarlo y exprimirlo durante años, sacándole todo el partido posible. Hoy, se cambia de smartphone porque la cámara no tiene el filtro del bigote de gato o se renueva el portátil porque la manzana mordida no se retroilumina. Esto último, que obviamente está irónicamente exagerado, no se aleja mucho de la realidad actual, en la que poseer para figurar y mostrar es el motor principal que mueve el mundo. Al menos el primer mundo.
¿Dónde ha quedado esa hucha de lata de las monedas de las vueltas que uno conseguía escamotear a su madre al volver de los recados? Esa cajita a la que poco a poco y como una hormiguita se iba alimentando con lo que se pescaba de un cumpleaños, de los abuelos siempre dispuestos a sacar una sonrisa o de una asignación o paga semanal, con la vista puesta en ese inalcanzable capricho que cualquier niño de la época aspiraba a conseguir.
Suena a añoranza y romantización de tiempos pasados, pero frente a la vorágine y velocidad de hoy en la que el deseo no tiene tiempo ni para gestarse antes de ser aniquilado por la saciedad, no está de más parar, tomar aire y buscar retos e ilusiones inalcanzables.
La utopía posible

La utopía posible
“Un sistema de 15.000 m2 de polivinilo dio lugar a la primera ciudad inflable del planeta.”
En octubre de 1971 tuvo lugar el VII Congreso del ICSID (International Council of Societies of Industrial Design) en la pequeña isla de Ibiza. Cientos de personas convivieron durante algunos días en uno de los mayores actos de ecologismo involuntario que ha dado lugar cualquier tipo de convivencia del ser humano. El congreso en cuestión ya se planteaba como un evento en el que confluyeran distintas formas experimentales de diseño y arquitectura, pero sin embargo, los recortes presupuestarios llevaron el ingenio al siguiente nivel.
Con apenas 10.000 pesetas como presupuesto para llevar a cabo cualquier tipo de intervención para el alojamiento temporal de todos los visitantes al congreso, el Grupo Abierto de Diseño Urquinaona encontró el encargo perfecto para poner a funcionar su creatividad e imaginación y plantear una utopía posible. El reto estaba claro, la parcela definida y el encargo cerrado, todo a expensas de idear algún sistema que permitiese alojar a tantas personas y ser montado y desmontado en tiempo récord sin necesidad de una mano de obra muy especializada.
Un sistema de unos quince mil metros cuadrados de polivinilo dio lugar a la primera ciudad inflable del planeta, un mar de plástico digno de ser ubicado entre el enjambre de invernaderos de Almería pero no, se montó en mitad de un precioso entorno natural de la isla balear. Con sus calles, sus zonas de pernoctación, sus áreas sociales e incluso sus espacios con vegetación y arbolado interior, el conjunto era una auténtica obra de arte experimental que solo fue posible en el contexto cultural en el que se fraguó, rodeado de jóvenes con grandes inquietudes e influenciados por un movimiento hippie cada vez más creciente en esa década y sobre todo, con un presupuesto ridículamente escaso.
Esta ciudad instantánea finalmente se convirtió en una realidad y, aunque con ciertas dificultades sociales propias de la convivencia de tantas personas en un principio desconocidas entre sí, todo terminó funcionando y el congreso pudo celebrarse pasando a los anales de la historia como aquel en el que unos plásticos hinchables dio cobijo a tanta gente.
Es curioso cómo, en algunas ocasiones, la falta de dinero es el único empujón que necesita el ingenio humano para desarrollar ideas que rompan con lo habitual para plantear soluciones alternativas a problemas convencionales.
Wall – e

Wall – e
“No hay mejor forma de vender soluciones que crear nuevas necesidades.”
Las modas mueven el mundo. Estamos en un momento de la historia en el que el consumo es el motor de la economía y del crecimiento. Esto, analizado en términos de la edad de nuestra especie, es solo una fracción infinitesimal en términos de tiempo. Hay estudios que dicen que llevamos socializando y ocupando cuevas algo más de doscientos cincuenta mil años, y puede que más.
Pero no hace falta viajar hacia atrás tanto en el tiempo para compararnos con otras épocas en las que el motor de la evolución no se media en hitos como la presentación del último modelo de smartphone. En otros periodos, las guerras, la agricultura, la colonización, la formación de asentamientos, la explotación de recursos mineros o hasta la evangelización marcaron el rumbo y el devenir de nuestra civilización hasta lo que hoy es.
Desde que el consumo lo gobierna todo, las nuevas reglas que el sistema impone determinan el propio sentido de nuestra existencia como sociedad. Si no hay un consumo constante y creciente en todos los planos y estratos del organismo complejo que es la civilización humana, el tinglado se viene abajo y se desmorona como un castillo de naipes. Y para que esto no suceda, es necesario mantener una demanda de consumo constante y creciente. No hay mejor forma de vender soluciones que crear nuevas necesidades. De ahí la importancia de las modas y las tendencias, que por su propia definición tienen fecha de caducidad preprogramada.
Esto no solo es aplicable a los consumibles del día a día, como puedan ser la ropa, los contenidos audiovisuales, el arte o la propia comida. Abarca mucho más por no decir que lo abarca todo. La propia tecnología está más al servicio de la tendencia y la imagen que a la propia función para la que ha sido creada. Lo de menos ya es si la lavadora lava bien la ropa, al lado de lo esencial que no es otra cosa que su aspecto minimalista y que Alexa la reconozca a la primera y le actualice el firmware para poder publicarlo en Instagram.
Pues las modas y las tendencias de hoy, que lo serán por poco tiempo, son la sostenibilidad, la eficiencia y la economía circular. Resulta cuanto menos paradójico y gracioso que la tendencia de consumo de hoy se basa en una supuesta resistencia y negación de la economía de consumo. Con la excusa de que tenemos que ser eco-friendly, vamos a cambiarlo todo por nuevos aparatos A++ de cero emisiones fabricados con nuevos nanomateriales ecosostenibles. Todo con pegatina verde y etiqueta cero emisiones. Así sí.
Paredes de papel

Paredes de papel
“Las paredes, sean de papel, ladrillo o acero, separan y segmentan historias redirigiendo la mente gracias a la imposición del ojo.”
La presencia de los planos horizontales en cualquier edificación o espacio urbano siempre consiguen transmitir cierta continuidad, tanto espacial como visual. Así que, una de las principales características de cualquier espacio diáfano radica en la posibilidad de ver todo el suelo de solo un vistazo, al menos, todo el que tus ojos alcanzan a ver. El pavimento continuo es sinónimo de amplitud, es decir, el plano horizontal, plano y continuo, transmite paz, serenidad e incluso estatus. Porque solo algunos privilegiados pueden permitirse el lujo de vivir en una casa tan grande que les permita recorrer metros y metros sin tener que toparse contra una pared o algún elemento vertical que termine compartimentando el espacio, separándolo por usos. Aunque, a decir verdad, esta falta de separaciones es una de las pocas cosas que tienen en común las grandes mansiones y los fantásticos apartamentos de 30m2 que tanto se alquilan ahora por 900€/mes y que tienen el wc de mesita de noche.
Por otro lado, los planos verticales, al contrario que los horizontales, no hablan de continuidad, sino de separación. Por eso, en la representación arquitectónica, los planos horizontales se aprecian en las secciones, dibujos encargados de mostrar el espacio, y los planos verticales se aprecian en las plantas, dibujos encargados de mostrar las distribuciones. Así que, cada línea negra que vemos en una planta arquitectónica nos indica una separación, un muro. Y cuanto más gruesa sea la línea, más espeso será ese muro y por lo tanto, más privado, más independiente.
Pero, aunque un muro de carga de 60 cm de espesor nos consiga aislar mejor térmica y acústicamente de nuestros vecinos, una fina lona de plástico opaca o una cortinilla de tela medio translúcida y que ni tan siquiera llegue hasta el suelo, también puede suponer un mundo privativo entre una camilla y otra en una sala de urgencias. En las ucis podemos ver a varios parientes junto a su familiar enfermo que, por mucho que estén rodeados de camas y camas contiguas, una vez que la enfermera echa esa lona verde, el mundo se reduce a esos dos metros cuadrados. La división visual consigue nublar casi por completo el resto de nuestros sentidos marcando un paréntesis en mitad de una sala abierta, continua y con un pavimento homogéneo por todo el hospital.
Las paredes, sean de papel, ladrillo o acero, separan y segmentan historias, redirigiendo a la mente gracias a la imposición del ojo.
La ciudad de la alegría

La ciudad de la alegría
“Muros llenos de ojos abiertos o entrecerrados que observan el paso del tiempo y el deambular de hormigas de dos patas.”
¿Qué son las ciudades si no surcos, agujeros y vacíos? Solo hay que sobrevolar una urbe cualquiera, cosa que hoy se puede hacer sin levantarse de la silla y con un simple golpe de ratón, para observar que las ciudades se asemejan a la típica costra resquebrajada de barro que queda la desecarse una charca. Una miríada de polígonos irregulares y de formas orgánicas, que en la mayor parte de los casos se desparraman sobre un manto base.
A poco que uno se acerca empieza a captar matices como el espesor variable de estas cortezas, y la distinta dimensión de las heridas que arañan esta cáscara de naranja. Algunas confluyen en grandes huecos y otras se van estrechando hasta casi desaparecer. Y si bajamos de escala y nos adentramos en estos surcos, la percepción que tenemos de ello es completamente diferente. Estos surcos, ahora cañones y desfiladeros, nos ocultan la información de por donde se encuentra la salida del laberinto.
En estos espacios vacíos es en los que la ciudad ES. Porque todo lo que queda tras las pantallas y muros que conforman las manzanas pertenece a otro ámbito, más privado, oculto y misterioso. Muros llenos de ojos abiertos o entrecerrados que observan el paso del tiempo y el deambular hormigas de dos patas …
Tenemos tramas extremas, como puedan ser el hiperdensificado casco de Marrakech, con sus callejuelas por las que apenas se pueden cruzar dos sílfides sin rozarse, o abiertas y esponjadas como Copenhague, en los que las calles, plazas y avenidas serpean de plaza a plaza encerrando jardines y patios de manzana en una ciudad dominada por el aire. Y siendo tan distintas, y obedeciendo a las opuestas razones de trazado que dieron origen a su existencia, comparten el hecho existencial de ser la red por la que la vida del organismo urbano fluye y riega cada rincón.
Por más años que pasen, y esto se puede apreciar en los vestigios y ruinas urbanas que de pasadas civilizaciones nos han llegado, la urbe ha definido el carácter social y gregario de la humanidad. El ser humano necesita un refugio y un lugar privado para la tribu; un techo que lo cobije y lo proteja de los elementos… y de “los otros elementos”. Pero sin un lugar común propio a la vez que ajeno en el que sentirse libre, a la vez que acotado, arropado y acompañado no es nadie, y ese lugar se llama, ciudad.
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